lunes, 8 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 45




La vida nunca le había parecido más triste, pensó Pedro mientras se rehacía un poco.


—¡Guau! Menudo puñetazo —dijo Simon.


—¿Es que no vas a ir detrás de ella? —preguntó Belen incrédula.


—No creo que pueda —intervino Ana mientras ayudaba a Guillermo a conducir a su maltrecho hermano a un sillón.


Pedro se tumbó en los cojines, hundido en la pura desesperación.


—Todo ha terminado. Lo he intentado, y ella no ha querido ni oírme.


—¿Y qué querías? —replicó Ana—. Si hubieras intentando semejante truquito conmigo, ahora estarías muerto, te lo aseguro.


—¡Pero Paula es majísima, mamá! Y a Pedro le gusta… Y a ella le gusta él —intervino la casamentera de su hija mayor.


—Me parece que ya no —observó Guillermo.


—Es que no lo ha intentado de verdad. Venga, tío Pedro, no puedes dejarla escapar. A nosotros también nos gusta mucho —Belen le tiró de la manga. Queriendo obligarle a que se levantara.


—Chicos, subid a vuestras habitaciones ahora mismo —les ordenó Ana.


—Buena idea —apostilló Guillermo—. Será mejor que no veáis esto: vuestra madre la va a emprender con el pobre tío Pedro.


—Guillermo… —Ana lanzó a su ex una mirada de advertencia—. Tú también deberías irte a casa. 


Pedro y yo tenemos que hablar… A solas.


De lo único que tenía ganas el joven era de irse a su casa a lamerse las heridas. Sabía que si se quedaba, Ana les echaría sal y vinagre, añadiendo a su tormento uno de sus famosos sermones. Por desgracia, estaba tan abatido que ni fuerzas le quedaban para salir corriendo.


Ana se puso manos a la obra en cuanto se quedaron solos.


—Así que la quieres, ¿no?


Pedro se limitó a asentir con la cabeza.


Ana se cruzó de brazos y se sentó en el sofá.


—Teniendo en cuanta la forma en la que irrumpió cuando llegué, fregona en ristre y dispuesta a defenderte, yo diría que ella también te quiere.


—Me quería —la corrigió Pedro.


—Te quiere —insistió Ana—. ¿Por qué te crees que se ha enfadado tanto? He leído por ahí que solo te pones furioso con la gente que te importa de verdad.


—No creas todo lo que lees. La mayoría de los escritores no tienen ni idea de lo que están hablando, y el resto simplemente mienten. Y yo debería saberlo… En cualquier caso, Paula buscaba al Hombre Perfecto, y yo no doy la talla. No creo que pudiera soportarme.


—Ya estás exagerando otra vez. No creo que se trate de ser perfecto, sino de esforzarte por corregir algunos errores.


—¿Y por dónde sugieres que empiece? —preguntó intrigado. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de conseguir que Paula le perdonara.


—A mí me parece que has olvidado una cosa primordial: lo importante no es el dinero, Pedro. Pero, ¿de verdad piensas que el dinero da la felicidad, o la seguridad?


Algo parecido. Tenía que reconocer que durante mucho tiempo se había movido según ese principio. Sin embargo, cuando Ana lo formulaba parecía… Miserable.


—Pues tendrás que crecer, hermanito. Puedes llegar a reunir un tesoro, y seguir siendo tan patético como te ves ahora si no consigues retener a tu lado a la persona que de verdad te importa. La única seguridad que puedes obtener en este mundo es la que te da el amor y la familia. Y esa es la primera lección que debes aprender si quieres salir del lío en el que te has metido.


Ana tenía toda la razón. ¿Acaso ellos dos no se ayudaban en cualquier circunstancia? ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Estaba tan obsesionado por el éxito material que había mentido a miles de personas, aunque sabía perfectamente que hacía mal. Y lo peor de todo era que había mentido a Paula.


—¿Y qué hago ahora?


—Tendrás que arreglarlo todo —le advirtió Ana muy seria—. Y ni se te ocurra hacerlo a base de sobornos y chantajes. Si de verdad quieres a Paula, no puedes consentir que salga de tu vida, no sin luchar con uñas y dientes al menos. Ve en su busca, Pedro. Si no lo haces, nunca te lo perdonaré. Además, será mejor que lo hagas si pretendes seguir viniendo a cenar a esta casa.


