lunes, 30 de septiembre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 3




Esperó a volver a su apartamento antes de llamar a Juan Bennett a su número personal. 


Había trabajado con su padre durante muchos años y había sido el abogado que la había representado cuando se divorció. Después de unos segundos, el hombre contestó con tono irritado.


—Soy Paula, perdona por llamarte tan tarde —le dijo.


Oyó un gruñido al otro lado de la línea.


—Pero si es tardísimo…


—Lo sé, Juan, lo sé, pero te alegrará saber que pronto podrás borrarme de tu lista de clientes morosos.


—¿Me has llamado para decirme eso? —preguntó el hombre suspirando.


—Pensé que te gustaría saberlo.


—¿Quieres decirme de una vez para qué me llamas a estas horas, por favor?


—No te va a gustar.


Él se quedó callado unos instantes.


—Paula, ¿no te dije más de mil veces que te mantuvieras alejada de Agustin?


—Sí, lo hiciste. Y estuve de acuerdo contigo. En circunstancias normales, habría sido un consejo muy acertado. Pero Agustin ha cometido el error de alejarse un tiempo de una parte importante del dinero que me robó. El tiempo que necesitaba yo para encontrarlo —le dijo mientras miraba con una sonrisa su cama.


La colcha estaba cubierta de fajos de dinero.


El abogado no dijo nada y ella temió que se hubiera quedado dormido de nuevo.


—Me doy cuenta de que sueñas con meter a ese canalla en la cárcel, Agustin —le dijo con cuidado—. Pero, como abogado tuyo, tengo que decirte que este tipo de conducta sólo va a conseguir que seas tú la que acabe en una celda.


—¿Por qué? ¿Por recuperar lo que me pertenece? —le preguntó ella con mucha indignación en la voz.


—Hay otras maneras de ocuparse de estos asuntos.


—Sí, pero no he tenido demasiada suerte con el sistema legal, ¿no te parece?


—¿Y que crees que va a hacer el cuando vea que le falta el dinero?


—Me encantaría poder estar allí para ver la cara que pone, pero creo que voy a renunciar a ese placer y darle algún tiempo para tranquilizarse. Por eso te llamaba. Pame y tú os vais de crucero pasado mañana, ¿verdad? Ella me mencionó que un amigo tuyo de la universidad dirige esos viajes.


—Sí —contestó Juan con suspicacia.


—¿Por cuánto me venderías esos billetes?


Tardó casi quince minutos en convencerlo para que le diera los billetes. Intentó advertirle que aquello no estaba bien, que se estaba metiendo en un gran lío, que parecía estar perdiendo la cabeza…


—Los recogeré en tu despacho mañana a primera hora —le dijo antes de colgar.


Deprisa, volvió a meter el dinero en la bolsa de piel. Había sufrido mucho durante los últimos meses. Se había sentido herida y profundamente traicionada. Su dolor y su ira la habían consumido. Pero esos sentimientos iban desvaneciéndose poco a poco gracias a lo que acababa de hacer.


Creía que había conseguido cambiar su suerte al dar con el tesoro que su ex marido guardaba en casa. No estaba nada mal para una artista acabada como ella que se había quedado arruinada por culpa de un marido sin escrúpulos.


Sentía que su vida se encaminada de nuevo, que empezaba a ver la luz al final del túnel.


Pensó que, después de todo, quizá fuera Agustin el que tuviera que ponerse un uniforme de poliéster para trabajar en algún restaurante barato.



LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 2




Dejó el salón y fue por el pasillo hacia el resto de la casa. Tiffany parecía haber decorado todo con su extravagante gusto, el pasillo tenía rayas blancas y negras. Y se encontró con rayas rosas y blancas o verdes y blancas en otras de las habitaciones que iba pasando. Se dio cuenta de que si conseguía encontrar alguna pista que incriminara a Agustin, este no iba a tener ningún problema de adaptación en la cárcel. Las paredes estaban decoradas como los uniformes de los prisioneros.


