Pedro juró en voz alta en su despacho, pero no se sintió mejor. En ocasiones, Paula le hacía sentirse como si estuviese sangrando por dentro. Porque había pensado que se avergonzaba de ella, como le había sucedido a su familia después del incendio.
No era el hombre adecuado para estar a su lado.
Había intentado distanciarse desde que habían vuelto a París para no hacerle daño.
Pero Paula lo había llamado, como una sirena, para que volviese a acercarse a las rocas.
Había estado a punto de pedirle que lo acompañase esa noche, pero luego se había dicho que no iba a permitir que nadie lo manipulase. Marie había sido una maestra en el arte de la manipulación. Y él se lo había permitido.
No cometería el mismo error con Paula.
Durante los últimos tres años, la mayor parte de sus relaciones habían durado una o dos noches, pero no quería eso con Paula. Todavía no podía dejarla.
No obstante, le hacía perder el control. Y eso no podía tolerarlo.
No, sería él quien llevase las riendas de su relación. Y la tendría esa noche. La llevaría a la fiesta y, después, a su cama.
Y la haría suya.
****
Paula se ruborizó al oír aquel cumplido. Sobre todo, porque se había arrepentido de haber sido tan trasparente con Pedro y por haberle casi rogado que la llevase a la fiesta.
Pero cuando este la había llamado menos de veinte minutos después de su primera conversación, no había podido negarse a acompañarlo.
Le había sido sincera, aunque la suya fuese solo una relación sexual, ella se la tomaba en serio.
Enseñarle sus cicatrices había sido el primer paso para descubrirse entera.
Pedro llevaba las cicatrices por dentro, y eso le permitía protegerse. Sabía de ella más que nadie en el mundo y eso hacía que pensase que tenía ciertos derechos sobre él.
Sin embargo, él solo compartía su cuerpo.
Había intentado preguntarle por su familia en el yate, pero Pedro había respondido con monosílabos y casi no le había dado información.
–Gracias por el casi cumplido –le dijo mientras entraban en uno de los salones de un lujoso hotel.
Pedro le había contado que iba a reunirse con un potencial cliente que no estaba seguro de querer asociarse a él debido a su reputación.
–Era un cumplido. Cometí un error. ¿Qué más quieres?
–Nada –le respondió–. Que me lo hubieses pedido tú primero.
–Pensé hacerlo –admitió él, mirándola a los ojos–, pero es una reunión de negocios y necesito estar concentrado, no excitado.
Ella sonrió.
–¿Te parece divertido?
–Un poco ordinario como piropo, pero sí, me parece divertido. Pensé que habías perdido el interés en mí.
–No me gustan las mujeres que se hacen las inseguras.
–No me hago la insegura. Es solo que no me ha gustado que no me llamases. Solo te pido respeto.
–¿Y te he dado algún motivo para que pienses que no te respeto?
–Solo que no llamaste al volver a París. Me parece bien que quieras que nuestra relación sea informal, pero no me gustan los regímenes de incomunicación y que solo me llames como si fuese una línea erótica.
–Pensé que tal vez necesitabas espacio –le dijo Pedro en tono sincero.
–Pues te equivocaste, quiero decir, que necesitaba saber cómo estábamos al volver a París.
Pedro le dio un beso en los labios y ella se quedó inmóvil. Lo había echado demasiado de menos.
Cuando se separaron, no la soltó y le dijo en voz baja.
–Creo que queda claro cómo está nuestra relación, al menos, cuando estamos cerca.
–Supongo que sí.
Él le acarició la mejilla y la miró a los ojos.
–No puedo mantener las manos alejadas de ti.
Paula se sintió como si estuviesen solos en la habitación. Se acercó más a él y le pasó la lengua por los labios.
Pedro retrocedió.
–No.
–¿Por qué no?
–Porque he venido a hacer negocios, ¿recuerdas?
–Ah, sí. Prometo que sabré comportarme.
Él la miró fijamente unos segundos más.
–Qué pena.
Luego le dio la mano y la llevó hacia el bar, donde los esperaba Calder Williams, dueño de una importante cadena de hoteles, el siguiente proyecto en el que quería invertir Pedro.
–Calder –lo saludó, dándole la mano y volviendo a concentrarse en el trabajo, aunque su cuerpo siguiese empeñado en que se centrase en Paula.
–Pedro… –respondió éste, mirando a Paula con interés– me alegro de verte otra vez.
–Yo también.
–¿Y usted es? –le preguntó Calder a Paula.
–Paula Chaves –respondió ésta, dándole la mano, en la que Calder le dio un beso.
