lunes, 29 de julio de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 48




Preocupado y a la vez expectante, Pedro siguió a Paula por la escalera exterior, hasta el apartamento situado encima del garaje. 


Pensaba que Mariano era Freddie, el asesino múltiple, pero tenía que demostrarlo a toda costa y lo antes posible. Antes de que pudiera seguir matando.


—Aunque fuera verdad la explicación que me dio sobre las fotos que tenía en la pared... —pronunció Paula mientras insertaba la llave en la cerradura— a estas alturas dudo ya de cualquier cosa. Además de que eso no explica por qué guardó esos recortes, o las fotografías que encontré en el cajón de su escritorio.


Abrió la puerta y Pedro entró primero, completamente desprevenido ante el torrente de emociones que lo abrumó, tomándolo por sorpresa. Había previsto que no resultaría nada fácil entrar en aquella habitación, tan cargada de recuerdos. Pero lo que no había esperado era que la reacción fuera tan fuerte, sobre todo después de todo el tiempo que había pasado. 


Se excitó de inmediato. Las imágenes de aquella noche asaltaron su cerebro a traición, imponiéndose a todo lo demás. Paula en sus brazos. Su cuerpo húmedo de lluvia y caliente de deseo. Sus suaves, invitadores labios. Sus senos perfectos. Sus piernas enredadas en las suyas...


Pero la asustada voz de Paula lo devolvió bruscamente a la realidad:
—¡Las fotos ya no están! —tocó la pared—. Estaban aquí anoche. Esas fotos asquerosas, depravadas—. ¿Lo ves? Todavía están los agujeros de las tachuelas...


—Debió de haber vuelto aquí anoche...


—No. Estuvo conmigo hasta que nos acostamos. Se quedó dormido enseguida, y ya no volvió a levantarse hasta que lo llamó Sara Castle a eso de las dos de la madrugada. Y sé que se marchó porque oí alejarse su coche.


—¿Qué quería Sara Castle a esas horas? ¿Se trataba de alguna emergencia?


Después de escuchar su explicación, Pedro se esforzó por recapitular todos los datos. El amigo de Mariano había intentado suicidarse con una sobredosis de calmantes. Mariano había salido a toda prisa para el hospital. Luego, había dejado a su amigo en una situación crítica, inestable, para volver a casa y retirar un montón de fotos escabrosas que, en cualquier caso, su esposa ya había descubierto.


—Mariano telefoneó al hospital justo antes de marcharse esta mañana —añadió Paula—. El estado de Javier estaba mejorando, aunque seguía en proceso de recuperación. Al parecer su esposa lo encontró a tiempo de hacerle vomitar la mayor parte de los medicamentos que había ingerido.


—Vaya. Supongo que intentar suicidarse es una forma como cualquier otra de escabullirse de una prueba de ADN. Pero mucho más arriesgada, claro.


—¿Por qué habrías de querer una prueba de ADN de...? Espera. ¡No pensarás que Javier dejó embarazada a Karen! Sara es una esposa maravillosa y... —se dejó caer en el sillón de Mariano, con la cabeza entre las manos— y él ha intentado matarse. De acuerdo, Pedro. Tengo que empezar a dejar de ser tan ingenua.


—Lo que pasa es que no estás acostumbrada a tratar con canallas de bata blanca. Los médicos no son dioses, Paula —se colocó detrás de ella y le puso las manos sobre los hombros. Craso error. Solamente aquel gesto había bastado para excitarlo de nuevo—. Echemos un vistazo a las fotos del cajón.


Si Paula percibió la ronquera de su voz, no lo demostró. Abrió el último cajón. Solo había un fajo de hojas en blanco.


—No estoy loca, Pedro. Esas fotos estaban aquí, en una carpeta azul. Debía de haber al menos una docena, todas de diferentes mujeres. Y también guardaba aquí recortes de prensa sobre los asesinatos —a continuación abrió el cajón superior de la izquierda—. Anoche este cajón estaba cerrado con llave. Intenté abrirlo, pero no pude.


Se levantó del sillón y se dirigió a la ventana, contemplando el jardín. Parecía triste, asustada. 


Y tan sola que Pedro no podía soportar verla. 


Ignorando toda precaución, se le acercó por detrás y deslizó los brazos por su cintura.


—Nada de esto es culpa tuya, Paula. Procura tenerlo bien presente. Es Mariano el responsable de todo esto.


—Aun así, duele. Creía que lo conocía. Estaba segura de que me amaba y de que estaba decidido a que fuéramos felices, a labrar un futuro conmigo. ¿Cómo pude haberme equivocado tanto?


—¿Cómo lo conociste?


Se apartó de los brazos de Pedro. Dio algunos pasos por la habitación antes de apoyarse en una esquina del escritorio.


