jueves, 31 de enero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 23




Pedro la miró con los ojos nublados de emoción. 


Susurró su nombre y sus labios rozaron el lóbulo de su oreja antes de deslizarse por su mejilla. 


Paula, encendiéndose con el contacto, se recordó que debía ser cautelosa. En ese momento, Pedro dio un respingo al notar una mano en el hombro. Se detuvo y Paula alzó los ojos hacia un hombre al que no reconoció.


—Bill Greene —saludo Pedro. Dejando una mano alrededor de su cintura, soltó la mano de Paula y dio un apretón al brazo del hombre.


La memoria de Paula hizo un viaje al pasado y deseó que se la tragara la tierra. Bill Greene era uno de los compañeros de fútbol de Pedro. Bill miró a Paula y un destello de comprensión iluminó su rostro.


—Esta no será... —la recorrió de arriba abajo con la mirada, deteniéndose en su pecho y en sus caderas, y volvió a su rostro—. No será la Francesita —sonrió lascivamente—. La Francesita y Pedro Grandón. Increíble.


—Tranquilo —dijo Pedro—. Ya somos adultos, Bill. Supongo que te acuerdas de Paula —la miró tenso—. Bill y yo jugábamos juntos al fútbol.


—Lo recuerdo —dijo Paula.


—Mi turno, Pedro —Bill agarró la mano libre de Paula—. No te importa, ¿verdad? —la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí.


—¿Te parece bien? —preguntó Pedro, con expresión seria. Aunque Paula deseaba seguir con él, asintió y permitió que Bill se la llevara.


—No pude evitarlo —dijo Bill—. Te has convertido en una mujer bellísima, Paula.


—Gracias —dijo ella, intentando mantener cierta distancia entre sus cuerpos.


—Y veo que te interesan los niños —dijo él, burlón. Ella se puso tensa. Tras unos giros, la canción acabó y Paula, pillándolo por sorpresa, se liberó de sus brazos.


—Perdona, Bill. Tengo que ir al baño.


—De acuerdo —dijo él con desilusión.


Cuando se alejaba a toda prisa, oyó otra voz que la llamaba entre la multitud. Se dio la vuelta y vio a una mujer regordeta, vagamente familiar, que corría hacia ella.


—Lorraine Kaminski —exclamó, poniendo las manos en sus hombros—. La misma de antes, pero con algunos kilos más.


—Lorraine —Paula sonrió con cariño—. ¿Como te ha ido?


—Muy bien, Paula... y veo, con asombro, que a ti también.


—¿Con asombro? —el comentario heló los agradables recuerdos de Paula.


Lorraine movió el hombro, señalando a Pedro en la distancia. Paula, desalentada, intentó esbozar una sonrisa amable.


—Ah, ya entiendo.


—Tú sí, pero yo no. ¿Qué haces con Pedro Alfonso? Es la última persona del mundo con la que habría esperado verte —se volvió y miró a su alrededor—. ¿Dónde está Marina?


—Vendrá más tarde, creo —replicó Paula con una sensación desagradable. Pedro y ella. 


Increíble. ¿Qué otra cosa podía esperar? Se preguntó si la gente reaccionaría así para siempre.


—No te culpo —dijo Lorraine, como si se arrepintiera de su comentario—. Es tan guapo... y tan popular.


Paula dejó de prestar atención a la conversación, y en cuanto tuvo oportunidad se excusó y huyó. Pedro, viéndola, agarró su mano.


—¿Qué pasa?


—Por mucho que nosotros intentemos olvidar el pasado, la gente no lo hará —se apartó de él.


—Bill solo es una persona, Paula.


—No es solo Bill. Acabo de recibir el mismo trato de mi vieja amiga, Lorraine —recordó la conversación—. Dales un poco de tiempo, Pedro, acabarán todos cotilleando en el pasillo.


—Vamos a tomar el aire —dijo él. Entrelazó los dedos con los suyos y la llevó hacia la puerta.