Todo estaba a oscuras. No pudo evitar estremecerse. Le daba un poco de miedo estar allí. Pero no quería encender ninguna luz y correr el riesgo de que alguien lo viera y avisara a la policía. Igual que había hecho con el código de la alarma, también había planificado esa parte de la operación. Iba a empezar a buscar en el sitio más obvio, el despacho de Agustin. 


Guiándose con ayuda de la linterna, metió la cabeza en distintas habitaciones hasta que lo encontró.


En ese cuarto, Tiffany parecía haber renunciado a las rayas. Las paredes estaban pintadas. Eran moradas, pero estaba segura de que el pedante de su ex marido se referiría a ese tono como color berenjena o algo así.


Fue hasta la mesa de escritorio, se sentó en el sillón de piel y empezó a abrir cajones. En los primeros tres no encontró otra cosa que no fueran objetos de oficina y sobres llenos de papeles que no le decían nada.


El último cajón estaba cerrado con llave, pero eso no era un problema, había ido muy bien preparada. Sacó de un bolsillo de su chaleco una cajita negra que contenía varias ganzúas y ganchos que había comprado el otro día en una casa de empeños que había en la peor zona de Richmond.


Tomó una e intentó abrir al cajón. Al principio no consiguió nada, pero poco a poco fue entendiendo cómo funcionaba el mecanismo de la cerradura. Con las cuatro primeras ganzúas no consiguió nada. La quinta, sin embargo, consiguió abrir el cajón.


Se encontró con un montón de carpetas muy bien organizadas. Debajo de ellas había una caja de metal. La sacó del cajón.


Le sorprendió que estuviera abierta. No pudo evitar dar un respingo al comprobar que había una pistola en su interior. No entendía para que podría Agustin necesitar un arma. Y era una pistola grande. Había estado casada con él durante tres años y nunca había sido consciente de que tuviera una pistola.


Pensó que a lo mejor a Tiffany y a su ex marido les gustaba jugar con el arma. Sacudió la cabeza para quitarse esa imagen de la mente.


Estaba contenta de haber al menos llegado al punto en el que era capaz de bromear y reírse con lo que había sido la mayor equivocación de su vida.


Cerró la caja de metal y la volvió a meter en el cajón. Se puso entonces a mirar las carpetas. 


Fue pasando papeles y rezando para poder encontrar algo que incriminara a Agustin.


Pero no vio nada.


Pasaron veinte minutos y seguía con las manos vacías. Sólo había encontrado recibos de alquileres de coche, talleres y seguros.


Se dejó caer sobre el respaldo de la silla. Sabía que tenía que haber algo en esa extravagante mansión que demostrara que era un mentiroso y un estafador.


Pero no quería seguir pensando en él y lamentarse. Quería dejar atrás esa parte de su vida, olvidarse de todo y enterrarlo para siempre.


Ahora que sabía cómo era Agustin, le resultaba más fácil entender todo lo que había pasado en los últimos años y le sorprendía no haberse dado cuenta antes. Lo malo era que ya no le servía de nada ser consciente de su enrevesada personalidad.


Con renovada energía, se puso en pie de golpe y fue hasta el dormitorio principal, donde el encaje y los espejos eran la base de la decoración. No entendía cómo podía Tiffany haber recibido un título como decoradora de interiores. Aquello le parecía horrible. Toda la casa era un ataque a los sentidos.


Empezó buscando en las mesitas de noche. 


Vació los cajones encima de la colcha negra.


Allí había bálsamo labial, crema de manos, algunos recibos, entradas de teatro usadas… 


Miró en todos los cajones del dormitorio.


Después buscó dentro del enorme vestidor. 


Aquello parecía unos grandes almacenes en miniatura. Cerró la puerta por dentro y encendió la lámpara. Allí no había ventanas y nadie podría ver la luz desde fuera de la casa. Buscó en los bolsillos de los trajes, miró debajo de cada jersey y abrió todas las cajas de zapatos. Nada.


Se dejó caer en el suelo y apoyó la cabeza en las manos. A lo mejor había llegado el momento de aceptar que habían abusado de ella, que había dejado que un hombre la engañara y le robara hasta el último céntimo.


