sábado, 1 de junio de 2019

MELTING DE ICE: CAPITULO 8




Paula oyó los neumáticos sobre la grava del camino de entrada.


—Uno —murmuró poniéndose en pie.


A continuación, escuchó que se cerraba una puerta.


—Dos —añadió tomando la copa de vino entre sus dedos.


Pisadas en el porche.


—Tres —murmuró sintiendo que el corazón comenzaba a latirle aceleradamente.


¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!


—Cuatro —siguió contando mientras abría la puerta.


El trueno.


Paula sonrió con serenidad y le ofreció la copa de vino a Pedro.


Pedro se quedó mirándola alucinado.


—Pasa, hace frío —le indicó Paula.


Pedro aceptó la copa.


—Vamos al salón. Tengo la chimenea encendida —añadió Paula girándose y avanzando por el pasillo.


Pedro entró, cerró la puerta y la siguió.


Intentando mantener el control, Paula se acercó a avivar el fuego y, a continuación, tomó su copa de vino y se la llevó a los labios.


Pedro tardó veinte segundos en aparecer en el salón.


Paula le dio otro trago al vino y lo miró a los ojos. Había cuidado mucho su apariencia y no le importaba que Pedro la estuviera mirando, pero estaba algo nerviosa.


Tras someterla a un buen escrutinio, probó el vino.


—¿Está bueno? —le preguntó Paula.


Pedro asintió.


A continuación, Paula se quedó mirándolo mientras Pedro se paseaba por la habitación. 


Paula pensó que parecía un animal salvaje marcando su territorio. Se paraba a menudo, estudiando todos los objetos: un tigre de madera, un torso desnudo que tenía, un par de fotografías familiares…


Cuando se giró hacia ella, se fijó en las velas que había en la mesa y también en la fuente de queso y aceitunas, en las diferentes salsas y en las tostadas de pan crujiente.


Paula tomó aire.


Era todo o nada.


Pedro no la miró hasta no haber completado la inspección de la habitación. Fue entonces cuando se paró junto al sofá y con las cejas le pidió permiso para sentarse.


Paula asintió.


Al verlo sentado, le dio otro trago a la copa de vino y, a continuación, la dejó sobre la mesa.


—Veo que te has tomado molestias para que estuviera todo muy bonito —comentó Pedro—. Vino, comida, velas —añadió mirándola.


«Tú», pensó recorriendo su cuerpo con la mirada.


—Ha sido un placer —contestó Paula.


—Tu columna.


Paula asintió. La segunda columna que había escrito era una manera de llamar su atención. 


No había sido aquél el único motivo, pero alguien tenía que dar el primer paso. Habían pasado cinco días desde que se habían besado y Paula pensaba que un hombre razonable no aparecía en casa de una, se enfadaba, luego la besaba y la ignoraba para terminar.


Pedro frunció el ceño y se echó hacia atrás en el sofá, colocándose las manos en la nuca.


—Paula, no estamos hablando de cotilleos de vecinos. Esto es muy serio.


—Es muy serio.


—Estamos hablando de blanqueo de dinero y de chantaje. No puedes ir por ahí diciendo estas cosas sin tener pruebas.


—Tengo pruebas —contestó Paula—. Sé que cuento con el respaldo de mi confidente.


—Faltan menos de tres semanas para las elecciones —le recordó Pedro—. ¿Tú crees que te van a respaldar antes de ese tiempo?


Paula se sentó en el suelo y se apoyó en la mesa.


—¿Te puedo hacer un par de preguntas sobre tu relación con Scanlon? Por favor, no te enfades conmigo. Simplemente, contesta. Es importante.


Pedro asintió.


—La primera pregunta es ésta: ¿tienes negocios, me refiero a negocios ilegales, con la consultoría fiscal de Mario Scanlon? La segunda es: ¿está declarando las contribuciones económicas que tú estás aportando a su campaña electoral?


Pedro abrió la boca para hablar, pero Paula levantó la mano para interrumpirlo.


