miércoles, 17 de julio de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 7




Paula observó a Pedro mientras se acercaba, sorprendida de que hubiera cambiado tan poco. 


Sobre todo cuando ella se sentía mucho más mayor que la última vez que lo había visto. Le tendió la mano.


—Hola, Pedro. ¡Cuánto tiempo!


—Y que lo digas —le estrechó la mano. Su alianza de matrimonio no le pasó desapercibida—. Tienes buen aspecto.


—Tú también —era una obviedad. Parecía más musculoso de lo que recordaba, pero seguía teniendo el mismo pelo oscuro y los mismos ojos castaños, de mirada penetrante. No era guapo, o al menos no tenía la belleza clásica de Mariano. Sin embargo, la dureza de sus rasgos y el aire de confianza que exudaba lo convertían en un hombre singularmente atractivo. En una palabra: era terriblemente sexy.


—Me enteré de lo de tu padre. Lo siento.


—Gracias.


Se había enterado, pero no se había molestado en llamarla. Habían transcurrido años desde la última vez que... Los antiguos recuerdos surgieron a la superficie y tuvo la sensación de que se quedaba sin aire. Señalándole una silla vacía, y esforzándose por mantener un tono de voz razonablemente firme, lo invitó a que se sentara con ellas.


Al ver que vacilaba, se arrepintió enseguida de su ofrecimiento.


—Bueno, lo mismo estás muy ocupado... —le dijo, facilitándole ella misma el pretexto.


Pedro volvió por un instante la mirada hacia la puerta, como planteándose echar a correr. Pero no lo hizo.


—No, todavía dispongo de unos minutos —miró a Matilda—. Espero no interrumpir nada...


—En absoluto —se apresuró a tranquilizarlo la amiga de Paula—. De hecho, ahora mismo tenía que irme. Tengo que recoger a mi hijo y dejarlo en casa de mi madre antes de mi siguiente clase.


Después de que Paula hiciera las presentaciones, Matilda se levantó, estrechó la mano de Pedro y se volvió hacia su amiga.


—Quizá me lleve a Jake al centro de Red River mañana. ¿A qué hora estarás trabajando de voluntaria en la caseta de arte infantil?


—Desde las nueve hasta las doce. Pásate, por favor. Me encantaría volver a ver a Jake.


—Lo intentaré. Ciao —y se marchó.


Pedro se sentó en la silla que Matilda había dejado libre, frente a Paula. Extendió sus largas piernas debajo de la mesa y se repantigó en el asiento, con un aire de perfecta indiferencia. Al igual que en los viejos tiempos. Solo que ya nada era como entonces. Paula era una mujer adulta, casada. Una mujer controlada, segura de sí misma. Miró su mano izquierda. No llevaba anillo, seguía evitando los compromisos. ¿Por qué eso no la sorprendía?


—¿Y bien? ¿Qué has hecho durante todo este tiempo?


—Principalmente, perseguir asesinos.


—¿Por afición o por dinero?


—Habitualmente por afición, pero el sueldo me da para una pizza y una cerveza bien fría, de vez en cuando —bromeó.


—O sea que eres policía.


—Sí. Soy inspector de homicidios en el departamento de policía de Shreveport —tomó un sorbo de café—. ¿Y tú? Esperaba ver tu nombre en alguna candidatura electoral.


—¿Agarrada a los faldones de mi papá?


—No. Recuerdo que tenías ideas propias, y muy claras, acerca de cómo se debería gobernar un país.


—Bueno, lo intenté durante una temporada. Pero no he heredado la pasión por la política que tenía mi padre.


—Poca gente la tiene.


Paula ignoró su tono sarcástico.


—A mi padre le encantaba su profesión. No hay nada malo en ello.


—Yo no he dicho que lo hubiera. Aun así, no debió de gustarle nada que abandonaras ese barco.


—Tampoco mi padre me había ordenado precisamente que me metiera en política. La decisión final era siempre suya... —se interrumpió a mitad de la frase, recordándose que no estaba obligada a explicarle su vida a Pedro.


—Así que abandonaste tus aspiraciones políticas y te casaste con el doctor Mariano Chaves —pronunció Pedro cuando el silencio se tornó demasiado incómodo.


—Vaya, parece que me has seguido la pista bastante bien.


—Todos los periódicos locales recogieron la noticia de tu matrimonio.


—No sabía que los inspectores de homicidios hojeasen las crónicas de sociedad.


—Más bien nos fijamos en las fotos de las mujeres bonitas.


Sonrió. Era la misma sonrisa que había asaltado sus sueños durante los largos meses que siguieron a su marcha, o más bien repentina desaparición. Lo miró, pero sus pensamientos volvieron a Mariano y a la conversación de aquella mañana. ¿También su marido estaría pensando en marcharse y abandonarla? Quizá su verdadero talento residiera en su capacidad de ahuyentar a los hombres que más habían significado en su vida.


Pedro apuró el resto de su café y dejó el vaso de papel sobre la mesa.


—¿Qué tal es la vida de casada?


«Difícil». Paula sospechaba que esa era la respuesta que él deseaba escuchar. Pero... ¿a quién quería engañar? Dudaba que le importara mucho. Seguramente se lo había preguntado por simple cortesía.


—No es mala.


—¿Entonces qué estás haciendo en la cafetería de la universidad en una mañana soleada como esta?


—Recogiendo información para matricularme —señaló el programa de estudios que le había dado Matilda—. Quiero sacar la licenciatura de Magisterio —al ver que arqueaba las cejas, inquirió—: ¿Eso te sorprende, Pedro?


—Un poco. Nunca te había imaginado como maestra, pero estoy seguro de que se te dará estupendamente —miró su reloj y se dispuso a levantarse—. Detesto tener que marcharme. Dentro de diez minutos tengo que intervenir en una clase de Sociología.


—No te preocupes. El deber es el deber.


Sus miradas se encontraron de nuevo, y una inesperada llama de deseo la barrió por dentro. 


Desvió la vista, esperando no haberse traicionado. Si ese fue el caso, Pedro no dio muestra alguna de haberlo advertido.


—Me alegro de haberte vuelto a ver.


—Lo mismo digo —repuso ella.


Esa fue toda la despedida. Pedro ni siquiera hizo el amago de una sonrisa cuando se volvió para dirigirse hacia la puerta.


Paula hizo a un lado su taza de café, rozando la de Pedro. Eso había sido para él su aventura de nueve años atrás: un sencillo y fugaz roce. 


Porque para ella había sido mucho más.


Pero todo aquello pertenecía al pasado. Ahora era la señora de Mariano Chaves. Un matrimonio perfecto con el hombre perfecto: eso era lo que decía todo el mundo.


Aunque, como buena hija de senador, sabía que las encuestas de opinión eran muy fáciles de manipular.





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