Pensó que quizá debería intentar olvidarse de todo aquello y empezar de nuevo. Podría trabajar de camarera en algún restaurante de comida basura, donde los feos uniformes de poliéster harían poco por resaltar sus femeninas curvas.


Se puso de pie y miró el reloj. Había llegado el momento de admitir la derrota. Le dio una patada a uno de los caros mocasines de piel de su ex. El zapato voló por el aire y golpeó con un fuerte sonido el rodapié del vestidor.


Se quedó mirándolo un momento. O esa pieza del rodapié estaba despegada o se había imaginado el sonido a hueco.


Se arrodilló y metió el dedo detrás de la madera. 


El rodapié se movió. Apartó el mocasín y tiró de la madera. No le costó demasiado trabajo.


Estaba de nuevo esperanzada. No todo estaba perdido. Podía sentir una descarga de adrenalina recorriendo sus venas.


Apoyó su oído izquierdo en el suelo y miró por el agujero de la pared. Después metió la mano. 


Encontró algo duro.


Tomó la linterna y alumbró el interior del escondite. Vio que allí había una especie de bolsa de piel.


Con el corazón a mil por hora, plantó los pies a ambos lados de la apertura y, con toda la fuerza que le quedaba, tiró de la madera. La pared cedió y se abrió. Era como la puerta de una cueva o la guarida de un pirata.


Se quedó mirando el oscuro interior unos segundos. Después sacó la bolsa de piel. 


Desenganchó los cerrojos y la abrió.


Se quedó helada.


Dinero. Montones de dinero. Tomó un fajo de billetes. Todos eran de cien dólares. Había demasiados como para contarlos.


Paula se quedó allí sentada sin hacer nada, sin moverse, casi sin respirar. Le parecía increíble haber dado con ese tesoro. Podía sentir el dulce sabor de la venganza en su boca. Su marido la había traicionado en todos los sentidos.


Levantó la bolsa y la vació.


Se imaginó que allí habría al menos un millón de dólares. O quizá más.


No sabía qué hacer.


Si salía de la casa con el dinero, Agustin iría tras ella en cuanto descubriera que su tesoro había desaparecido.


Pero tenía claro que Agustin no tenía muchas opciones. No podía ir a la policía y acusarla de haberle robado un dinero que él no tenía derecho a tener.





LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 1




Paula Chaves no había caído más bajo en su vida. Estaba en la ruina, desesperada y a punto de convertirse oficialmente en una ladrona.


Y su ex marido era el artífice de toda esa situación. Estaba decidida a vengarse por lo que le había hecho. Costara lo que costara, iba a conseguir que pagara por todo.


Tomó esa decisión en el jardín de la gran mansión que Agustin acababa de comprar en uno de los vecindarios más lujosos y distinguidos de Richmond. Teniendo en cuenta que su ex alegaba que no tenía nada de dinero, esa adquisición era más que insólita. Pero, claro, él tenía el dinero de Paula y parecía que carecía del suficiente sentido común o conciencia como para no gastárselo.


Pasó un coche cerca de ella, las luces la iluminaron durante medio segundo.


Dio un paso atrás para esconderse en las sombras. El corazón le latía con mucha fuerza. 


Esperó unos minutos después de que pasara el coche para separarse de la pared de ladrillo a la que se había pegado.


Se imaginó los titulares. «Paula Chaves, hija del multimillonario Hector Chaves, condenada a pasar entre cinco y diez años en la cárcel por robo y allanamiento de morada».


Sabía que era una locura que estuviera allí, pero no podía reunir la voluntad suficiente como para irse. Agustin le había estado robando toda su fortuna poco a poco durante los tres años anteriores. Siempre le sucedía lo mismo, le bastaba pensar en ello para sentirse nuevamente humillada. Todo aquello era muy doloroso.


Se separó un poco de la casa para contemplarla mejor. Agustin vivía según la creencia de que más era siempre mejor. La edificación que tenía delante de ella era una prueba de ello.