A Pedro no le gustó el gesto. Paula era suya.
Puso un brazo alrededor de su cintura mientras empezaban a hablar del proyecto de expansión de la cadena hotelera.
Calder no dejaba de mirar a Paula, más interesado en ella que en el negocio.
Y Pedro no podía evitar pensar que no quería que la mirase.
No quería que la desease.
Era suya.
–Me parece –le dijo en tono gélido después de unos minutos– que deberíamos continuar esta conversación otro día en mi despacho.
Calder sonrió.
–Llamaré a tu secretaria.
–Bien.
–Encantado de conocerte, Paula.
–Ha sido un placer –respondió ella, ajena a todo.
–¿Tienes una tarjeta de visita? –le preguntó Calder.
Paula buscó en su bolso rosa fucsia y le dio una.
–Sí, viene la dirección y el teléfono de la boutique.
–Ah, diseñadora de moda, tenía que habérmelo imaginado.
–Calder, ¿por qué no lo intentas con alguna mujer que haya venido sola?
Paula se puso tensa al oír aquello y Calder sonrió.
–Por supuesto –dijo, metiéndose la tarjeta en el bolsillo de la chaqueta.
–Ha sido un placer –le dijo Paula, agarrándose al brazo de Pedro.
Solo lo soltó cuando se habían alejado de Calder y estaban en un pasillo, y echó a andar delante de él hacia la puerta.
–¿Qué te pasa? Pensé que querías acompañarme –le dijo Pedro.
–No sabía que ibas a comportarte como un tonto celoso.
–Tú te has comportado igual cuando me has llamado esta mañana.
–Pero no te he puesto en ridículo delante de nadie.
–Iba a devorarte conmigo allí.
–Yo no lo habría permitido, ¿cuál es el problema?
–El problema es que era una reunión de negocios y no ha sido nada profesional.
–Yo no tengo la culpa de que te hayas portado como un macho posesivo, Pedro Alfonso.
Paula tenía la mirada encendida y las mejillas sonrojadas. Estaba enfadada, pero a él le pareció que estaba muy sexy. No pudo evitarlo.
Había habido una época en su vida en la que se había considerado un hombre de honor. Un hombre capaz de controlar sus instintos más básicos.
Pero todo eso se había terminado tres años antes y no iba a ser esa noche cuando lo cambiase. Necesitaba tener a Paula. Era una cuestión de atracción. Tenía que saber que era suya. Que él era el hombre al que deseaba, y no Calder ni ningún otro. Necesitaba asegurarse que estuviese con quien estuviese después de él, siempre lo recordaría.
La besó apasionadamente y su cuerpo se endureció al instante.
Ella le devolvió el beso, agarrándolo de la cara. Pedro la hizo retroceder contra la pared sin soltar sus labios.
La estaba besando como si se estuviese muriendo y aquel fuese el último momento de su vida.
Era un beso alimentado por la desesperación, una desesperación que no podía entender ni controlar, que corría por él con una intensidad que no había experimentado nunca. Tal vez fuese la mezcla de su enfado con el de ella, lo que creaba una combinación tan letal y explosiva.
Aquello no era el preludio civilizado de una noche de sexo sin complicaciones. Era algo más. Algo más profundo. Lo había sido desde el momento en que había tocado a Paula.
–Pedro…
–Paula.
La miró a los ojos, la besó en la mejilla, en el cuello, en el lugar en el que el fuego había marcado su piel.
Luego pasó al otro lado del cuello y le dio dos besos, tal y como le había prometido.
Ella se arqueó contra su cuerpo y Pedro le acarició los pechos. Después la agarró por las caderas y la apretó contra él para que sintiese su erección. Para que supiese lo que estaba haciendo con él.
Paula le acarició la espalda y le agarró el trasero.
Estaban en un pasillo donde cualquiera podía verlos y Pedro estaba a punto de llegar al orgasmo, pero le daba igual. Lo único que le importaba era tener a Paula.
Se oyó el ruido de unas puertas al abrirse y esta se quedó inmóvil y lo soltó. Él se apartó, pero solo un poco, manteniendo la mano en su cintura.
Un pequeño grupo de personas salió del salón, charlando y riendo, ajenas a ellos.
Paula bajó la cabeza y la apoyó en su hombro.
–No sé… qué nos ha pasado.
–Es deseo.
–Deseo –repitió ella–. Tal vez.
Pero no parecía convencida.
–¿Vamos a tu casa o a la mía? –le preguntó él.
–Mi cama es pequeña.
Aquello volvió a recordarle a Pedro lo inocente que era. Mientras que él era un cerdo.
–Entonces, a la mía.
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