miércoles, 26 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 18





Mientras lo esperaba, organizó sus notas y planchó su ropa. A las diez encendió la televisión, pero su atención seguía en otra parte. 


Una tarifa de dos besos... ¿Cómo se podía ser tan arrogante?


Las once en punto, y Pedro seguía sin aparecer.


Tal vez había tenido que ocuparse de otra emergencia. O tal vez había encontrado otra cosa mejor que hacer para la noche del viernes. Paula intentó no pensar en qué «cosa» podía ser. ¿Quién lo llevaría a casa después del trabajo? El hospital estaba a una hora en coche desde Point. ¿Quién sería capaz de atravesar los pantanos a esas horas? Una hermosa joven, por supuesto. Y Pedro le estaría pagando la carrera... con besos.


Lo cual no le importaba a Paula. En absoluto. 


Apagó la televisión y se paseó por la habitación.


Pedro podía estar con las mujeres que quisiera. 


Ella sólo quería recuperar su coche.


El reloj dio las doce. Las doce y media... Paula apretó los dientes. Pedro le había prometido ir y había roto su promesa. Tenía derecho a estar furiosa con él. Casi había olvidado lo indigno de confianza que era Pedro Alfonso. Al día siguiente, en el picnic, interrogaría a cualquiera que pudiese ayudarla en el caso. Seguiría todas las pistas que pudiera, se reuniría con el personal del hospital y regresaría a Tallahassee sin el menor remordimiento.


Se dio una ducha, se cepilló los dientes y se puso un camisón. Al retirar la colcha para acostarse, oyó un ruido que la hizo detenerse. 


Algo pequeño y duro había golpeado la ventana.


Volvió a oírse un ruido semejante, y Paula se acercó a las puertas francesas que daban a un balcón privado. Mientras escudriñaba la oscuridad exterior, un objeto golpeó el cristal. Un guijarro.


De repente lo comprendió. Cuando eran niños, Pedro arrojaba piedras a la ventana de su dormitorio por la noche. Ella se escabullía de casa y los dos se iban a correr aventuras nocturnas... buscando cangrejos en la arena o pescando en los muelles privados.


En los últimos años, Pedro había arrojado piedrecitas a la ventana de Malena. Paula había permanecido despierta, escuchando cómo su hermana salía furtivamente de casa y preguntándose qué aventuras compartiría con Pedro. Dudaba que fueran a buscar cangrejos. Ahora se daba cuenta de que había estado resentida con Malena. Y dolida porque Pedro hubiera elegido a su hermana. Pedro siempre había sido su amigo, y al entrar en la adolescencia ella había deseado que la besara y que la quisiera más que como a una amiga. Pero él había preferido a su hermana mayor y más guapa.


La verdad sobre su disgusto la avergonzaba. No era extraño que la hubiera enterrado bajo una explicación más aceptable. Pero lo más alarmante era que, después de todos esos años, aún no había perdonado a Pedro. ¿Había besado a Malena con la misma pasión conque la había besado a ella aquel día? ¿Le había susurrado tonterías que la hicieran sentirse como si fuera la única mujer en el mundo para él? De ser así, no podía culpar a Malena por creer que él estaría siempre dispuesto a ayudarla.


Otro guijarro golpeó el cristal, devolviendo a Paula al presente.


«No abras», se advirtió a sí misma. «No salgas al balcón». Pedro había llegado demasiado tarde. El intercambio de coches podía esperar hasta el día siguiente.


Un silbido suave sonó en la noche de septiembre. Era otra señal que habían usado de niños.


Paula se mordió el interior de la mejilla y se cruzó de brazos. No abriría las puertas. Ni en un millón de años. Sabía a qué había venido Pedro


A cobrar el beso pendiente.


Una corriente de calor se arremolinó en su estómago.


Otra señal alcanzó sus oídos... La señal que Pedro se había esforzado tanto por perfeccionar. Aunque su intención era parecer el canto de un ave exótica, a Paula siempre le había parecido un chimpancé herido.


Una involuntaria sonrisa curvó sus labios. Si seguía haciendo ese ruido conseguiría que todos los huéspedes del hotel salieran a los balcones.


El chimpancé volvió a llamarla, y Paula puso una mueca de exasperación. Aquel hombre era tan desvergonzado como enervante y atrevido.


Abrió las puertas del balcón para decírselo.



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