Una piscina ocupaba la mayor parte del jardín trasero. Estaba rodeada de caros maceteros importados en los que había grandes árboles redondeados por las tijeras de algún jardinero. A un lado de la piscina había una larga fila de tumbonas de hierro forjado con lujosos y cómodos almohadones.


Se imaginó cómo se sentiría después de lanzar cada una de esas tumbonas al agua cristalina. 


Pero creía que eso no le serviría de nada y había ido hasta allí para encontrar alguna evidencia, algo concreto que pudiera llevar a la policía y demostrar a las autoridades que, tal y como les había dicho, su ex marido era un delincuente y un canalla.


Lo cierto era que no sabía qué buscar. Se imaginó que lo sabría cuando lo viera, pero tenía que encontrar alguna prueba de lo que había hecho Agustin, eso lo tenía claro. Le parecía imposible que alguien pudiera malversar millones de dólares sin dejar ningún tipo de rastro.


Se sacó una linterna de su chaleco. Miró el resto de su atuendo. Se había puesto un jersey de cuello alto, guantes, pantalones de campaña y botas. Sonrió al pensar que se había dejado llevar un poco por las películas de espías que había visto.


Unas elegantes puertas de cristal daban acceso a la casa desde la piscina y el jardín trasero. Se acercó a ellas y miró el interior de la casa. El salón estaba a oscuras.


En cuanto se hubo enterado de que Agustin y su nueva esposa iban a estar fuera de la ciudad hasta el día siguiente, había llamado esa misma mañana a la casa para decirle al ama de llaves que tenía que entregarle un paquete al señor Forrester.


Berta, el ama de llaves alemana que su ex había contratado, le había dicho que estaría en la mansión hasta las seis de la tarde.


Eran ya las siete y media y estaba claro que no había nadie en la casa. Todas las luces estaban apagadas. A pesar de todo, el estómago le dio un vuelco al pensar en lo que podría pasar si alguien la descubría allí dentro.


Pero le bastó con imaginarse delante del juez que resolvió su divorcio. Recordó cómo este había fallado en su contra y le había dicho que su marido había tenido el permiso de Paula para hacer lo que quisiera con los bienes del matrimonio.


—El nombre de su marido está en todas las cuentas, querida —le había dicho el juez con desdén y condescendencia en la voz.


Estaba claro que pensaba que era estúpida.


—Puede que su marido haya tomado algunas decisiones financieras nefastas, pero no hay leyes que castiguen eso. Le sugiero, jovencita, que tenga más cuidado la próxima vez a la hora de elegir con quien se casa —había añadido el magistrado.


Lo que había aprendido era que parecía que tampoco había leyes que castigaran a un marido por robar a su esposa.


Sí había leyes, no obstante, que castigaban el allanamiento de morada y el robo. Miró rápidamente en ambas direcciones y golpeó la puerta con la parte trasera de la linterna, a la altura del tirador de la puerta. El cristal se quebró a la primera y un montón de pedazos cayeron al suelo del salón.


Metió la mano por el agujero que acababa de hacer y abrió el cerrojo. La puerta se abrió y de repente se oyó una sirena.


Sobresaltada, dio un respingo. Ya se había imaginado que habría instalado un sistema antirrobo y que la alarma sería muy ruidosa. Era típico de Agustin. Le iba lo más grande, lo más lujoso y lo más estridente.


Entró y cerró la puerta. Se ayudó de la linterna para llegar hasta el vestíbulo de la casa.


Se encontró con el panel de la alarma justo donde esperaba, a la izquierda de la puerta de entrada. Tenía cuarenta y cinco segundos para descubrir el código y apagar la alarma antes de que llamara la empresa de seguridad. Esa misma mañana, había pasado casi dos horas pensando en distintas combinaciones que Agustin podría haber elegido como código de seguridad.


Después de estar casada con el durante tres años, se había dado cuenta de que sólo tenía tres cosas en la cabeza: el golf, las mujeres y el dinero. Aunque no precisamente en ese orden de importancia.