—Formaba parte del equipo de médicos que atendió a mi padre cuando sufrió su ataque cardíaco. Luego, varios meses más tarde, después de que yo abandonara mi trabajo en Washington y volviera a Shreveport, coincidimos en una fiesta, una subasta en beneficio de una nueva sala infantil en el hospital. Se mostró extremadamente amable y encantador conmigo. Pensé que era un gran tipo, pero no me sentí particularmente atraída. Al día siguiente me envió flores. Después de eso, empezó a llamarme unas dos o tres veces por semana, hasta que consentí en salir con él.


—Un tipo insistente.


—Sí, pero entonces me pareció sencillamente halagador. Había tenido un año muy duro, con la muerte de mi padre. Y además estaba muy preocupada por Rodrigo, siempre pendiente de que estuviera bien atendido. Estoy segura de que me sentía especialmente vulnerable. Más de lo normal.


—Una buena oportunidad para Mariano

.
—Sí. Durante todo el tiempo, él fue el amo del juego. El juego de llevar a Paula Dalton al altar.


Se llevó las manos a la cabeza y se levantó la melena, dejándola caer sobre sus finos hombros. No había querido que el gesto fuera seductor, pero excitó igualmente a Pedro, que a duras penas pudo contenerse de tocarla, de abrazarla...


—¿Lo amas? —se odió a sí mismo por haberle hecho esa pregunta, porque no estaba seguro de poder soportar la respuesta. Vio que se quedaba mirando al vacío, con la mirada velada por una sombra de tristeza. El corazón le latía a toda velocidad.


—No estoy segura de si alguna vez lo amé. Sé que es terrible decirlo, pero estoy intentando ser sincera. Deseaba estar enamorada, tener a alguien en quien apoyarme, creer que lo que él me decía era verdad y que estábamos destinados a estar juntos. ¿Pero cómo pude haberle amado cuando lo único que me dejaba ver de él era una máscara, un puro fantoche? Y, además, nunca fue como...


Se interrumpió. Cuando alzó los ojos para mirarlo, Pedro pudo distinguir un rastro de aquel antiguo deseo en sus ojos.


—¿Como qué, Paula?


—Ya no importa —sacudió la cabeza—. Ahora, simplemente, tengo que superar esto. Tengo que enfrentarme con el presente.


—Y lo harás. Yo estaré a tu lado, para ayudarte.


—¿Qué vamos a hacer ahora, Pedro?


—Tú dejarás la ciudad. Te irás a algún lugar seguro, algún complejo turístico en la costa, donde puedas relajarte viendo el mar y pensando en otras cosas que no sean estos horribles asesinatos. Nosotros nos ocuparemos de la investigación.


—No puedo hacer eso.


—¿Qué quieres decir? Antes me dijiste que pensabas que Mariano podía ser el asesino que estamos buscando.


—Puede que lo sea. Si lo es, no podrás encerrarlo sin una prueba sólida a tu favor.


—La encontraré. Es solo una cuestión de tiempo.


—Pero tardarás menos si yo te ayudo desde dentro. Dime lo que estás buscando. Patrones de comportamiento. Recuerdos o fetiches que pueda haberse llevado. Notas que pueda haber dejado. Algún arma que oculte...


—¡Ni hablar! Nada de heroicidades. No eres policía. No vas a armada. Nadie te ha dado vela en este entierro.


—¿Ah, no? Da la casualidad de que vivo aquí. Y que estoy casada con Mariano.


—¿Qué es lo que pretendes demostrar?


—No pretendo demostrar nada. Pero si Mariano es el asesino que está aterrorizando la ciudad, no pienso salir corriendo y esperar a que mate a alguien más. No mientras exista una sola posibilidad, por pequeña que sea, de detenerlo. Además, los asesinos múltiples no suelen matar a sus esposas...


—Este caso no tiene nada de ordinario. ¿Quién sabe lo que podría hacer Mariano si sospechara que andas detrás de él?


—Si me considerara en peligro, me marcharía.


En aquel preciso instante sonó su teléfono móvil.


—¿Es usted el inspector Alfonso? —preguntó una voz masculina, baja y temblorosa.


—Sí. ¿Quién llama?


—Javier Castle.


No le extrañaba que la voz sonara tan débil.


—Necesito hablar con usted. Es importante.


—¿Sigue aún en el hospital?


—Sí. Habitación 512. Cuando entre, no pregunte a nadie. Intentarán prohibírselo, o le dirán que no estoy aquí. Venga directamente a esta habitación.


—¿Quiere explicarme de qué se trata todo esto?


—Tengo que hacerle una confesión.


—¿Tiene algo que ver con el embarazo de Karen Tucker?


—Sí. Y con su muerte.


—Estaré allí enseguida.


Pero Javier ya no escuchó sus palabras. La conexión se había cortado. Para entonces la aguja ya estaba a punto de hundirse en su vena.



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