—Hay una última pregunta. ¿Te está chantajeando?


El disco de Pink Floyd se había terminado y había saltado el siguiente, que era de rock duro. 


Pedro hizo una mueca de disgusto, pero Paula no se movió del sitio porque quería verle bien la cara cuando contestara a sus preguntas.


—No, supongo que sí y no —contestó Pedro muy seguro de sí mismo.


«Menos mal», pensó Paula.


No se había dado cuenta hasta aquel momento de lo importante que era para ella saber que aquel hombre era noble y honrado y que había llegado hasta donde había llegado con la integridad intacta.


Y era muy importante porque en aquellos momentos lo que había entre ellos no era solamente su casa, un beso y el asunto de Mario Scanlon. En aquellos momentos, Paula sabía sus secretos más íntimos y su pasado le había llegado al corazón.


Pedro la estaba mirando con el ceño fruncido.


—¿Por qué no vienes a sentarte aquí conmigo y me cuentas exactamente qué tienes en esa cabecita? —le dijo.


—Muy bien —contestó Paula.


—Pero, por favor, primero quita esa música —le suplicó Pedro señalando la cadena de música.


Paula sonrió.


—Me encanta la música.


—Si a eso le llamas música, claro… —suspiró Pedro—. Por cierto, ¿te has dado cuenta de que tienes la radio de la cocina a todo volumen?


Paula seleccionó unos cuantos CDs de música tranquila y bajó el volumen. A continuación, recuperó su copa de vino y se sentó en el sofá.


—Lo siento, es una costumbre —se disculpó acercándole la fuente de comida—. Mis padres eran sordos.


Pedro la miró sorprendido.


—Lo primero que solía hacer mi madre cuando se levantaba por las mañanas era encender todos los equipos de radio y de televisión que teníamos. No quería que yo creciera en una casa demasiado silenciosa —añadió riéndose—. Y mi padre bailaba conmigo, bailábamos por toda la casa, intentando arrastrar a mi pobre madre con nosotros.


Pedro probó las aceitunas.


—No te preocupes —se rió Paula—. La sordera no les impidió hacer una vida completamente normal. A mí, tampoco.


—Pero tú no eres sorda….


—No, no es genético. La madre de mi padre tuvo rubéola estando embarazada y mi madre tuvo meningitis con tres meses.


—Creía que tu padre…


—Sí, mi padre murió hace poco más de un año —le dijo Paula intentando apartar aquel doloroso recuerdo de su mente—. Mi madre sigue viviendo en Mackay, al sur —añadió mojando un trozo de pan en aceite.


Durante muchos meses había sido incapaz de pensar en su querido padre sin llorar. Desde que la habían despedido, había ido empezando a aceptar poco a poco el dolor y la injusticia de haberlo perdido tan pronto.


Jamás se perdonaría a sí misma haber tomado un solo día de vacaciones cuando había muerto.


Aquello era lo que solía hacer, esconderse en el trabajo para no encarar la vida, pero ya estaba harta de huir.


—¿Sabes hablar con las manos? —le preguntó Pedro.


Sus palabras la sacaron de sus pensamientos y, sin darse cuenta, Paula dejó caer el pan en la mesa. Pedro se apresuró a limpiar el aceite con una servilleta de papel.


—Gracias. Esto es también resultado de haberme criado con padres sordos. Soy increíblemente torpe. Es porque estoy acostumbrada a estar siempre atenta por si tengo que hacer señales con las manos rápidamente. Por ejemplo, por si mi madre iba a pisar el rabo al gato. Cuando sucedían cosas así, había que soltarlo todo y hacer el signo —le explicó abriendo las dos manos—. Esto quiere decir «¡stop!».


Pedro se reclinó en el brazo del sofá y sonrió.


Paula sintió que el corazón le daba un vuelco. 


Era la primera vez que veía una sonrisa en aquel rostro. Aquella sonrisa era de lo más prometedora y Paula se encontró pensando que podría quedarse mirándola toda la noche.




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