Se sacó de un bolsillo de los pantalones el papel en el que había escrito las que le habían parecido esa mañana las mejores opciones.


Primero lo intentó con la palabra «golf» y pulsó los cuatro números que correspondían a su mejor puntuación en el campo, 6-2-6-5. Se lo sabía de memoria, su ex no dejaba de presumir y hablar de ello.


Pero la alarma no se detuvo.


Lo intentó con las mujeres y metió los números 90-60, las medidas perfectas de Tiffany, su nueva mujer. Pero la alarma siguió torturando sus oídos.


Se estaba quedando sin tiempo, no debían de quedarle más de diez segundos. Probó con su número de la suerte, el que usaba para comprar acciones. A su ex marido le gustaba jugar en la bolsa de la misma manera que las ancianas jugaban en los casinos de Las Vegas.


Agustin comprobaba cada poco en Internet cómo iban sus acciones. Había tenido suerte sólo una vez y había presumido delante de todo el mundo del precio al que había conseguido vender sus participaciones.


Miró el papel de nuevo. Esperaba no equivocarse. Era su última oportunidad. Respiró profundamente y pulsó los números indicados.


La alarma se detuvo de inmediato. Silencio. 


Todo se quedó por fin en calma.


Entonces se enfadó de nuevo. La elección del código le demostraba una vez más que, para Agustin, todo giraba en torno al dinero. Entendía que, sin él, no podría permitirse jugar al golf ni salir con las mujeres que quisiera.


Apoyó la cabeza en la pared y respiró profundamente para intentar recuperar la tranquilidad. Se dio cuenta de que algún vecino podía haber escuchado la alarma y haber llamado a la policía. Cabía la posibilidad de que agentes irrumpieran en la vivienda en cualquier momento.


Respiró de nuevo para calmarse.


Sabía que se estaba volviendo algo paranoica. 


La casa más cercana a la de Agustin estaba lo suficientemente lejos como para que no hubieran oído la sirena del sistema de seguridad. Creía que contaba con tiempo suficiente como para buscar pistas en la casa. 


Durante toda la noche, si lo creía necesario.


Se giró y miró a su alrededor con ayuda de la linterna. Aún estaba temblando. El salón principal parecía una fábrica de caramelos de Navidad. Las paredes estaban pintadas con rayas rojas y blancas. No pudo evitar que le diera la risa. Le dolían los ojos sólo de mirarlas. 


Para Agustin, era muy importante mantener las apariencias. Se preguntó si proporcionaría a sus amigos gafas protectoras antes de entrar en esa habitación.



LOS SECRETOS DE UNA MUJER: SINOPSIS




Los secretos podrían destruir todo lo que había entre ellos…



Su ex marido le había robado una cuantiosa herencia y Paula Chaves hizo lo que habría hecho cualquier mujer traicionada: vengarse. 


Después de colarse en su casa y recuperar parte del dinero, Paula se subió a un barco rumbo al Caribe. Sólo buscaba un lugar donde esconderse, no esperaba hacerse amiga del resto de pasajeros… y mucho menos enamorarse del capitán del barco, Pedro Alfonso.


Pedro parecía sentir lo mismo por ella, pero le costaba mucho confiar en las mujeres, pues también él había sufrido una traición…






domingo, 29 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO FINAL




Cuando volvieron del paseo a caballo, se encontraron el coche de policía al lado de la casa. Walter estaba apoyado en la valla y Paula vio que los miraba especulando. Cuando se bajó del caballo, el oficial tenía la expresión de haber llegado a una conclusión que no le gustaba, pero su voz era amable.


—Lo hemos atrapado, Paula.


—Gracias a Dios. ¿Era Henry?


—No. Al principio pensé que lo era, pero estaba equivocado. De todas formas, empecé a comprobar algunas otras cosas. Quizá a causa de ese instinto que mencionaste.


—Sabía que tenías olfato —dijo Pedro.


—Sí, puede que tengas razón. El caso es que eso fue lo que me hizo seguirle la pista a Ray.


—¡Ray! —exclamó Paula, sorprendida.


