jueves, 20 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 32




Paula Chaves tenía una relación.


¡Maldita sea!


Sólo le había llevado dos días darse cuenta. Por supuesto, había acabado con ella el domingo por la noche, pero al menos la había tenido durante un tiempo.


¿Cómo había ocurrido?


Se había preocupado demasiado de las reglas de una aventura y se había olvidado de recordarse los peligros de ese hombre.


Pedro Alfonso la amaba y ésa era una realidad devastadora.


Ella lo amaba también y se sentía destrozada por dentro sin él. ¿Cómo lo había hecho? ¿Cómo había burlado todos los sistemas de defensa que tenía?


Y tras ese amor vendría también esa sensación de inseguridad.


Sería cuestión de tiempo y pronto se vería en la puerta de su apartamento con alguna excusa, como que le devolviera el sombrero que se había dejado allí, con tal de estar a solas con él y volver a oírle decir que la quería.


Paula Chaves quería seguir con esa relación.


Había intentado volcarse en el trabajo, pero dos intensos días con los Brock no habían dado ningún resultado. No habían reconocido al hombre de la foto y después ella había probado a vigilarlos para ver si el chantajista continuaba siguiéndolos. Su plan era encontrarlo y después llamar a la policía.


Él les había dado un plazo para reunir una impresionante cantidad de dinero o de lo contrario le entregaría las fotografías a los medios. La desesperación de los Brock por encontrarlo antes de que su secreto quedara revelado había quedado palpable y hasta parecían haber envejecido cinco años en ese poco tiempo. La alcaldesa Brock, una mujer a la que Paula admiraba, se había mostrado cada vez más reservada y cautelosa porque sus secretos estaban a punto de ser desvelados.


Y los secretos le hacían pensar en Pedro.


Él seguía siendo un hombre con muchos secretos, pero ¿qué le quedaba por contar? ¿Qué estaba intentando proteger? ¿A quién?
¿Cuál era la única cosa que ella les recordaba a las mujeres antes de que comenzaran una relación? Que encontraran todos los trapos sucios porque siempre los había. Y ella también tenía que descubrir con quién estaba tratando.
¿Adónde iba Pedro por las noches? ¿Qué hacía?


Tal vez había llegado el momento de poner en práctica sus habilidades como investigadora.


Por fin, una cierta sensación de alivio se llevó parte de su inquietud. Por fin tenía un plan. No tenía que ver a los Brock hasta el día siguiente y sus otros casos no le corrían prisa hasta el final de la semana.


Podía pasar el resto del día poniéndose al día de la vida de Pedro. Si tenía que estar enamorada de él, al menos se armaría con toda la información que pudiera.


Fue hasta su apartamento y se sorprendió al verlo bajar las escaleras en dirección al coche.


Pero lo que le resultó más sorprendente todavía fue el movimiento de una cabeza agachándose bajo el asiento de un coche que se encontraba algo más alejado.


Tamborileó sobre el volante mientras esperaba a que el semáforo cambiara.


Tuvo una corazonada. Alguien más estaba espiando a Pedro, al igual que había sucedido con los Brock. En esa ocasión, Paula no haría caso omiso y descubriría el porqué.


Pedro salió del aparcamiento y entró en la autopista. Un coche marrón fue tras él.


Paula sonrió. La caza había dado comienzo.


Encendió la radio y se relajó en el asiento. 


Estaba acostumbrada a esa clase de situación. Había esperado que el coche marrón fuera sólo una coincidencia, que girara en otra dirección, pero no tuvo esa suerte.


A los cinco minutos, dio gracias por no tener que preocuparse de perderlo entre el tráfico porque por la dirección que seguía Pedro, supo que estaba dirigiéndose a la cabaña. ¿Cómo era posible? No tenía sentido. Se alejó un poco del coche marrón. No había razón para hacer sospechar al conductor o conductora.


El coche que seguía a Pedro también dejó más distancia, como si conociera el camino.


No era una buena señal.


A medida que avanzaban, tanto el coche marrón como Paula fueron manteniendo más la distancia con el coche de Pedro porque cuando el tráfico disminuyera y él saliera de la autopista, su presencia se haría más notable.


Paula decidió darle unos diez minutos de adelanto para llegar a la cabaña. Por suerte, después del fin de semana anterior, conocía la zona y podía dejar el coche junto a la carretera e ir caminando hasta la casa.


Siguió ese plan y, cuando finalmente divisó a lo lejos la cabaña de madera, vio a Pedro y se ocultó tras unos arbustos. Respiró hondo varias veces para calmarse. Se sentía tensa, pero tenía que pensar que se encontraba en su terreno, eso era lo que mejor sabía hacer y por eso llevaba ventaja, además de porque conocía la cabaña. Sin embargo, el tiempo que había pasado allí había estado tan ocupada con ese hombre que no se había fijado en cuáles eran los mejores lugares para esconderse.


Y al parecer, tampoco se había dado cuenta de muchas otras cosas porque lo que estaba viendo en ese mismo instante era a Pedro con una pala.


Cavando.


¿Qué…?


¿Estaba enterrando algo? ¿O sacando algo?


Sin duda eso resultaba muy sospechoso. Allí estaban esos trapos sucios que se esperaba. Un hombre no llegaba a la edad de Pedro sin acumular trapos sucios. Dejó escapar un suspiro de tristeza.


Se movió en silencio, se agachó dispuesta a pasar allí escondida todo el tiempo que fuera necesario.


Pero para lo que no estaba preparada era para ver a la mujer que se ocultaba tras otro arbusto.