La noche era fresca y Pedro atrajo a Paula y acarició sus brazos helados. Solos en la oscuridad, puso una mano bajo su barbilla y alzó su rostro.


—¿Qué puedo decir, Paula? ¿No podemos tomárnoslo a risa e ignorarlo?


—No es tan fácil. Y tú lo sabes.


—¿Qué es más importante? ¿Los comentarios idiotas de la gente... o nosotros? Nuestra amistad. Sabes lo que siento por ti.


—Puede que mi reacción sea exagerada, pero...


Sin dejarla acabar, Pedro buscó sus labios y ella aceptó los suyos. Le acarició los brazos y los hombros, después puso una mano en su espalda y la atrajo hacia sí. Ella dejó escapar un suspiro.


Se preguntó por qué todo le parecía bien cuando estaba con Pedro. Aunque él era parte del problema, a su lado, se sentía segura y protegida Pero no sabía si llegaría a aclarar sus sentimientos y disfrutar dé la relación.


El domingo, tal y como había prometido, Pedro ayudó a Paula en la cocina. 


Decidieron no mencionar las miradas petulantes de sus antiguos compañeros y las referencias constantes al pasado de la noche anterior.


Paula había aceptado encargarse del cóctel y decidió concentrarle toda su atención. Mientras preparaba canapés, su mente rebullía con preguntas. ¿Por qué la molestaban los comentarios de los demás? Pedro había demostrado que era otro y no sabía por qué no confiaba plenamente en él.


Cada vez que sus brazos se rozaban, se le aceleraba el pulso. Cuando estaba con Derek se sentía como una niña a la que le hubieran prohibido los pasteles y fuera a llevarse uno a la boca al menor descuido.


El olor a queso, huevos y cebollinos horneados cosquilleó el paladar de Paula. Se acercó al horno y sacó las diminutas tartaletas.


—¿Puedo probar una? —preguntó Pedro.


—Están demasiado calientes —dijo Paula, levantando una de la bandeja y soplando.


—Lo soportaré —susurró él en su oído. La hizo girar y esbozó una sonrisa traviesa.


Paula alzó la tartaleta y se la puso entre los labios. Él besó sus dedos. Paula, encantada, lo contempló saborear el bocado y, cuando sacó la lengua para limpiar la última miga, tuvo que alejarse para controlar su reacción.


—¿Buena?—preguntó.


—Deliciosa. Y tú también —dio él.


Paula ignoró el comentario, lo guió de vuelta a la encimera y empezó a preparar una delicada masa con queso. Cuando acabó, Pedro la dejó caer en círculos sobre la bandeja del horno, donde se convertirían en deliciosos hojaldres. 


Paula tenía que admitir que había seguido sus instrucciones sin queja.


Le mostraba una técnica y él la duplicaba exactamente. A veces la asombraba.


—Por fin. Se acabó —dijo él, cruzándose de brazos poco después.


—No te relajes demasiado. Todavía tenemos que recoger esto—advirtió Paula.


—Llevamos horas cocinando. Ven aquí un segundo —abrió los brazos hacia ella. Ella, pensativa, no se movió.


—¿Le has dicho a Holmes que voy a ocuparme del catering para el cóctel? —preguntó.


—Lo sabe —Pedro metió las manos en los bolsillos y jugueteó con el llavero—. Él sugirió que te contratáramos.


—¿Él? —la decepción fue como una bofetada. 


Había aceptado por Pedro, no por su jefe.


—No pudo resistirse a tus encantos —dijo él, acercándose con ojos seductores.


—La próxima vez que necesites un favor, no pienses en mí —anunció Paula, dando un paso atrás. La sonrisa de Pedro se apagó.


—Pensé en pedírtelo antes de que Holmes lo sugiriera, Paula, pero no quería aprovecharme de ti. Yo... —la miró suplicante.


—Te has aprovechado, pero da igual —Paula se encogió de hombros—. Acepté ayudarte.


