miércoles, 24 de julio de 2019
INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 30
Paula se sentó en el borde de la mesa de picnic, con las piernas colgando en el aire, mientras veía a Pedro y a Rodrigo lanzarse la pelota de béisbol. Ni muy rápido ni muy lento, al ritmo monótono pero seguro que le gustaba a su hermano. El simple movimiento de lanzar y tirar la bola, con el regular sonido del guante de piel recibiéndola como si fuera una vieja canción familiar.
Lo de pasar el día en Ford Park había sido idea de Pedro. Habían ido en su coche, incluso se habían detenido en un Popeye’s para comprar un poco de pollo frito y visitar la tienda. Nada más llegar, habían pasado la primera hora siguiendo a Rodrigo por la ribera del lago Cross mientras lanzaba piedrecitas y se quedaba absorto contemplando las ondas del agua.
—Propongo que hagamos una parada y comamos un poco —dijo Pedro—. ¿Qué te parece, Rodrigo?
—Parada y comer. Parada y comer. Sí. Parada y comer pollo.
—Te echo una carrera hasta la mesa.
Rodrigo echó a correr, pero en dirección opuesta, riendo. Pedro lo persiguió durante unos minutos antes de dirigirse al coche para recoger la comida. Luego, la dejó sobre la mesa, al lado de Paula.
Rodrigo lo siguió como un cachorrillo trotando detrás de su amo, hasta que una mariposa capturó su atención y se dedicó a seguirla.
—Quédate donde podamos verte, Rodrigo —le gritó Pedro.
—Quedarme donde podáis verme.
—Bien.
—Bien.
—La verdad, me sorprende que se acuerde tanto de ti —le comentó Paula mientras abría una bolsa de patatas—. Creo que es la primera vez que le pasa con alguien. Al menos después de una ausencia de nueve años.
Pedro sacó tres latas de soda de la nevera portátil.
—¿Qué te hace pensar que hace nueve años que no veo a Rodrigo?
—Porque fue entonces cuando... —«cuando me enamoré de ti y tú me abandonaste», estuvo a punto de espetarle ¿Por qué no lo hacía? Ciertamente no era ningún secreto entre ellos. Se volvió, procurando ocuparse en cortar el pollo y servirlo en los platos—. ¿No dejaste de ver a Rodrigo cuando terminaste tu trabajo en la campaña electoral de mi padre?
—No veía ninguna razón para hacerlo. Rodrigo y yo nos habíamos hecho amigos, y el senador no se opuso a que lo visitara ocasionalmente.
—¿Fuiste a nuestra casa?
—No a menudo, pero sí algunas veces. Y siempre cuando tú no estabas. Viajabas mucho a Washington, ¿te acuerdas? Una vez que se fue al hogar residencial, continué visitándolo una vez al mes, o así… hasta hace unos pocos meses.
—¿Por qué dejaste de visitarlo?
Pedro la miró con expresión recelosa.
—Yo creía que lo sabías.
—¿Qué habría de saber?
—Un viernes por la tarde coincidí en el hogar con el doctor Chaves y me pidió que me mantuviera alejado.
—Mariano jamás me dijo nada.
—Quizá se le olvidó.
«Sí, como tantas otras cosas», pensó Paula, irónica.
—¿Cuándo fue eso?
—En diciembre. La víspera del cumpleaños de Rodrigo. Quería llevármelo a una heladería para celebrarlo.
El cumpleaños de Rodrigo. Una semana antes de la boda Mariano se estaba revelando como un maestro en el arte de la manipulación.
—¿Te dijo por qué?
—Solo que Rodrigo había estado muy alterado últimamente y que los dos habíais decidido restringir el tiempo que pasaba con la gente que no era de la familia.
Jamás habían mantenido una conversación semejante. Paula se dijo que había sido una imbécil al creerse todo el ejercicio de seducción de Mariano y luego terminar casándose con él.
Había creído que su relación era especial. No el tipo de loca pasión que había compartido con
Pedro, pero si algo sólido, real, duradero.