—Sí. Ray Claridge. Encontré el cuchillo que usa para matar a los animales, sangre en la parte de atrás de su camioneta… y una pistola bajo el asiento. Todavía no tengo las pruebas de balística, pero es el mismo calibre de la que hirió a Marcos. Además, Ray confesó cuando se dio cuenta de que lo habíamos atrapado. También admitió las llamadas telefónicas.


—¿Pero por qué? Él nunca se quejó de los chicos. Parecía que no le importaba que estuviéramos aquí.


—Temía que si el pueblo llegaba a aceptarlos, podrían fijarse en él y empezar a recordar. Me imagino que tú eras muy joven entonces…


—¿De qué estás hablando? ¿Por qué quería Ray hacernos daño? Yo no me acuerdo muy bien de él. Sólo que no se llevaba muy bien con mi hermano, siempre estaba hablando mal de él a sus espaldas. Pero se fue del pueblo cuando yo era pequeña para trabajar en el norte y hace poco que volvió.


—No se fue a trabajar —dijo Walter—. Se fue porque lo habían reclutado para ir a Irak y escapó a Canadá. Volvió con el programa de amnistía. Tenía miedo de que si la gente del pueblo empezaba a ver a los hombres del refugio como los valientes que son, puede que cambiaran de idea y no aceptaran lo que él hizo. Además, siempre odió a tu hermano y a Gaston Swan.


—¿Pero por qué?


—Porque todo el mundo los admiraba. Tenía celos de los dos cuando estaban vivos y mucho más después de su muerte. Una noche que estuvieron bebiendo, Henry le dijo lo que te había hecho —dijo Pedro.


Paula se puso colorada y miró a Walter, quien estaba mirando a Pedro sorprendido.


—Ray no tenía valor para luchar cara a cara, así que tramó su plan para asustarte a ti y hacer que echaran la culpa a Henry. Creyó que tú eras vulnerable y que podría dominar a Henry a causa de lo que sabía. Pero todo se le fue de las manos cuando Marcos lo encontró merodeando en la granja y Ray le disparó.


—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Walter, alucinado.


—Bueno… he estado dándole vueltas.


—Quizá deberías ser policía.


—No, gracias, no tengo tu fortaleza. Buen trabajo, Walter.


Confundido, Walter le dio las gracias. Cuando se fue, Paula se dio cuenta de lo que aquello significaba.


—¿Has terminado tu trabajo aquí?


—Todavía nos queda una semana, nos lo prometieron.


Paula quería aprovechar al máximo aquel tiempo. 


Casi nunca dormían. Hablaban, paseaban, montaban a caballo durante horas y hacían el amor hasta que quedaban agotados. Una noche, sabiendo que no quedaba mucho tiempo, Pedro le hizo el amor una y otra vez, hasta que ella se quedó temblando, hasta que una explosión de placer se mezclaba con la siguiente y con la siguiente hasta que ella cayó exhausta entre sus brazos.


Cuando se despertó, vio la cadena de oro una vez más alrededor del cuello de Pedro.


—¡No! ¡Todavía no!


—Paula.


—Lo siento, Pedro. Pensé que estaba preparada para esto, pero no lo estoy.


—Lo sé Pau lo sé. Yo tampoco lo estoy.


—¿Lo sabías anoche?


—No, quizá lo presentí. Debería haber imaginado que no iban a dejarnos en paz. Te quiero, Paula. Siempre te querré.


—Te quiero Pedro. Siempre te querré. Cuando te vayas, viviré de los recuerdos. Son más dulces que la vida de la mayoría de la gente.


—Paula, no habrá ningún recuerdo. Cuando yo me vaya… me olvidarás.


—Eso es imposible, Pedro.


—Sí, me olvidarás. Recordarás lo que ha pasado, pero no a mí. Así es como esto funciona. Y créeme, será mejor para ti.


—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó horrorizada.


Él le asió las manos y deseó que aquello no hubiera ocurrido.