—Lo sé. Por eso te qui..., creo que eres maravillosa.


Su titubeo la pilló por sorpresa. Había estado a punto de decir que la quería. Su irritación se suavizó y lo miró en silencio; parecía fuerte y vulnerable al mismo tiempo.


—Vamos a recoger esto. Es tarde —dijo, empezando a aclarar cuencos y tazas y a meterlas en el lavavajillas. Él limpió la encimera con una bayeta y luego se detuvo.


—¿Tienes hambre? Yo estoy famélico.


—Casi estoy demasiado cansada.


—Vamos a pedir una pizza —dijo él, agarrando su brazo—. Mejor aún, vamos a la pizzería que hay al final de la calle —rodeó su cintura con un brazo y la atrajo hacia sí—. ¿Qué me dices?


Mirándolo a los ojos, fue incapaz de decir nada.


Miles de mariposas aletearon en su pecho. 


Asintió y él le besó la punta de la nariz.


—Vamos, dijo —sacando las llaves del coche.


Ella se lavó las manos, dejó la toalla en el respaldo de una silla y lo siguió como si fuera el Flautista de Hamelín. Diez minutos después estaban sentados a la mesa, mirando la carta.


—Sin anchoas —dijo Paula—, pero todo lo demás me gusta.


Él pidió la comida y tomó un sorbo de una jarra de cerveza enorme. Paula se recostó en la silla, disfrutando del momento, cómoda y relajada por primera vez en varios días.


—Esto es agradable. Sin lujos ni pretensiones. Solo pizza, cerveza y tú —los tentadores aromas le abrieron el apetito. Su estómago rugió y, avergonzada, puso una mano encima. Pedro soltó una risa—. Parece que el alienígena se queja —dijo.


—Ya sabía yo que tenías algún oscuro secreto —dijo él, agarrando una de sus manos—. Deberíamos irnos de aquí, a algún sitio donde nadie conozca nuestro pasado. Sin pasado, sin problemas, solo el futuro por delante.


Era una gran idea, pero Paula recordó que su plan era instalar su negocio en casa, donde todos la conocían. Alzó la mirada y asintió.


—Una bonita fantasía —dijo. Vio que la expresión de Pedro pasaba de la sonrisa al pánico.


—¡Pedro Grandón! ¡El número treinta y tres salta al campo! —gritó una voz detrás de Paula.
Paula miró al enorme y fornido extraño que levantaba a Pedro de su asiento con un gruñido. Volvió a sentar a Pedro y se dejó caer en el banco que había al otro lado de su mesa. —¿Cómo estás, tío?


—Hola —saludó Pedro sin entusiasmo, dándole una palmada—. ¿Cómo te va?


—Bien. ¿También has venido para lo del centenario? —preguntó.


—No, vivo aquí. Le compré a Marina su parte de la casa cuando mi madre murió.


—Siento lo de tu madre. ¿Cómo está Marina? —apartó los ojos de Pedro y miró a Paula. Ella le devolvió la mirada, intentando poner nombre a su rostro—. Creo que no nos conocemos —dijo.


—Esta es Paula —presentó Pedro—. Era amiga de Marina. Se graduó antes que nosotros —se volvió hacia Paula e hizo un sutil gestó de fastidio—. Paula, te acuerdas de Peter Plowver, ¿verdad? Solíamos llamarlo «Rojo».


—Rojo Plowver. Claro —por desgracia, Paula lo recordaba perfectamente.


—¿Paula? —Pete se inclinó hacia ella—. Debería acordarme de una nena como tu.


—Soy Paula Chaves —dijo ella. Al oír el nombre completo, él hizo una mueca de reconocimiento.


—¡La Francesita! —la miró de arriba abajo—. El Palillo de Pedro —miró a Pedro con una sonrisa maliciosa y se volvió hacia Paula—. ¿Quién lo habría pensado? Estás de muerte —clavó un dedo en las costillas de Pedro—. El tiempo hace milagros.