En aquel momento, en cambio, por fuerza tenía que preguntarse si Mariano no habría tenido algún motivo secreto e inconfesable para casarse con ella. Solo que no conseguía imaginar cual podía ser.
—¿Te encuentras bien Paula?
—No. No estoy bien Pedro, pero lo estaré —al ver que se disponía a decir algo, alzo una mano—. Dejémoslo así. ¿Quieres ir a buscar a mi hermano, por favor? Creo que deberíamos empezar a comer ya. Así podremos dejar a Rodrigo en el hogar antes de que se canse demasiado.
—Si eso es lo que quieres —se encogió de hombros.
—Sí.
Para cuando Rodrigo se sentó a la mesa Paula se había quitado el suéter. O la temperatura ambiente había subido de golpe o estaba hirviendo de furia y de frustración. Más bien se trataba de lo último. Frente a ella, veía reír a Pedro y a Rodrigo. Casi los envidió. Extendió una mano para servirle a su hermano su plato.
De repente, sin previo aviso, Pedro le sujeto la muñeca y se quedó mirando las cinco huellas rojizas que tenía en el brazo. Ya se estaban poniendo de un color amoratado.
—¿Como te has hecho esto?
—No lo sé. Me golpearía accidentalmente con algo.
—Sentarse debajo del árbol —pronunció en aquel momento Rodrigo, recogiendo su plato.
—Sí, siéntate debajo del árbol —le dijo Paula—. Se está más fresco ahí. Yo me sentaré a tu lado.
Pero antes de que pusiera seguir a Rodrigo, Pedro se inclinó para examinarle detenidamente las marcas del brazo.
—Son huellas de dedos. ¿Fue Mariano?
Hizo la pregunta en voz baja para que Rodrigo no pudiera oírlo, pero a Paula no le pasó desapercibido su tono de furia.
—Ya te he dicho que no sé cómo me lo hice, pero estoy segura de que no son los dedos de nadie. Me habría acordado —se aparto de él y se reunió con Rodrigo. Sabía que Pedro no la creía. Y ella no podía consentir que se entrometiera en su vida. Ya tenía bastantes problemas.
Pedro se sentó a su lado. De vez en cuando, sus rodillas se rozaban. Era tanta la tensión sexual, que Paula apenas probó bocado.
Cuando sonó su móvil suspiro de alivio, agradecida por aquella distracción. Era Matilda.
Parecía preocupada.
—Mi cuñada Penny Washington acaba de llamarme —le explico su amiga—. Ya sé que no la conoces pero trabaja de enfermera en el hospital general Mercy y necesita hablar contigo.
—¿Hablar conmigo de qué?
—No lo sé muy bien. Lo único que me ha dicho es que es algo que tiene que ver contigo, con tu marido y con una amiga suya que ha muerto asesinada.
—¿Esa amiga era Karen Tucker?
—Sí.
Pedro había dado un respingo en el instante en que oyó mencionar el nombre de la víctima.
Paula se levantó para alejarse unos metros, pero él la siguió, mirándola fijamente mientras hablaba.
—¿Tienes el número de Penny?
—Sí, pero no quiere hablar contigo por teléfono. Dice que necesita verte.
—¿Tiene todo esto algo que ver con el asesinato?
—Supongo que sí, pero no lo sé con seguridad. Intenté que me dijera más cosas, pero estaba tan afectada por la muerte de su amiga que no quise presionarla.
—Entonces dame su dirección. Ahora mismo estoy en el parque con Rodrigo, pero iré para allá tan pronto como lo deje en el hogar —apuntó en su libreta el nombre de la calle. La mano le temblaba tanto que le salió una letra casi ilegible.
—¿Quien era? —le pregunto Pedro tan pronto como la vio cortar la comunicación. Después de escuchar las explicaciones de Paula, su expresión se tornó sombría.
—Llámala otra vez. Quiero hablar con ella.
—No va a decirte más de lo que ya me ha dicho a mí.
—Tal vez sí. Llámala por favor.
