jueves, 20 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 30





No sabía cuánto había estado durmiendo, pero se despertó sobresaltada. Estaba cubierta por una manta, pero Pedro no estaba a su lado. Se puso de pie y se echó la manta por encima. De pronto, se le ocurrió dónde podría encontrarlo.


Estaba sentado sobre los escalones del porche, muy pensativo. Ella fue descalza sobre el suelo de madera y se sentó a su lado.


Durante varios segundos, no se dijeron nada, simplemente estuvieron allí contemplando la noche.


—Las estrellas —dijo ella mirando hacia el cielo. 


La primera noche que las estrellas parpadeaban sobre ellos. Aunque el sol no se había puesto, ya podía ver más estrellas que en la ciudad. Una vez que la noche cayera por completo, probablemente hasta podría ver la Vía Láctea.


—Cuando estás en la ciudad, casi olvidas cuántas hay. No sabía cuánto ibas a dormir, pero me he traído dos tazas de café. ¿Te apetece?


Ella asintió y rodeó la cálida taza de cerámica con sus dedos. El rico aroma del café se mezcló con el fresco olor a pino del aire del otoño.


—Esto es genial. ¿Cuándo empezaste a venir aquí? —le preguntó, sabiendo que el padre de Pedro no habría tenido el dinero suficiente para comprar un lugar así.


Pedro dejó escapar un largo suspiro.


—Desde que tenía diecisiete años. Aquí es donde me trajo mi tío después de que tu padre lo llamara. Cuando me dieron el alta en el hospital, me recogió y me trajo aquí.


Casi nadie había sabido dónde había ido Pedro


El padre de Paula se limitaba a decir simplemente que se encontraba bien y que volvería, pero ella se había sentido desesperada por verlo, por asegurarse de que estaba bien.


Cuando Pedro regresó, era más serio y formal, había dejado de ser un rebelde y no había vuelto a pedirle ayuda con el latín.


¿Eso habría tenido algo que ver con su padre o había sido decisión de Pedro?


Su sonrisa también se había desvanecido y, aunque ella había intentado verlo en el instituto, él siempre había logrado escabullirse. Tampoco volvió a asistir a ningún baile. Iba a clase, al trabajo y después al pequeño apartamento que había sobre el taller. Era como si hubiera acabado por completo con su vida anterior. Y con ella.


Paula se había sentido desalentada al descubrir que lo que fuera que había existido entre los dos, sólo había sido sólo por su parte, que él no había sentido lo mismo. Pero entonces una tarde en la cafetería del instituto, sintió un cosquilleo en la nuca. Cuando alzó la mirada, vio a Pedro, con unos ojos llenos de angustia y anhelo.


Ese deseo la alentó y le hizo tomar la decisión de acercarse a él para hablar a solas después de la ceremonia de graduación. Sonrió tristemente ante la ingenuidad que tenía entonces; debió de pensar que una vez que se quedaran solos, las cosas volverían a ser como antes.


Por supuesto, él se había saltado la ceremonia y había preferido marcharse a ese lugar desconocido al que había ido en verano.


La próxima vez que regresó a Thrasher lo hizo con su prometida y entonces Paula supo que entre ellos nunca sucedería nada.


Una ligera brisa le alborotó el pelo y los pezones se le endurecieron contra la manta que había recogido del suelo. Tal vez los dos habían perdido su oportunidad entonces, pero no estaba dispuesta a desaprovechar esa nueva oportunidad. Paula lo miró. Él estaba contemplando los árboles y las flores.


—Esta tierra era de mi tío. Me la dejó a mí —estaba mirando hacia el bosque, pero Paula no estaba segura de si lo que estaba viendo eran los árboles o sus recuerdos—. Fui un estúpido. Estaba enfadado con todo el mundo y les echaba la culpa a todos por lo que estaba sucediendo en mi casa. Esa primera noche mi tío me hizo caminar hasta un lugar que hay junto al río. Desde aquí no se puede ver, pero está pasada esa colina.


Ella miró hacia donde estaba señalando e intentó imaginarse caminando por allí al Pedro de diecisiete años.


—Me dio una cantimplora y una brújula y se marchó. Me dijo que encontrara la cabaña —se rió y le dio un sorbo a su café—. Estuve caminando durante horas, pero por fin vi la luz de la chimenea a través de las ventanas. Había hecho queso asado.


Se giró hacia ella.


—El mejor queso asado que he probado en la vida.


Paula asintió, sabía que en ese momento Pedro no necesitaba conversar, que sólo necesitaba hablar.


—Al día siguiente, volvimos a ir hasta allí y en esa ocasión él tomó la brújula — dijo con una voz que reflejaba la admiración que sentía por su tío—. Me hizo enfrentarme a mí mismo y convertirme en un hombre.


—Acababas de pasar por una experiencia terrible. No estoy segura de que dejar a un chico en medio de ninguna parte fuera la mejor forma de ayudar. Tu padre…


—Paula, estaba utilizando a mi padre y mi asquerosa infancia como excusa. Ahí fuera, sin nada más que las estrellas y agua para medio día, tuve que confiar en mí mismo. Aprendí que podía confiar en mí, que tenía la suficiente fuerza interior para poder enfrentarme a todo. A los elementos no les importaba que tuviera un padre horrible o que fuera pobre y por eso tuve que centrarme en sobrevivir. Eso es lo que aprendí ese día solo.


—Y por eso vuelves aquí.


Pedro asintió.


—Sí. Sólo me quedaba una cosa por demostrar.