—A veces —dijo Paula, deseando que lo hubiera hecho con Pete.


—No me puedo creer que estéis sentados juntos —miró de uno a otro y soltó una carcajada que captó la atención de todo el restaurante. Paula se encogió, deseando que se la tragara la tierra.


Pete siguió mirando de uno a otro, como si viera un partido de tenis, hasta que la camarera llegó con una pizza. Entonces se concentró en la comida. Enganchó a la camarera y, mientras pedía, Pedro dirigió a Paula una mirada contrita. 


A ella se le encogió el estómago al comprender que Pete no pensaba marcharse.


De vez en cuando, el matón agarraba un trozo de salchicha de su pizza. Entre trozo y trozo, Pete se lamía los dedos y se limpiaba la boca con el dorso de la mano. Paula miró la comida, sin ganas de tomar un segundo trozo.


Cuando escaparon del restaurante, Pedro calló hasta que estuvieron sentados en el coche.


—Lamento que arruinara nuestra cena. Por favor dime que yo nunca fui tan detestable.


Paula no contestó.


—Vamos. No lo era. Es imposible —volvió a mirarla, pero ella siguió en silencio—. No me extraña que me odiaras, Paula.


—Eso es el pasado, ¿recuerdas? —los ojos suplicantes de Pedro la forzaron a contestar—. No hay pasado… solo futuro.


—Creo que eso lo dijo algún genio. ¿Tengo razón? —se inclinó hacia ella y besó su mejilla.


Paula sonrió, preguntándose si habría genio capaz de enterrar su pasado y ofrecerles un futuro.



FINJAMOS: CAPITULO 22





Paula abrió los ojos y miró la estrecha franja de sol que entraba bajo el estor. Había dormido hasta tarde. Le había costado conciliar el sueño mientras luchaba con emociones contradictorias. 


Ya no podría olvidarlas ni apartarlas a un rincón de su mente, habían adquirido tamaño y forma.


Incluso si se sentía segura de los sentimientos de Pedro hacia ella, sus respectivos trabajos los distanciaban, y el pasado tenía mucho peso; seguía siendo el hermano pequeño de Marina.


Antes de ir a Royal Oak, Paula ya había pensado en comprarle sus acciones del negocio a Louise, pero no en abandonar la zona o hacerse con una nueva clientela. Había dedicado años a la empresa y en Cincinnati tenía muchos contactos. En Michigan tendría que volver a empezar desde cero.


El futuro de Pedro estaba en el aire. Tenía la posibilidad de ser presentador y había mencionado Nueva York, aunque quizá eso solo fuera un sueño. Desde que Paula había vuelto a casa, su relación había cambiado mucho, pero no sabía si esos cambios durarían. No se atrevía a fiarse de lo que sentía su corazón y de lo que veía en los ojos de Pedro. Quizá todo fuera un romance temporal, sin visos de futuro.


Además, aunque la sonrisa y el carisma de Pedro la hechizaban, quizá para él solo fuera una conquista más. La amiga de su hermana, diana de sus burlas durante años. Pero si pretendía burlarse, no ganaría. Pasara lo que pasara, ella sería la vencedora.


Paula se dio la vuelta y alzó la cabeza. Aunque era sábado, Pedro iba a pasar la mañana en el estudio. Entretanto, ella tenía que preparar el catering para el lunes. Salió de la cama y preparó un plan. Primero tenía que llamar a Louise y pedirle que le enviara las recetas por fax, recetas sencillas que no requirieran equipo especial. Después haría la lista de la compra.


Se vistió y bajó las escaleras. En la cocina había una nota de Marina diciendo que había salido. 


Desayunó rápidamente, llamó a su socia y esperó la llegada dé las recetas. Dedicó unos minutos a calcular los ingredientes que necesitaría y después hizo la lista: queso de cabra y parmesano fresco, huevos, nata para montar, champiñones grandes, endibias, gambas... Suponía que unos canapés variados bastarían.


