martes, 13 de agosto de 2019

ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 30




HOLA –dijo Paula, entrando en el despacho de Pedro, cuyas vistas eran tan espectaculares como las de su ático.


–¿Tienes noticias? –le preguntó él, casi sin levantar la vista de la pantalla del ordenador.


–Voy a salir en un importante programa de moda la semana que viene –le contó ella–. ¿Lo has conseguido tú? 


–No, Paula. Ni eso, ni lo de Statham’s tampoco.


La idea de haberlo conseguido sola hizo que se sintiese satisfecha, porque algún día tendría que arreglárselas sin él, tanto profesional como personalmente.


No quería hacerlo, pero lo haría.


–Solo quería que lo supieras –le dijo ella.


Y quería abrazarlo. Y besarlo. Y decirle que lo amaba.


–Estoy orgulloso de ti.


A Paula casi le estalló el corazón al oír aquello. 


Era la primera vez que se lo decían, y no podía significar más, proviniendo de él.


–Gracias. Será mejor que vaya a hacer unas llamadas.


Pedro se levantó de su sillón y fue hacia ella, a poner las manos en su cintura. Inclinó la cabeza y la besó en los labios.


–Hasta esta noche.


–Hasta luego.


Paula sabía que iba a ser un suicidio emocional, pero estaba dispuesta a arriesgarse.


Había cosas por las que merecía la pena arriesgarse.


Y entre ellas estaba Pedro.


La semana siguiente pasó sin que Paula se diese cuenta. Trabajando de día y pasando las noches con Pedro, con el que la pasión crecía momento a momento.


Y sus sentimientos por él eran cada vez más fuertes.


Estaba feliz. Ya no llevaba el maquillaje a modo de máscara ni la ropa como una armadura. Era Paula. Y era feliz así.


La voz de su cabeza era la de Pedro, que le decía que era bella, que tenía talento. Ya no la asaltaban las dudas. No vivía en una tragedia ocurrida once años antes.


Su aparición en televisión fue un éxito y acababa de salir del plató cuando se encontró con Sarah Chadwick, jefa de compras de Statham’s, que le confirmó que quería distribuir su marca en los grandes almacenes.


La primera persona con la que quiso compartir la noticia era Pedro. Él la había ayudado a llegar hasta allí, gracias a su ayuda, había sido posible.


Y era la persona más importante de su vida.


Se giró y lo vio, apartado del resto de la gente.


Vestido con un traje que ella había diseñado, con una rosa en la mano. La multitud se desdibujó y solo lo vio a él, junto al lago de Malawi, con la rosa. La noche que había recorrido con ella sus cicatrices.


Se acercó a su lado con el corazón acelerado.


–Me alegro de verte.


–Bien hecho –le dijo él, dándole la rosa.


–Y tengo el contrato con Statham’s. Acabo de hablar con la jefa de ventas.


Pedro asintió.


–Sabía que lo conseguirías. ¿Nos vamos? 


–Claro.


Paula estaba deseando celebrar su éxito con el hombre al que amaba.


–Es precioso, Pedro.


Este la observó al entrar en su habitación, donde había colocado velas por todas partes, salvo en la cama.


–Gracias. Es muy especial. Esta noche ha sido especial –añadió.


Pedro estaba de acuerdo. Estaba a punto de estallar de deseo por ella. Quería hacerla feliz. 


Quería hacer que se sintiese todo lo especial que era.


–Ven aquí.


–No, ven tú aquí, señor Alfonso –le replicó Paula con los ojos brillantes.


Y él lo hizo, porque no podía negarse.


Solo podía pensar en ella, en hacerla suya. Su Paula.


Pero fue ella la que empezó a acariciarlo, con las manos, los labios, la lengua. Y Pedro tuvo que hacer un esfuerzo por controlarse.


Le encantó verla así. Salvaje. Abandonada. 


Segura de sí misma. Capaz de permitir que 
viese su cuerpo sin avergonzarse de él.


–Quiero que seas mío, Pedro. Todo mío –le dijo, poniéndole un preservativo en la mano.


Él se lo colocó con manos temblorosas y la penetró.


Su mente estaba en blanco. El deseo lo nublaba todo.


Paula se arqueó contra él y sus pezones duros le rozaron el pecho. Lo agarró por el trasero con fuerza y susurró su nombre mientras sus músculos internos lo apretaban con fuerza.


Él gimió y se dejó llevar por el orgasmo, temblando.


Después, se tumbó de lado sin separarse de Paula, satisfecho como nunca antes y, al mismo tiempo, con más hambre de ella. Siempre tendría más hambre de ella.


Estaba perdiendo el control, notaba cómo se le escapaba de las manos, cómo se venían abajo los muros que había levantado en su interior, permitiéndole sentir. Respiró hondo y su olor lo llenó. Se le encogió el corazón.


Aquello era inaceptable. No podía permitirlo.




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