sábado, 27 de abril de 2019

AMORES, ENREDOS Y UNA BODA: CAPITULO 22




Eligió un vestido, no para agradarle, sino porque era el que siempre había llevado en ocasiones parecidas. Era el típico vestido negro sin mangas, por encima de la rodilla y con una fila de cuentas en el bajo. Luego se intentó recoger el pelo, aunque sin éxito, ya que no podía colocarse las horquillas y el pelo se le deslizaba una y otra vez por la espalda.


—Si no estás lista en treinta segundos, entraré para ayudarte.


La voz que provenía desde la otra habitación hizo que tirara el cepillo y que se echara un último vistazo en el espejo.


Cuando entró en el salón, decidió mirar a todas partes, menos a Pedro, lo que resultaba bastante difícil, ya que era una habitación bastante pequeña y él era un hombre muy corpulento.


—Conozco muchas mujeres…


—Estoy segura de que sí —le interrumpió ella.


—… que te envidiarían por ser capaz de producir este resultado en cuestión de minutos.


Paula parpadeó y tragó saliva. Se olvidó de que había decidido no mirarlo a los ojos, que tenían un brillo más intenso que de costumbre.


De repente, la sensual expresión que tenía en el rostro cambió para recobrar su habitual severidad y se dirigió hacia la puerta.


—Es hora de que nos vayamos.


Muy cerca, aunque sin tocarla, la acompañó al coche.


—Tienes más espacio para las piernas en este coche que en el mío — comentó Paula mientras se sentaba en la tapicería de cuero. El coche era un deportivo, el tipo de automóvil que todo el mundo se volvía a mirar.


Pedro se sentó a su lado y no pareció hacer ningún caso del comentario, aunque interceptó la mirada furtiva que Paula le echó a las piernas.


—A mí también me gustan tus piernas —afirmó él con una voz profunda. Paula sintió cómo se le erizaba el vello de los brazos y emitió un grito sofocado cuando se volvió a mirarlo. Ella se sentía como si fuese a saltar por un acantilado. Pedro extendió una mano y le acarició la barbilla. Paula apoyó la mejilla en la palma de la mano de él.


—No tenemos que ir a cenar —sugirió y aquella invitación tan sugerente deshizo cualquier posible resistencia. El fuego del deseo le agitaba el cuerpo como una tormenta.


La espera le resultó insoportable mientras Pedro se le acercaba para besarla.


Paula podía oír el ritmo entrecortado de su respiración, con toda la atención puesta en la boca que se acercaba para invadir la suya. De repente, todo se acabó por el claxon y las luces de un coche que pasaba.


Ella se echó hacia atrás y se puso las manos en los labios.


—Por Dios, arranca el coche —le suplicó, sin mirarlo.


Él maldijo algo en voz baja y el coche salió disparado. Paula estaba aprendiendo rápidamente a no sobrestimar su propia capacidad de resistencia o la perseverancia de Pedro. Aquello era una lección de humildad.




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