Cuando Pedro llegó a casa, puso una mano en su espalda y lo obligó a volver a salir.


—Tú me metiste en esto, y sufrirás conmigo —dijo. Él esbozó una sonrisa patética, pero ella puso la lista de la compra en su mano—. Juntos, ¿recuerdas? —decidió restregárselo bien—. Quizá nos encontremos con tu jefe en el mercado. ¿No lo impresionaría eso?


—Supongo, pero...


—Pero ¿qué? —arqueó una ceja—. No quieres que te deje sin comida para el cóctel, ¿verdad? ¿Quieres que tus invitados acaben tomando galletitas con queso?


—Con ayuda, me refería a que te enseñaría dónde están las cacerolas —la miró un segundo y sonrió—. Parece que tú te referías a otra cosa. Esperas que haga esas cosas diminutas, ¿no?


—Acertaste —dijo Paula—. No te olvidaste de llamar a los proveedores, ¿verdad?


—No. Todo está contratado. Cristalería, vajilla, mantelería, todo.


—Eso quería oír —le dio un golpe suave y subió al coche.


Las compras no fueron sencillas, Pedro no ayudó en absoluto. No parecía saber la diferencia entre un arenque ahumado y una alcaparra. Gracias a su fuerza de voluntad, Paula se encontró por fin delante de la caja, con una cesta llena de queso de cabra, aceitunas negras, caviar y todos los demás ingredientes.


Cuando llegaron a casa, Paula se tensó al ver la hora que era. Esa noche se celebraba la recepción del centenario. Dejó las bolsas en la encimera.


—Necesito tiempo para vestirme —dijo.


—Guardaré todo mientras te arreglas —dijo Pedro— Yo estoy guapo aunque no me maquille.


Ella sonrió y corrió a su dormitorio. Menos de una hora después, Pedro aparcaba junto al instituto. Paula salió del coche y, cuando él se puso a su lado, la dura realidad la abofeteó. Iba a entrar a la recepción del brazo del insoportable hermano de su mejor amiga. Casi tuvo un ataque de ansiedad cuando llegaron al vestíbulo abarrotado. Rostros desdibujados notaron ante ella, algunos familiares, otros desconocidos.


Se oía música tras las puertas abiertas y Pedro la llevó al interior de la sala, donde un pinchadiscos ponía CDs y algunas parejas bailaban las últimas melodías de moda. Había refrescos y aperitivos en unas largas mesas, y Pedro llenó dos vasos de papel y le entregó uno.


Mientras Paula bebía, se escuchaban gritos de entusiasmo por la sala abarrotada, cuando la gente reconocía a antiguos amigos o compañeros. Una admiradora de televisión acorraló a Pedro y Paula paseó entre la gente, saludando a conocidos y compartiendo historias.


Cuando las luces se atenuaron, Pedro la buscó y la llevó a la pista de baile. Nadie había hecho comentarios negativos al verlos juntos y Paula se relajó. Le agradaba ver los ojos confiados de Pedro, y disfrutaba de estar entre sus brazos. 


Percibió el mismo aroma boscoso que el día que él la rescató en la autopista, y recordó su aspecto bajo la lluvia. La imagen hizo que se estremeciera.


—¿Ocurre algo? —musitó él en su oído, apretándola contra sí.


—No, no pasa nada —murmuró ella, sonrojándose al sentir la obvia excitación de Pedro. Él la apretó aún más y, en contra de sus planes, ella se rindió al contacto, deseando más.



FINJAMOS: CAPITULO 21




El rostro de ella no se inmutó. Pedro, frustrado, le abrió la puerta del coche y ella subió. No sabía cómo solucionaría lo del cóctel, pero no permitiría que ella le preparara ni un vaso de agua con una aspirina, aunque le hacía mucha falta, y mucho menos canapés para un cóctel.


Condujeron en silencio y cuando llegaron al garaje, ella abrió su puerta. El capturó su brazo antes de que escapara.