Soltando un suspiro de frustración, marcó el número de Matilda y le tendió el móvil. Durante los minutos siguientes, pudo observar fascinada como se sumergía en su papel de inspector frío y profesional, se abismó completamente en la conversación, paseando sin despegar la mirada del suelo. Había madurado mucho desde los días en que trabajaba en la campaña electoral de su padre, aunque seguía conservando aquel juvenil aire de desafío, como si quisiera comerse el mundo.
Paula recordaba perfectamente aquella última noche de hacia nueve años, antes de que abandonara Shreveport para volver a la universidad de Nueva Orleáns, cuando Pedro la invitó a dar una vuelta en su moto. Había aceptado sin vacilar, enamorándose tan locamente de él que habría sido capaz de hacer cualquier cosa si se lo hubiera pedido.
Los había sorprendido una tormenta de verano y para cuando consiguieron llegar al apartamento situado encima del garaje, estaban completamente empapados. Pedro había empezado a quitarse la ropa antes incluso de entrar y luego había proseguido con la de Paula.
Los recuerdos la asaltaron como una venganza, tan frescos y vivos que casi podía sentir sus manos deslizándose debajo su falda y de sus bragas. Podía sentir sus besos, húmedos con sabor a sal, brutalmente posesivos. Podía escuchar sus jadeos mientras alcanzaba el clímax un segundo después de que ella descubriera el más puro y exquisito delirio del placer.
Se apoyó en el tronco de un árbol. Tenía el corazón acelerado como si acaban de correr una carrera. Se dijo que no debería pensar esas cosas. Toda su relación se reducía solo una aventura de una noche, nueve años atrás. Ya lo había superado. Era el problema al que se estaba enfrentando ahora lo que volvía tan potentes aquellos recuerdos.
—Comete tu pollo, Paula. Comete tu pollo —Rodrigo le señaló el plato de comida.
—Tienes razón. Tengo que comer —solo que su estómago se rebelaba ante la sola mención de la comida. Fingió comer para aplacar a su hermano mientras esperaba que Pedro volviera a sentarse con ellos. Cuando lo hizo tenía una expresión ceñuda, preocupada—. ¿Te ha contado Matilda algo más?
—Nada que tenga mucho sentido.
—Espero que pueda averiguar más cosas cuando la vea.
—No hay ninguna razón para que veas a Penny Washington. Ya se lo he dicho yo a Matilda. No pienso involucrarte en esta investigación.
—No era eso lo que pensabas ayer.
—Ayer no tenía más remedio. Hoy sí.
—No seas ridículo. Su cuñada desea verme, y yo voy a ir.
—Ridículo. Ridículo. Ridículo.
Al parecer, la palabra intrigaba y fascinaba a la vez a Rodrigo. La repetía sin cesar en voz baja mientras daba vueltas al tenedor en su plato.
—Paula, esta es una investigación por asesinato —le dijo Pedro a Paula, tomándole una mano—. Lo que quiere decir que nos las estamos viendo con un peligroso asesino No se trata de ningún juego.
—Lo sé perfectamente. Escúchame tú ahora. Lo que Penny tiene que decirme está relacionado con mi marido, y yo quiero saberlo.
—¿Sabes que a veces encarcelamos a la gente por entorpecer este tipo de investigaciones?
Paula extendió entonces las manos hacia él, juntando las muñecas.
—¿Llevas unas esposas a mano?
Pedro sacudió la cabeza mirándola como si hubiera perdido el juicio. Y quizá lo había perdido, pero en aquel preciso instante no podía importarle menos. Su nombre y su número de teléfono habían sido encontrados entre las ropas de Karen Tucker. Su marido había recibido catorce llamadas de la víctima durante las últimas semanas. Pese a lo que pudiera decir Pedro o el propio Mariano, ya estaba involucrada en aquel caso.
—¿Por qué haces esto, Paula?
—Porque estoy cansada de ser la única persona que no sabe lo que le pasa a mi marido. Y ahora, si quieres acompañarme, serás bienvenido. Pero pienso ir a ver a esa mujer.
Había perdido completamente el apetito. Pedro no. Después de terminar su plato, condujo de regreso al hogar residencial de Rodrigo y luego fueron juntos a ver a Penny Washington.
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