lunes, 15 de abril de 2019

UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 19






Esteban llamó mientras estaba desayunando para preguntar si era posible que Paula se pasase por la tienda un par de horas, ya que tenía que acompañar a su novia a hacerse una ecografía. Pedro la acompañó a la ciudad. Ella estaba callada, pero no insolente, y él había estado dándole vueltas a algunas ideas de marketing que quiso compartir con ella.


—¿Qué es lo que estás haciendo? —le preguntó después de que una clienta saliese con un par de pendientes de perlas que le habían costado muy baratos.


—Ganarme la vida —contestó ella.


Pedro paseó por la pequeña habitación.


—¿Es el éxito o el fracaso lo que te da miedo?


—No me importaría llamar un poco la atención —dijo Paula.


—¿Por qué viniste aquí? ¿Por qué a Port?


Ella se rascó el cuello y se encogió de hombros.


—Porque fue donde paré.


Tomó un paño y un frasco de limpia cristales y salió de detrás del mostrador. Iba vestida con unas mallas por debajo de la rodilla, sandalias de tacón alto, una túnica color marrón claro con mangas voluminosas y una enorme rosa de seda de color naranja prendida de la solapa.


Pedro no sabía por qué siempre se fijaba en su atuendo.


—¿De qué estabas huyendo? —insistió.


Paula fue hasta la vitrina que había en la otra punta de la tienda y le dio la espalda.


—Estaba prometida.


Él recordó haber visto algo en un programa de televisión y haberse preguntado si sería verdad.


—Estaba prometida a alguien que estaba convencido de que era la hija de Horacio y, por lo tanto, su heredera.


—Ya me acuerdo —murmuró él, y la vio sonrojarse.


—Recuerdas el escándalo —comentó Paula sin mirarlo.


Pedro se dio cuenta de que no estaba dolida, sino más bien, avergonzada.


—Los medios de comunicación hicieron su agosto —siguió ella—. Algunos titulares fueron muy divertidos. Hasta me habrían hecho gracia si… —fue hacia otra vitrina—. ¿Sabes que me pidió que le devolviese el anillo de compromiso? No paró hasta que Horacio le dijo a Ramiro que fuese a verlo.


Pedro suspiró.


—Tuviste suerte al librarte de el.


Paula puso los ojos en blanco y dejó de sonreír.


—Me cansé de aquello. Siempre soy la hija ilegítima, una cazafortunas maquinadora o la pobre idiota a cuyo novio pillaron con los pantalones bajados.


Después guardó silencio y siguió limpiando los cristales de manera vigorosa.


—¿Por qué aquí?


Ella se encogió de hombros.


—Me gusta la playa y el clima. Y está lo suficientemente lejos de Sidney como para que mucha gente no sepa que tengo algo que ver con los Blackstone —lo miró un momento y sonrió—. Y también porque aquí hay mucha gente de paso. No importa quién seas o lo que seas.


Pedro pensó que, a pesar de haber visto su fotografía en muchas ocasiones, no se había dado cuenta de lo guapa que era hasta que la había tenido delante. En esos momentos, era consciente de que contenía la respiración cuando la oía bajar por las escaleras por la mañana, preguntándose con qué mezcla de tejidos y colores lo sorprendería.


Le tendió la mano.


—Ven aquí.


La llevó fuera y señaló el letrero borroso que colgaba encima de la puerta.


—¿Qué pone ahí?


—Paula Chaves. Joyería selecta de Port Douglas.


—Joyería selecta —repitió él—. Ambos sabemos lo mucho que cuesta poder poner esas dos palabras después de tu nombre. ¿Es esta tienda lo que imaginabas cuando empezaste?


—La verdad es que no.


—¿Qué querías?


—Supongo que lo mismo que todo el mundo cuando empieza: quería ser la mejor.


—¿No querías que acudiesen a ti personas importantes, famosas, la realeza, coleccionistas privados? —le preguntó.