—Dame un puñetazo, Paula. Me lo merezco. No puedo soportar verte dolida —la miró suplicante, esperando una palabra, algo que implicara que lo creía—. Sé que crees que miento, pero estoy loco por ti desde el instituto. Siempre me he preguntado por qué nunca le he hecho una proposición seria a ninguna mujer. Intentaba imaginarme casado, pero a todas las mujeres con las que salí les faltaba algo indefinible —puso la palma de la mano en su mejilla—. Ese algo eres tú. Me merezco un bofetón por hablar sin pensar.


Como un latigazo, la mano de Paula voló por el aire y lo golpeó en el lado de la cara. 


Asombrado, la miró fijamente. El bofetón le dolió en la mejilla y en el orgullo. Paula estaba y parecía atónita. Se tapó la cara con las manos y a él se le derritió el corazón. La tomó entre sus brazos. La había insultado y ofendido. Anhelaba borrar a besos las lágrimas de su rostro.


Le apartó las manos de la cara, alzó su barbilla y titubeó. En vez de lágrimas, se encontró con un estallido de risa. La miró boquiabierto.


—Perdona, Pedro. No me puedo creer que te haya pegado tan fuerte. Aunque te lo merecías.


—Tienes bastante fuerza —él se frotó el carrillo—. Me acordaré de no volver a sugerirlo —lo ridículo de la situación lo hizo sonreír y acarició con un dedo lo labios de Paula—. Eres preciosa.


—Tú tampoco estás mal, señor Televisión. Pero me has humillado —su expresión se relajó y alegró la cara—. Supongo que este sacrificio convencerá a tu jefe de que vamos en serio.


—Seguro —dijo Pedro— Te prometo... te prometo otra cosa. La próxima vez que me oigas decir que te necesito, será con el sentido que creíste entender antes.


—No quiero oírtelo decir en mucho tiempo —Paula puso un dedo en sus labios—. En serio.


—Prometido —se trazó una cruz en el pecho—. Aunque mis labios callan, habla mi corazón.


—Y dices que no eres poético —Paula meneó la cabeza.


El viernes por la tarde, a las siete, Gerardo Holmes recogió a Paula en su lujoso coche. En el restaurante, Paula esperó junto a él mientras el maître preparaba su mesa.


El jefe de camareros, vestido de esmoquin, los guió a una acogedora mesa junto al ventanal con vistas al lago Saint Clair. Con una reverencia, les entregó una elegante carta a cada uno. Mientras la miraba, Paula echó una ojeada furtiva a la puerta, esperando a Pedro y a Patricia.


—Estás muy guapa hoy, Paula—dijo Holmes.


—Gracias, señor... Gerardo —miró el exclusivo vestido de los cuarenta que había comprado de la colección Patti Smith—. Es un vestido viejo —sonrió al hacer esa ambigua afirmación.


—Es encantador —bajó los ojos y dejó la carta en la mesa—. Siento que mi hija haya retenido a Pedro, pero... el placer es mío. De no ser por ti, habría venido solo, me temo.


Pedro me dijo que eres viudo.


—Desde hace casi tres años —alzó la mano y le dio al vuelta al delicado ramo que hacía de centro de mesa—. Soy un hombre de familia, Paula, y supongo que por eso he malcriado a mi hija.


—La quieres. Eso no tiene nada de malo.


—Espero que tengas razón —su rostro se iluminó. Miró hacia la puerta y esbozó una sonrisa—. Aquí llegan.


Paula siguió su mirada. Patricia se colgaba del brazo de Pedro como una nadadora a punto de ahogarse, pero Paula se animó al ver que Pedro la buscaba a ella con los ojos.


—Sentimos llegar tarde —dijo Pedro—. Tuvimos algunos contratiempos —ayudó a Patricia a sentarse, y después fue a darle un beso en la mejilla a Paula. Ella le sonrió con dulzura, viendo cómo Patricia se retorcía de rabia.