—Escúchame. Lo que hemos tenido ha sido especial, diferente. Tú misma lo has dicho. Si te dejaran con esos recuerdos, pasarías el resto de tu vida buscando algo que pudiera igualarlos. 


Eso es imposible, Paula y estarías siempre sola. Y tú no has nacido para estar sola.


—Por favor, Pedro, no. Sólo quiero lo que me quedará de ti. Si no, será como si nunca nos hubiéramos conocido…


Ella se dio cuenta de la mirada extraña en sus ojos y comprendió que él sí la recordaría.


—¡No! ¡No pueden hacerte eso! ¡No pueden hacerte pasar por ese infierno! Si esos seres son tan maravillosos como tú dices, no pueden hacerte eso. Tiene que haber una forma de hacer que tú me olvides también.


—¿Quieres que te olvide?


—No puedo soportar imaginar tu sufrimiento. Prefiero perderlo todo, el refugio, mi hogar… incluso preferiría que Ray me hubiera disparado con esa pistola antes que verte sufrir así. Tiene que haber alguna forma de que te hagan olvidar.


—Dios mío, Paula —dijo Pedro, abrazándola y acariciándola intentando aliviar su dolor.


—¿Qué? —preguntó Paula de pronto—. ¿Qué has dicho?


—No he dicho nada.


—Pero he oído… Ahí está otra vez, ¡no has sido tú! Alguien me está llamando.


Pedro dijo una palabrota y asió las placas.


—Eres tú. Cállate, la estás asustando.


—Lo siento, Pedro. Dile que quiero hablar con ella.


—¿Para qué?


—Por favor, Pedro.


Suspiró y miró a Paula.


—Quieren hablar contigo.


—Bien, tengo unas cuantas cosas que decirles.


—Levanta la mano —dijo Pedro entrelazando sus dedos con los de ella con las placas doradas entre ambos—. Cierra los ojos, así es más fácil. Sólo piensa las palabras.


—Paula.


—Sí.


—Hola. Queríamos…


—No me importa lo que quieran.


—¿Perdón?


—Lo que quiero es que correspondan a la fe que Pedro tiene en ustedes. Si fueran todo lo que él cree que son, no lo harían pasar por todo esto.


—¿Quieres decir que prefieres que se olvide de ti?


—Sí.


—De nuestras observaciones durante todo este tiempo, hemos deducido que es muy raro que una mujer quiera ser olvidada. ¿Por qué?


—Porque lo quiero. Y prefiero que me olvide a ser la causa de su dolor.


—Ya veo.


Aquella fue una voz distinta y Pedro se puso en tensión al oírla. Le dijo a Paula que era el gran jefe.


—Siempre fuiste excepcional, Pedro. Y la elección de tu pareja es una prueba más. Ella es tan extraordinaria como tú. Pero claro, hace falta una mujer extraordinaria para que un hombre renuncie a la inmortalidad, ¿verdad?


—¿Lo soy? —preguntó Paula.


—Eso parece. Nos has ayudado mucho, hijo. Y te has ganado esto de sobra. Si es lo que quieres…


El sí que les mandó, fue instantáneo, sin dejar lugar a dudas.


—Buena suerte, Pedro. A los dos. Paula, tú has ganado y debo decir que nunca he disfrutado tanto perdiendo una batalla. Si Pedro no te hubiera elegido, creo que te habría reclutado si hubiera tenido oportunidad. Adiós hijos.


La conexión se interrumpió y los dejó asombrados por el éxito. Las placas empezaron a desaparecer en medio de una luz dorada.


Pedro miró despacio a su mano cerrada, sintiendo un extraño peso, como si las placas estuvieran todavía allí. Y al mirar, vio en la palma de su mano un par de anillos de oro que brillaban con una luz extraña. Paula miró alrededor, como si esperara ver aparecer a sus benefactores.


—Un regalo final. ¿Quieres casarte conmigo, Paula?


—Por supuesto. ¿Cómo podría rechazar al hombre que ha renunciado por mí a la inmortalidad?


Mientras se abrazaban, se oyó en la lejanía una especie de risa flotando en el viento.