martes, 25 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 15





Si hubiera sabido dónde vivía ahora la señora Sánchez, Paula habría recorrido a pie los ocho kilómetros hasta el hotel, bajo la lluvia y con tacones, antes que acompañar a Pedro.


Pero se dio cuenta demasiado tarde que aquella llamada de emergencia los llevaría al barrio donde ella había crecido. Pedro metió el deportivo por un estrecho camino asfaltado donde una fila de casas bordeaba el canal de la bahía. La casa de cedro y piedra en medio de la fila había sido la vivienda del coronel.


Cuando su madre vivía aquella casa le había parecido un hogar, aunque las estrictas reglas del coronel no hacían nada fácil la convivencia.


Se puso rígida en el asiento de cuero mientras el lujoso deportivo de Pedro recorría lentamente el vecindario. Paula no había vuelto a pisar aquel barrio en doce años. Ni siquiera se había aventurado a acercarse, a pesar de que en muchas ocasiones había estado tentada de tragarse el orgullo y hacerle una visita a su severo padre.


Pero ya era demasiado tarde para eso. El coronel había muerto el año anterior.


-Había olvidado que vendríamos a tu barrio. La señora Sánchez vive cerca de la antigua casa del coronel.


Paula no dijo nada mientras pasaban frente al hogar de su infancia.


-Ahora viven en ella una pareja con tres niños.


A Paula le resultó reconfortante saberlo. Al menos aquella casa tenía vida. La presencia de una cama elástica, un triciclo y un balón de fútbol en el jardín delantero atestiguaban el cambio. El coronel nunca había permitido ningún juguete en su pulcro jardín.


-¿Alguna vez intentaste acercarte a él para arreglar las cosas? -le preguntó Pedro.


A Paula se le formó un doloroso nudo en la garganta, dificultándole la respuesta.


-Unos meses después de marcharme lo llamé. Aceptó mis disculpas por... mi insubordinación.


-Entonces, ¿por qué no volviste a visitarlo?


-No me invitó -dijo ella, intentando mantener un tono ligero y despreocupado-. Nos visitó a Malena y a mí en Tallahassee un par de veces. Aunque más bien era una inspección -forzó una sonrisa-. Pero siempre que mencionábamos la posibilidad de visitarlo, alegaba tener otros planes.


Apartó la mirada para ocultar el dolor de su expresión. Su padre no la había querido en su vida.


-Oh, no pienses que nos abandonó por completo. Se ofreció a pagar nuestras facturas y nos dio algo de dinero, pero... -dejó la frase sin terminar. Nadie tenía por qué saber que había rechazado la ayuda económica. Había querido forzar a su padre a tomar una drástica decisión, igual que él había hecho con ella. O la aceptaba en su corazón o rompía todos los lazos. Su padre había cortado los lazos.


-Te enteraste de que se compró un bote pesquero, ¿verdad? -le preguntó Pedro. Ella negó con la cabeza, incapaz de hablar-. Una barca preciosa. La tuvo durante cuatro años, pero tuvo que venderla al marcharse al extranjero -explicó-. Le puso de nombre La Paula del coronel.


Paula lo miró, incrédula. ¿Su padre le había puesto su nombre a su barca?


-También tenía otro bote más pequeño al que puso por nombre Lady Malena -añadió Pedro, aparcando a un lado del camino-. Algunas personas tienen miedo de amar, Pau, o no saben cómo hacerlo. Pero eso no significa que no sientan nada.


Ella desvió la mirada. No podía pensar ahora en el coronel... ni en el detalle de los botes.


-Todo eso ya es historia -murmuró-. Ya no importa.


-Yo creo que sí.


-No quiero hablar de esto, Pedro. Igual que tú tampoco quieres hablar de tus cicatrices.


-Me parece una excelente comparación -repuso él-. Tierney me apuntó con una pistola. Yo intenté desarmarlo y se disparó -hizo una breve pausa-. Cuando estés lista para hablarme de tus cicatrices, estaré encantado de escucharte.


Sus cicatrices... Tenía unas cuantas, pero no era el momento ni el lugar para hablar de ellas.


-¿Es ésta la casa de la señora Sánchez? -preguntó, señalando la casa con tejado a dos aguas.


-Sí.


-La ambulancia aún no ha llegado.


-Estábamos a muy poca distancia. La ambulancia tardará otra media hora en llegar desde el hospital.


-¿Debería esperar en el coche? -preguntó.


-Puedes hacerlo, pero prefiero que entres-dijo él, tomando una bolsa negra de piel del asiento trasero-. Nunca se sabe qué ayuda puedo necesitar.


Paula sintió una punzada de satisfacción al pensar en que Pedro podría necesitarla. 


Sorprendida por su repentina sensibilidad, lo siguió por el jardín. Una mujer menuda y morena salió de la casa para recibir a Pedro. Era Gloria. 


De joven había sido la niñera favorita de Paula y Malena. Ahora tenía casi cuarenta años y algunos kilos de más, pero seguía siendo la misma.


-Ah, doctor, qué bien que haya venido -dijo. Tenía los ojos enrojecidos y el rostro manchado de lágrimas secas-. No sabía que mamá estaba en las escaleras. Oí un golpe espantoso y entonces me llamó... Está... está ahí, y le du... duele mucho -balbuceó. Se cubrió los ojos con una mano y rompió a llorar.


Dos niñas pequeñas estaban en la puerta, sollozando. Del interior salió el llanto de un bebé.


Pedro rodeó a Gloria con un brazo y entró con ella en la casa.


-Cálmate, Gloria. Estás asustando a los niños, y seguramente también a tu madre.


Gloria ahogó un gemido y dejó de llorar mientras se llevaba a las pequeñas. Pedro atravesó el pequeño salón hasta el pie de las escaleras. Y Paula se mantuvo a una distancia discreta tras él, sintiéndose incómoda y entrometida, aunque nadie la había mirado siquiera.


Pedro se arrodilló junto a la mujer que yacía de costado, vestida con una túnica descolorida. 


Aunque guardaba silencio estoicamente, respiraba en jadeos superficiales y tenía la frente perlada de sudor. Miró a Pedro con sus ojos negros, llenos de dolor.


-Rosa, Rosa, ¿no te dije que no bailarás el chachachá en las escaleras? -la reprendió él con una tierna sonrisa mientras le examinaba su frágil cuerpo con las manos-. ¿Dónde te duele?


Ella murmuró una respuesta. Pedro le hizo más preguntas y se inclinó para examinarla más detenidamente.


Sonó un teléfono y el bebé volvió a chillar desde una habitación al fondo. Gloria se llevó a las niñas y a un niño mayor a la cocina, y Paula se aventuró a seguir el llanto del bebé hasta un dormitorio. Encontró al pequeño en una cuna, con las manos regordetas aferradas a los bordes y las mejillas mofletudas cubiertas de lágrimas. 


Paula le sonrió y le murmuró un cariñoso saludo. El bebé alargó los brazos hacia ella.


Absurdamente complacida, lo tomó en sus brazos y los llantos se calmaron al instante. El pequeño se acurrucó contra ella con inocente dulzura.


Paula pensó en los hijos de Malena, de ocho y nueve años. Había estado demasiado inmersa en su trabajo para pasar tiempo con ellos. No podía arrepentirse por ello ahora. Su trabajo le permitía construirse un futuro y asegurar su independencia. Nada era más importante que eso. Pero mientras sostenía al bebé y presionaba la mejilla contra su cabecita, deseó haber pasado más tiempo con sus sobrinos.


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