Mientras comían hablaron sobre la visita de los neoyorquinos. Paula escuchó a medias, disfrutando del contacto del pie de Pedro con el suyo bajo la mesa.


Cuando acabaron, un trío de músicos subió a una pequeña plataforma y, poco después, empezaron a oírse melodías antiguas, clásicos de la misma época que el vestido Paula. Holmes se puso en pie y le ofreció la mano.


—¿Te gustaría bailar con tu agradecido acompañante? No habrá ningún otro viejo con una mujer tan bella del brazo.


—No eres viejo, Gerardo, y me encantaría —asintió ella, siguiéndolo a la pista. Mientras bailaban, Paula miró a Patricia, cuyo rostro resplandeciente se había avinagrado al oír las palabras de su padre. Se inclinaba sobre la mesa para susurrarle algo a Pedro, pero este miraba a Paula. Cuando la canción de amor terminó, comenzó un ritmo latino.


—Hace años que no bailo la samba —Holmes soltó una risita—. ¿Quieres probar?


Paula asintió, aunque temía hacer el ridículo, y empezaron a seguir el exótico ritmo. Tenía que reconocer que el hombre sabía bailar y la ayudaba a seguir los lentos y rítmicos pasos. De repente, la atrajo hacia sí, la hizo girar y la echó hacia atrás. Inconscientemente, cerró los ojos un segundo, y cuando los abrió, el mundo estaba boca abajo y vio el rostro asombrado de Pedro.


—¡Madre mía! —exclamó Pedro. Holmes la alzó con la velocidad del rayo, mientras ella se agarraba el escote del vestido, temiendo que la fuerza de la gravedad hubiera mostrado mas de lo conveniente.


—Creo que me he dejado llevar por el entusiasmo —dijo Holmes cuando volvían a la mesa. Tenía el rostro arrebolado y los ojos brillantes—. ¿Te he asustado?—le preguntó a Pedro.


—Solo sorprendido, señor.


—Pues ya somos dos —masculló Patricia—. Recuerda tu edad, papá.


—Tu padre es joven de corazón —Paula se sentó y miró a Patricia—. Yo no me preocuparía por él.


Patricia palideció y Paula tuvo la sensación de que, por una vez, se había quedado sin palabras. Se quedaron en silencio hasta que volvió a sonar una canción lenta.


—Hace años que no bailo —dijo Holmes—. ¿Te importa que baile con Paula otra vez, Pedro? —se puse en pie y ella lo siguió a la pista.


Mudo, Pedro la miró deslizarse por la pista con su jefe. ¿Por qué había aceptado Paula la invitación a cenar de Holmes? Se suponía que era su chica, o al menos eso querían hacer creer.


Tomó un sorbo de vino y la observó. Había vuelto a decepcionarla. Ella le había hecho un gran favor haciendo que Holmes creyera que iban en serio. En cambio, Pedro no había hecho nada por ella. Ni siquiera escoltada a la cena.


Viéndola bailar, Pedro admiró su vestido. Paula solía ponerse jerséis sueltos que ocultaban su bella figura. El vestido era de color azul real con escote en «uve», que realzaba la suave curva de su pecho. La sedosa tela se pegaba a sus caderas y caía por debajo de sus preciosas rodillas.


—No te interrumpo, ¿verdad? —gruñó Patricia—. Pareces estar a kilómetros de aquí.


—Pensaba en él trabajo que me espera mañana —se excusó Pedro, consciente de su falta de tacto. Pero no pudo evitar volver a mirar a Paula, cuya melena oscura y suelta contrastaba con sus cremosos hombros—. Voy a retirarme por hoy.


—¿Qué? —Patricia bajó la voz—. Has cambiado, Pedro.


—Espero que para bien.


—Eso depende. ¿Para bien de quién? Creía que te gustaba trabajar para papá —le murmuró.