—¿Qué?


—Que la fe que tu padre puso en mí sirvió para algo. Podría haberme mandado a la cárcel por robar ese coche, pero no lo hizo. Me obligó a pagar hasta el último centavo de los daños que había causado, pero trabajé horas extra en el taller durante los fines de semana y, cuando me gradué, ya había devuelto todo el dinero. Tuve mucha suerte.


—¿En qué sentido? —pero vio la verdad en sus palabras. A pesar de sus duros comienzos, Pedro vivía como un hombre que se sentía afortunado.


—Tuve gente que creyó en mí y muchos chicos no tienen eso —miró a las estrellas—. Me gustaría poder ayudar a los chicos que se encuentran en esa situación, ayudarlos como alguien me ayudó a mí.


—Eso es lo que quieres hacer aquí, ¿verdad? Con el dinero de la lotería.


—¿Por qué no te enseño lo que quiero hacer? —le agarró la mano—. Cálzate. Nos vamos.


Rápidamente, Paula entró en la cabaña y se vistió. Cuando volvió a salir, Pedro estaba esperándola con una linterna en la mano. Ella enarcó una ceja.


—¿Tenías una linterna cuando estabas aprendiendo a sobrevivir? —le preguntó ella bromeando.


Él se rió.


—No, pero ya no tengo diecisiete años y tengo una mujer muy sexy y fantástica a mi lado, así que ya no necesito ir dando tumbos en la oscuridad.


Ella miró a su alrededor mientras pensaba en la lotería y en lo que Pedro podría hacer con el dinero.


—Por lo que he leído en el periódico, cada uno elegisteis un número. ¿Cuál fue el tuyo?


—El 46.


—¿Es un número especial?


Pedro sacudió la cabeza.


—No. Leí que la mayoría de la gente elegía su fecha de nacimiento o la edad de uno de sus hijos. Estuve investigando y encontré que el 46 es uno de los números que menos se eligen. Sería menos probable que otra persona lo escogiera y, si acertábamos, no habría otros boletos ganadores.


Volvió a darle la mano y juntos caminaron hacia la colina.


—Allí veo cuerdas de entrenamiento, al otro lado del río me imagino un campamento y prácticas de supervivencia. Tal vez también un taller donde los chicos puedan aprender a arreglar coches o algún otro tipo de oficio. Y en la cabaña, me veo criando a mis hijas. Nos veo juntos otra vez, como una familia.


Habló con cierta vacilación, como si ponerle voz a sus sueños fuera a hacer peligrar sus planes. Paula sabía por qué estaba siendo tan cauteloso, entendía su necesidad de no hacer castillos en el aire.


—Pero nada de eso sucederá si no recibes el dinero.


Él le apretó la mano.


—No. Aunque Liza renuncie, siempre estará Amalia.


El terreno se volvió más empinado y Paula se alegró de haberse puesto botas.


—¿Amber te pediría parte del premio?


—Sin duda.


—Háblame de ella.


Por fin habían llegado a lo alto de la colina y el río corría por debajo. Paula observó el avance de una rama que había caído al agua.


Entonces, Pedro comenzó a hablar:
—Amalia era todo lo que yo creía que buscaba y quería. Creo que me enamoré de ella la primera vez que la vi. Era muy divertida y siempre estaba dispuesta a vivir aventuras. Me hizo olvidar el pasado, olvidar mis errores y me enseñó a vivir.


Debería de haberle hecho daño oírle hablar sobre su ex mujer de ese modo, de cómo la había amado, pero por alguna razón, eso la ayudó a comprenderlo mejor.


Pedro no había estado rechazándola todos esos años; simplemente había estado buscando algo diferente, algo que ella no podía proporcionarle.


Si no hubiera encontrado a Amalia, no sería el hombre que era ahora. El hombre que ella ama…


¡No!


Lo amaba.


Sintió un nudo en el estómago.


Una hora antes había hecho el amor como una mujer enamorada. Estaba hablando con un hombre sobre sus sueños y aspiraciones como una mujer enamorada. La cubrió un sudor frío.


Ahora estaba animando a un hombre a hablar sobre los errores que él había cometido… como una mujer enamorada lo haría.


—Ella me entendía. Entendía mi pasado porque ella también había tenido problemas. Había robado en alguna tienda y cosas así. Casarnos parecía lo más razonable, lo más maduro que podíamos hacer. Los dos teníamos algo que demostrar. Las gemelas vinieron muy pronto, pero asentarse y crear una familia no era lo que Amalia quería de verdad.


El viento despeinó a Pedro. Paula pensó que debería haberse llevado una chaqueta.


Él suspiró.


—Llegamos a un acuerdo. Ella dejaba a las gemelas conmigo y yo la ayudaba a salir de un aprieto.


Un aprieto. Paula apostaba a que esa pequeña palabra contenía una multitud de problemas. 


Tembló y Pedro la rodeó con sus brazos.


—Hasta ahora ha cumplido su parte del trato. Se ha mantenido alejada, pero si recibo ese dinero… volverá y tendré que estar preparado.


Pedro se giró y comenzó el camino de vuelta a la cabaña. Caminaron en silencio, escuchando la brisa susurrar contra los árboles y a los grillos cantar su triste canción de noche.


Esa noche Pedro había compartido sus sentimientos con Paula. Ella dudaba que mucha gente supiera los auténticos detalles de su vida y se sentía conmovida por el hecho de que él hubiera decidido compartir sus emociones, de que hubiera decidido saltarse las reglas de una aventura.



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