lunes, 12 de agosto de 2019
ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 28
EL PISO de Pedro era el reflejo del propio hombre.
Frío, de líneas depuradas y sin pistas acerca de cómo era por dentro.
Ni una fotografía de familia. Ni una obra de arte que no fuese moderna y que no hubiese escogido el diseñador de interiores que le había decorado el piso.
Reflejaba lo que él enseñaba al mundo, pero no lo que Paula conocía de él. Pedro era Malawi. El lago, el cielo, una belleza indomable.
–Bonitas vistas –comentó, mirando por la ventana hacia la ciudad de París, con la torre Eiffel al fondo.
Pedro se encogió de hombros.
–Casi ni me doy cuenta.
–Entonces… ¿por qué vives aquí si no aprecias la situación del piso?
–Ah, sí que la aprecio. Este ático fue una buena inversión, sobre todo, por las vistas.
–Eso es… muy típico en ti.
–Tú tienes alma de artista, Paula –comentó él en tono indulgente–. Yo la tengo de financiero. Tú ves el arte, yo, el valor económico.
–Entonces, ¿esa es tu pasión, el dinero?
–No el dinero en sí, sino ganarlo. El reto de ganarlo.
Paula respiró hondo y continuó mirando a su alrededor. Todo estaba demasiado limpio y ordenado.
–No suelo estar mucho en casa –comentó Pedro, como si le hubiese leído el pensamiento.
–Ah.
Atravesó la habitación con los ojos clavados en ella y todo lo demás se desdibujó a su alrededor.
En cuanto la besó, solo sintió la necesidad de tenerla. Era la primera vez que le ocurría algo así.
La primera vez que alguien traspasaba el muro que había levantado alrededor de su corazón.
Paula apoyó las manos en su pecho y empezó a desabrocharle la camisa.
–Eres perfecto –susurró cuando se la hubo quitado.
A él se le encogió el corazón y pensó que solo se refería a su cuerpo, porque si pudiese ver dentro de él, no diría algo así.
–Mi habitación está arriba –le dijo, intentando ir a un territorio más seguro. La cama. Allí podía dárselo todo.
Era el único lugar en el que podía darle todo lo que se merecía.
Ella sonrió con picardía, separándose de él para subir las escaleras.
La habitación tenía las mismas vistas que el salón.
Unas vistas que no representaban nada para él.
Salvo promesas rotas. Las de Marie y las suyas propias.
Había comprado el ático porque Marie le había dicho que lo hiciera.
Y las vistas habían sido lo único que había permanecido igual después de que ella se marchase, con otro. Entonces, había contratado a un diseñador de interiores para erradicar los toques femeninos que su ex le había dado a la casa. Había hecho un esfuerzo por eliminar todo lo que le recordase a ella.
Así que llevaba tres años ignorando las vistas, pero en esos momentos, al mirar hacia la ventana, vio al silueta de Paula dibujada en ella.
Lo estaba mirando con deseo.
No se molestaba en ocultarlo. Su sinceridad era sorprendente, más de lo que se merecía. Y, no obstante, la quería. Deseaba a Paula.
Esta miró detrás de ella, hacia las ventanas.
–No se ve nada desde fuera, ni siquiera con las luces encendidas –le aseguró Pedro.
Paula asintió y se llevó la mano a la espalda para bajarse la cremallera.
–Me alegro, porque esta noche… quiero que dejemos las luces encendidas.
Pedro se dio cuenta de que estaba nerviosa y se excitó al verla quitarse el vestido.
Era la mujer más valiente que había conocido.
Una mezcla de suavidad y fuerza, de inseguridad y confianza. Había sufrido mucho y sin ningún apoyo.
Se olvidó de todo y se centró en ella, que se había quitado el sujetador.
Se acercó y le acarició la curva de los pechos, haciendo un esfuerzo para no tocarla allí donde más deseaba ella que la tocase.
Su propio cuerpo protestó. Quería tenerla ya, cuanto antes. Pero él quería saborearla. Darle todo lo que pudiese darle.
Paula se movió contra su cuerpo y se quitó las braguitas y los tacones.
Él metió la mano entre sus piernas y la acarició.
Metió un dedo en su interior, luego dos.
–Pedro, no puedo más… –gimió ella, aferrándose a sus hombros.
–Déjate llevar –le pidió él, deseando notar con los dedos cómo llegaba al clímax.
Ella se mordió el labio y empezó a sacudirse, temblando, apoyando todo el peso de su cuerpo en él.
–Ma belle –le susurró Pedro, tomándola en brazos para llevarla hasta la cama.
Una vez allí, Paula tomó su erección con la mano y le dio placer.
Mientras, él la besó en el cuello y le mordisqueó la delicada piel antes de bajar hacia los pechos.
–Eres como un postre –le dijo, pasando la lengua por uno de los pezones endurecidos–. Fresas con nata. Pero mucho mejor, más deliciosa.
Chupó con fuerza y notó cómo Paula arqueaba la espalda hacia él.
–Te deseo, Pedro –le dijo–. Solo a ti.
Y su cuerpo sintió la necesidad de estar dentro de ella, de hacerla suya, pero se contuvo todo lo que pudo y fijó su atención en el otro pecho.
–Pedro –insistió ella–. Ya.
Y él perdió el control y sacó un preservativo de la mesita de noche y lo abrió con dedos temblorosos.
–Dámelo –le pidió Paula.
–No. Si me tocas, no aguantaré.
–No me importa.
–A mí, sí.
Paula le quitó el paquete de la mano y lo dejó encima de la cama.
Luego, se inclinó hacia delante y pasó la lengua por su erección antes de metérsela en la boca.
Pedro quiso protestar, pero no fue capaz.
–Venga, déjate llevar, Pedro –le dijo ella.
No tuvo que esforzarse mucho más en hacer que perdiese el control por completo.
Luego, se tumbó de nuevo a su lado y apoyó una mano en su pecho.
–Me encanta el contraste entre tu piel y la mía –le dijo suspirando–. Estoy agotada.
Paula cerró los ojos y su respiración se volvió profunda. Pedro se quedó con los ojos abiertos.
Sabía que esa noche no iba a poder dormir.
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