¿Con cuántas mujeres estaba saliendo Pedro?


Esa era la razón por la que Paula no quería una relación, por la que no quería enamorarse. No quería enfadarse, ni sentirse celosa, ni dolida.


Pedro dejó de cavar, se agachó y sacó del suelo un pequeño saco negro.


Y fue en ese momento cuando la mujer que estaba detrás del arbusto se levantó y su melena roja se sacudió en el aire. Paula la miró. 


Amalia. La ex mujer de Pedro. La había visto una o dos veces al principio del noviazgo, aunque después de eso había dejado de ir a visitar a sus padres los fines de semana durante casi un semestre para no tener que cruzarse accidentalmente con la feliz pareja.


Cuando llego el Día de Acción de Gracias de su primer año en la universidad, Paula se dio cuenta de que estaba siendo ridícula. Se recordó que Pedro le gustaba tanto como para sentirse feliz por él y que podía verlos a los dos por la calle y saludarlos con una sonrisa, pero cuando estaba en segundo curso, él había dejado de ir a Thrasher y ella se había sentido triste y aliviada a la vez.


Se suponía que su relación con Amalia había terminado. Él le había asegurado a Paula que así era. Tomó aire. Lo había creído.


Pedro, dámelas —gritó Amalia.


Pedro enganchó el saco en la parte trasera de sus vaqueros con expresión de resignación. Se había esperado la presencia de Amalia y tal vez por eso estaba intentando llevar el saco a un lugar más seguro.


—Las necesito, Pedro.


—Son mi garantía, Amalia. Teníamos un trato, ¿lo recuerdas? Yo no las entregaba a la policía y tú te alejabas de mí y de las niñas.


Amalia comenzó a llorar y su hermoso rostro se puso colorado.


—Estoy asustada, Pedro. Esta vez sí que estoy metida en un buen lío. Hartón sabe que soy yo la que robó las monedas. Va a mandar a alguien para que me mate.


Pedro sacudió la cabeza y, desde su escondite, Paula pudo ver su rostro tenso por la frustración.


—Amalia, ¿te has oído? Tienes que dejar atrás esta vida que llevas. Tienes que cambiar. Un juez lo tendría en cuenta a la hora de dictar sentencia. Podrías terminar los estudios en la cárcel, hacer algo que no fuera esto.


Pedro, ¿puedes dejar de decirme esa chorrada de que puedo ser una mejor persona? En nuestro matrimonio ya me lo dijiste bastante. Antes eras mucho más divertido.


Qué fría podía ser esa mujer. Ni siquiera le había preguntado a Pedro por las niñas.


La expresión de Pedro se volvió adusta.


—Casarme contigo acabó con toda la diversión.


Las lágrimas de Amalia cesaron de pronto y su lenguaje corporal se suavizó. Le acarició un brazo. Qué arpía. ¿Intentaba seducirlo?


—Lo sé, y lo siento, pero deja que te lo compense. Podemos salir al extranjero, vender las monedas. Podríamos vivir como reyes durante años.


Él se encogió de hombros.


—¿Hasta qué? ¿Hasta que se acabara el dinero o hasta que nos encontrara la gente de Hartón? ¿Y dejarles a Ana y a Jorge las niñas para que las críen?


—No lo sé —la voz de Amalia perdió su tono seductor y ahora sonaba asustada y cansada—. No he planeado tanto las cosas.


—No, voy a entregarle esto a la policía. Eso es lo que debería haber hecho desde el principio en lugar de ofrecerte ese trato. No me gusta ser cómplice de un delito.


—Sí, como si Hartón fuera un ciudadano modelo. Quién sabe qué hizo para conseguirlas. Seguro que la policía me daría una medalla por habérselas robado.


—No es un argumento nada convincente. Tengo que devolverlas.


Amalia agarró el brazo de Pedro con las dos manos.


—No puedes hacer eso —le dijo desesperada—. Si lo haces, ya no tendré nada. Por favor, dame las monedas, Pedro. Jamás volverás a verme. Tengo que desaparecer.


Eso bastaría. Paula sabía que Pedro le daría las monedas.


Cuando se sacó el saco del bolsillo trasero, Amalia contuvo el aliento.


—Sabes que no puedes volver a los Estados Unidos. Si te las llevas y las vendes, mantenerte alejada será tu única oportunidad.


Amalia asintió.


—Lo sé.


Aún tenía el saco en la mano.


—Siempre queda la opción de que te entregues.


La ex mujer de Pedro se encogió de hombros.


—¿Me sentaría bien el color naranja?


Él, decepcionado, dejó caer los hombros. Paula entendía ahora su atracción por Amalia. Había querido salvarla. Salvarla como su tío lo había salvado a él.


Pero Amalia no quería que nadie la salvara.


Le quitó el saco de la mano y cerró los ojos por un instante.


—Gracias, Pedro. Gracias.


La mezcla de miedo y alivio en su voz era innegable.


—Cuídate —dijo.


Parecía que Amalia quería besarlo, pero en lugar de hacerlo, le dirigió una triste sonrisa y se dio la vuelta. Se detuvo unos pasos más adelante para volver a mirarlo.


—Puedes venir conmigo. Podríamos divertirnos mucho.


—No. Mi sitio está aquí —dijo él con rotundidad.


—¿Estás con alguien?


Lo vio negar con la cabeza y levantar la pala para rellenar el agujero.


Ahí estaban los trapos sucios de Pedro.


Lo observó unos minutos más hasta que él desapareció dentro de la cabaña.




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