—Me gusta mi trabajo, Patricia. Ya lo sabes —intentó controlar el volumen de su voz y forzó una sonrisa—. Le pedí a Paula que se encargara del catering del lunes. No quiero fallarle a tu padre.


—Estoy segura de que será una velada encantadora —dijo Patricia, desviando la mirada. A Pedro le dio un vuelco el estómago. 


Estaba harto de las amenazas de Patricia. El trabajo estaba dejando de ser su prioridad. La música acabó y Holmes y Paula regresaron a la mesa.


Pedro luchó contra su deseo de pedirle a Paula que bailara con él... de abrazarla en la pista de baile. Estaba muy tenso, y esa tensión empeoraría la semana siguiente, con los neoyorquinos. Su sentido común ganó la batalla contra sus deseos.


—Me temo que debo irme ya —anunció Pedro—. Como le he explicado a Patricia, mañana tengo un día muy ocupado. Queremos que todo sea perfecto el lunes por la noche —se levantó y, como si se le acabara de ocurrir, se volvió hacia Holmes—. ¿Le importaría llevar a Patricia a casa?


—En absoluto —aceptó él.


—Nos veremos mañana —Pedro le ofreció la mano a Holmes e hizo un gesto con la cabeza a Patricia. Para su sorpresa, Paula se puso en pie.


—¿Te importaría que fuera contigo, Pedro, ya que vamos al mismo sitió? Así le ahorraremos un viaje a Gerardo.


—No claro, si...


—No hay problema. Me parece lo más razonable —intervino Holmes. Patricia no dijo nada.


—Gracias, Gerardo, por una velada encantadora —se indinó y lo besó en la mejilla—. Tengo que hacerte una sugerencia.


—¿Sugerencia? —Holmes sonrió.


—Cuando vuelvas a casa esta noche, mírate en el espejo. Eres un hombre atractivo, y un gran bailarín. Deberías compartir tu encanto con alguna dama solitaria. La vida es demasiado corta para pasarla en soledad.


Pedro tiene mucha suerte —dijo él mirándola con cariño y besando su mejilla—. Eres una mujer encantadora.


Ella sonrió y se volvió hacia Pedro. Él la guió hacia la puerta, sorprendido y emocionado por su consideración con Holmes. Cuando salieron, ella se detuvo, con el rostro arrebolado.


—¿Hice bien, Pedro? Es un hombre solitario que se desvive por su hija sin tener en cuenta sus necesidades. Me cae muy bien.


—Me enorgullezco de ti, Paula. Lo que le dijiste fue maravilloso.


—Lo dije en serio —aseveró ella.


Pedro, fijándose en sus tacones de aguja, la ayudó a sortear los irregulares adoquines hasta el coche. Mientras buscaba las llaves, contempló a Paula bañada por la luz plateada de la luna. El vestido azul profundo realzaba la blancura de su piel.


—Paula —dijo. Ella ladeó la cabeza, esperando—. Te miro a ti, miro a Patricia y... —acarició su mejilla—. No debería decir vuestros nombres en la misma frase. Eres una mujer fascinante. 


Clavó la mirada en sus labios entreabiertos y tentadores.


—¿Por qué me miras así? —preguntó ella. Sin contestar, él la tomó entre sus brazos y besó sus labios, acallándola.


Incapaz de controlar el ritmo desbocado de su corazón, Pedro, como un salvaje, deseaba arrancarle la ropa y cubrirla de seda y encaje. 


Su boca la aprisionó con pasión y después con suavidad.


Paula se entregó con abandono, rodeando su cuello con los brazos, moviéndose con él, los labios firmes pero rendidos a los suyos. Pedro la alzó en brazos. Ella dejó escapar un grito, que Pedro silenció con su boca. Cuando abrió los ojos, Pedro se sintió como Rhett Butler con Escarlet O'Hara entre los brazos. La llevó hasta el coche y la depositó en el asiento. Cuando se sentó al volante, agarró su mano y le besó los dedos, dejando escapar un gemido.


¿Qué ocurriría entre ellos?