—Dijiste que no valían los sobornos…


—Yo puedo chantajearte, tú a mí no. Pedro, si no vas detrás de ella, tú mismo no te lo perdonarás nunca.


—Lo sé… Ahora mismo me siento fatal. No soy capaz ni de mirarme a la cara.


—Por supuesto, ¿qué esperabas? —Ana estaba siendo implacable—. Entonces, ¿a qué estás esperando?


Fue como si le quitaran un enorme peso del pecho. Poco a poco se normalizó el ritmo de su respiración, aún difícil debido, en buena medida, al impacto que había sufrido en pleno diafragma.


—Tienes razón: la quiero y voy a intentar que vuelva.


Una algarabía de aplausos y exclamaciones estalló en el piso de arriba.


—Niños, ya os he dicho que os quedéis en vuestros cuartos…


—¡Ya vamos! —respondieron a coro.


Pedro se echó a reír, lleno de esperanza. La llamaría inmediatamente. No, tenía que ir en persona a buscarla.


Chicago no estaba tan lejos: podía reservar una plaza en avión para aquel mismo día. En cuanto llegara, decidió, acamparía a la puerta de su apartamento hasta que consintiera en escuchar sus razones. No… lo que iba a hacer era demostrarle que había cambiado, que era otra persona.


Puede que no fuera perfecto, pero sí lo suficientemente sincero y razonable como para admitirlo. Y pensaba esforzarse lo que hiciera falta para cambiar.


Pedro marcó el número del aeropuerto. Si le daba tiempo a llegar al próximo vuelo, aquella misma noche estaría en Chicago… por desgracia, tras pasarse un buen rato al teléfono, enseguida fue evidente que no quedaba ni un solo billete.


—Bueno, siempre puedes llamarla… —propuso Ana.


—Me colgaría sin darme tiempo a decirle nada. Tengo que ir en persona. Siempre puede cerrarme la puerta en las narices, pero… Al final no le quedará más remedio que escucharme… lo que pasa es que no sé cómo voy a llegar hasta allí.


—¡Pues en coche! —gritó Kevin desde el piso de arriba.


—¡Niños!


—No, Ana, tiene razón. Iré en coche: si salgo ahora mismo y no me paro, podré llegar…


—Hecho polvo —le interrumpió su hermana—. No solo deberías parar varias veces, sino incluso dormir por el camino. No puedes hacerlo de un tirón a no ser que te turnes con otra persona.


—¿Vendrías conmigo? —le imploró. Sabía que le estaba pidiendo un gran favor, pero estaba absolutamente desesperado.


—¡Pero si acabo de llegar a casa! Además, ¿qué hacemos con los niños?


—Se lo puedo pedir a Guillermo —Pedro salió disparado de la sala de estar. Cuando abrió la puerta de entrada, se chocó con alguien que estaba entrando en ese momento.


Flasher y Pedro se miraron aturdidos.


—¡Dios mío! ¿Qué pasa ahora? ¿Habéis vuelto a incendiar la cocina? —preguntó el fotógrafo extrañado.


—¡Flasher! ¡Gracias a Dios que no te has ido! —Pedro le asió por los hombros y le dio un abrazo tan fuerte que le hizo crujir todos los huesos.


—Si hubiera sabido que iba a tener este recibimiento, habría vuelto mucho antes —bromeó.


—Perdonad… —desde el umbral, Ana miraba extrañada a los dos hombres.


—Ana, este es Flasher, Flasher, esta es Ana, mi hermana.


—No encuentro tu chaquetón —dijo Ana.


—¿Qué? —preguntó Flasher extrañado.


—Haz el equipaje. Regresas a Chicago —le explicó Pedro.


—¿Y eso? ¿Qué pasa con el reportaje? ¿Dónde está Paula?


—Se ha ido —dijo Pedro—. No te preocupes, te lo explicaré todo por el camino. Salimos dentro de media hora.


—¿Te vienes en avión conmigo?


—No, nos vamos los dos en coche.


—¡Yupiiii! —gritaron los niños bajando las escaleras de tres en tres.


Se produjo un momento de terrible confusión: Pedro besó a Ana en la mejilla, abrazó a los niños y solo se detuvo cuando se encontró delante los labios de Flasher.


—Ya estoy comprometido —dijo.




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