jueves, 20 de junio de 2019

CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 1




Paula Chaves estaba dispuesta a lanzarse contra cualquiera que dijera que el futuro era prometedor. Varias veces había tenido que contenerse para no salir a la calle y empezar a increpar a los obreros de la ampliación de la carretera. Otras veces deseaba simplemente elevar la vista al cielo y dejar que las lágrimas le resbalaran por las mejillas. Más tarde o más pronto tendría que afrontar lo que no deseaba afrontar: un futuro incierto. O peor, la negación de su pasado.


Su hermana, Luciana, sus dos mejores amigas y ella estaban prácticamente solas en su bar, La Tentación, abrumadas por la carta que habían recibido del instituto de patrimonio histórico. 


Ellas habían pedido que su edificio fuera declarado monumento histórico para poder salvarlo de la demolición. Pero les habían denegado la petición.


El futuro no era prometedor para ellas. Nadie podría evitar que el ayuntamiento terminara con su negocio, que llevaba veintiún años funcionando. Y todo, porque otras empresas más nuevas, y que pagaban más impuestos, habían presionado para ensanchar la carretera, una obra innecesaria según Paula.


—Esto es el fin —dijo, todavía sin creérselo—. Sabía que los del instituto de patrimonio histórico no nos harían caso.


En realidad no se dirigía a las demás, simplemente pensaba en voz alta para poder soportar mejor su tristeza. Entonces vio que todas la miraban y decidió ocuparse en algo: prepararía el cóctel de la casa, el Cosmopolitan.


Luciana y ella habían escogido ese nombre tres años antes, cuando su madre les había traspasado el bar. El nombre era irónico, ya que Kendall era un pueblo de Texas de lo menos cosmopolita.


Cuando Paula se dio cuenta de que se le había olvidado echar alcohol en la coctelera, que sólo había puesto el hielo, tuvo que admitir que estaba muy afectada por todo aquel asunto. Y corrigió rápidamente la situación añadiendo un buen chorro de vodka.


Todas parecían estar esperando a que ella dijera algo.


—El pueblo quiere una carretera más ancha, así que se terminó para nosotros —dijo todo lo suavemente que pudo—. ¿De verdad creíais que íbamos a conseguir algo?


Sirvió el cóctel y vio que las otras mujeres estaban esperando que ella las animara, que les asegurara que todo iría bien: Luciana estaba a punto de echarse a llorar, Graciela suspiró deprimida y Tamara parecía más nerviosa que otra cosa.


Ninguna de ellas parecía sentir tanto como Paula la pérdida de aquella forma de vida que su familia había mantenido durante dos décadas. 


Paula estaba furiosa y destrozada a la vez.


Le sorprendía ver a Luciana conteniendo las lágrimas. Su hermana nunca lloraba, era la roca de la familia, la estable... la antítesis de ella, en resumen. Su hermana, seis años mayor que ella, era inteligente, calmada y responsable. Era la buena chica.


Paula era todo lo contrario. Su pelo rubio y sus ojos verdes podían hacerla parecer angelical al principio, pero su actitud y su increíble habilidad para meterse en problemas la convertían en un pequeño diablo.


Ni siquiera en su vida adulta había logrado que los demás la vieran de forma más positiva. 


Todos la consideraban la rebelde, la chica mala. 


Su madre la había apodado «la salvaje» cuando, con tres años, había intentado escaparse por la ventana de su dormitorio para no ir al colegio. 


Luciana había sido quien la había agarrado de los pies y la había vuelto a meter en la casa.


Pero nada iba a salvar a Paula del fin de su forma de vida, y sería más difícil soportarlo si Luciana se derrumbaba, como sugería el temblor de su mano.


—¿Cómo vamos a explicarle esto a mamá? —preguntó Luciana, desesperada.


Si Luciana no sabía qué hacer, las cosas estaban realmente mal. Y Paula no estaba dispuesta a aceptarlo. Enarcó una ceja y lanzó una mirada desafiante a su hermana.


—¿No eras tú la que tenías fe en el sistema, cariño?


Su hermana se puso rígida, justo lo que Paula deseaba. Cuando ella lanzaba un ataque así, lograba que la gente cambiara de estado de ánimo al momento, sobre todo que se enfadara. 


Había empleado esa técnica toda su vida como mecanismo de defensa y siempre funcionaba a la perfección. También resultó en aquel momento.


Luciana adoptó una expresión de determinación y arrugó la carta.


—Sí, la tenía, pero esto no es justo. ¿Cómo pueden arrebatarnos esto, que es nuestra vida?


Paula suspiró aliviada. Con una Luciana derrotada no podía, pero con una enfadada, sí.


Todas se pusieron a hablar, pero Paula no les prestó atención. Nadie iba a perder tanto como ella: su negocio, su trabajo, su forma de vida... hasta su hogar.


De acuerdo, las tres minúsculas habitaciones encima del bar no eran un hogar espectacular, pero eran su hogar. A ella le encantaba retirarse a aquel mundo privado y escuchar los sonidos del viejo edificio por la noche, como si se quejara de achaques de la edad.


Se despertaba todas las mañanas con el sonido de los pájaros en el jardín que había bajo su ventana. Y el tintineo de los vasos y las risas de los clientes habituales la arrullaban en las pocas noches que se tomaba libres. Paula amaba esos sonidos, al igual que le encantaba el olor a desinfectante de limón con el que limpiaban la maciza barra del bar desgastada por el uso.


Le encantaba el sonido al abrir un barril de cerveza, o cuando el hielo se fundía en la copa al servir la bebida.


Y lo que más le gustaba era quedarse en el local de madrugada, cuando el bar había cerrado, recordando los rostros y las voces de los que habían pasado por allí antes que ella: sus abuelos; su padre, que había muerto hacía ya muchos años... Ella aún podía verlo sirviendo una pinta de Guinness para un cliente mientras le explicaba con una amplia sonrisa que el néctar de Irlanda merecía la pena la espera.




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