—Supongo que sí…


—¿Te habría prestado dinero Horacio Blackstone si hubiese sabido que sólo ibas a llegar a esto?


—¡Eh! —exclamó ella con ojos brillantes.


Pedro se preguntó si no seguiría enfadada después de su conversación de la mañana.


—Esto no es suficiente. Ni la tienda, ni el lugar en el que está.


Volvió a conducirla al interior.


—Tienes los contactos, Paula. Si los Blackstone no te ayudan, invierte en una empresa de marketing. Tal vez mi gente pueda señalarte la dirección a seguir.


Paula frunció el ceño. No estaba convencida.


—Escucha, tengo tantos encargos de la campaña de febrero, que casi no doy abasto.


Pedro empezó a ir y venir por la tienda.


—Tienes que marcharte de aquí. Ir a Sidney… —la vio negar con la cabeza—. Pues a Melbourne. ¿Por qué limitarte tanto? Eres buena, Paula, eres sensacional. ¿Por qué no vas a Nueva York, o a Europa?


—En realidad, estaba pensando en mudarme un par de puertas más abajo.


Él dejó de andar y la miró.


—Hay un local libre dos puertas más abajo, casi en la esquina de los grandes almacenes. Tiene el doble de espacio y es muy moderno.


—¿Quieres ser la mejor? ¿La mejor de Port Douglas?


—Sí, ya sé que esto es un pueblucho —dijo ella con las mejillas encendidas.


—Eh, es tu carrera. Pero nadie te conocerá si no sales de tu cueva.


Ella avanzó, con la cabeza hacia atrás, los puños cerrados y los ojos brillando de ira. Y Pedro se dio cuenta de que sí, seguía dolida por lo que habían hablado por la mañana.


—No puedo ser tan mala —le dijo—, ya que casi me rogaste que trabajase para ti.


—No fue idea mía —le confesó Pedro—. De hecho, yo intenté convencer al cliente de que no te dejase acercarte a ese diamante.


Aquello fue como una patada en el estómago.


Por la mañana, Pedro había escogido sus palabras con cuidado para ponerla en su sitio. 


Paula no tenía derecho a hacerle preguntas, ni debía esperar nada de él.


Pero aquello había sido un duro golpe que había llegado sin previo aviso. Al ver la expresión de su rostro, Paula se dio cuenta de que Pedro no había querido decírselo.


Así que Pedro Alfonso no estaba allí porque ella fuese la mejor diseñadora del lugar. Se sintió abatida y palideció.


¿Qué esperaba? ¿A quién quería engañar? 


Pedro tenía razón: esa tienda no era lo que siempre había imaginado. Era patética. Horacio le había prestado el dinero, pero siempre había insistido en que tenía que volver a Sidney y pensar seriamente en su carrera.


Pedro tomó aire y abrió la boca para hablar, pero ella tenía que hacerlo primero, antes de derrumbarse.


—¿Quién es tu cliente? —le preguntó.


—Paula, lo que importa es que ahora confío por completo en ti.


—¿Y no puedo saber quién me ha contratado?


Él negó con la cabeza.


—Lo siento.


Al menos, podía preguntar sobre la mujer para la que estaba haciendo el collar.


—¿El diamante no es para tu novia?


Pedro apartó la mirada.


—Tú lo diste por hecho, y yo preferí no corregirte.


Ella había estado sintiéndose culpable, pensando en aquella novia. Había pensado que ella era sólo una diversión mientras Pedro estaba allí, solo, aburrido y caliente.


Su madre siempre le había dicho que no pasaba nada por cometer errores, siempre y cuando se aprendiese de ellos. Pero era evidente que la traición de Nico no le había servido para aprender a juzgar a los hombres. De todos modos, sólo conocía a Pedro desde hacía poco más de una semana. No solía acostarse con nadie tan pronto.


Y no sabía si iba a ser capaz de mantenerse alejada de su cama.




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