viernes, 14 de diciembre de 2018
EL ANILLO: CAPITULO 14
Finalmente, salieron del salón y recorrieron el pasillo hacia la salida. La puerta de uno de los salones se abrió cuando estaban a punto de llegar a su altura, y dos hombres salieron al pasillo. Uno de ellos, de aspecto vulgar, hablaba a toda velocidad; el otro, cuyo rostro quedaba oculto para Paula y Pedro, intentaba librarse de las efusiones de su acompañante, o al menos eso era lo que dejaba intuir su lenguaje corporal.
Paula se inclinó hacia la estatuilla que Pedro llevaba en la otra mano y comentó:
—Es bastante elegante, ¿no te parece? Podríamos exponerla en una vitrina a la entrada de los despachos.
Pedro parecía distraído por los dos hombres.
—Sí —contestó—. Y al lado, pondremos tus premios.
Los dos hombres dirigieron la mirada hacia ellos cuando llegaron a su altura. Era probable que hubieran escuchado lo que decían, y puesto que no se trataba de nada privado, Paula no comprendió por qué despertaron en ella cierta inquietud.
—Estaría muy bien exponer todos los premios —musitó.
La intensidad con la que uno de los dos hombres los miraba, le llamó la atención, y al mismo tiempo oyó que Pedro dejaba escapar una exclamación entre dientes.
Pedro tomó a Paula por la muñeca con delicadeza para que se detuviera, y cuando ella lo miró vio su rostro tocado por una expresión sombría, de temor.
Paula no hizo nada porque le soltara y dudó que él fuera consciente de estar sujetándola.
Pedro podía haberse evitado aquel mal trago, pero se quedó mirando al hombre que lo observaba, esperando a que lo reconociera. ¡A él no le había costado nada identificar a Carlos!
A éste, a su padre, le llevó más tiempo.
Los recuerdos golpearon a Pedro. Su padre enfadado, empujándolo dentro del coche mientras decía que no podía ser padre de un monstruo. Él había hecho todo lo posible por disimular los síntomas de su enfermedad.
Siempre había sido así y siempre había continuado siéndolo. Incluso en aquel preciso momento podía sentir sus músculos en tensión para evitar cualquier movimiento incontrolado que diera pistas del autismo que padecía.
Pero no había servido de nada y su padre lo había entregado a un orfanato antes de desaparecer para siempre.
—Hace mucho que no nos vemos —Pedro se alegró de ser capaz de mantener un tono neutro, y rezó para que su rostro presentara la misma calma.
Carlos había envejecido y tenía el pelo cano, pero la expresión de disgusto y rechazo que se formó en su rostro al reconocerlo, fue la misma que solía mostrar años atrás.
Por un momento Pedro pensó que no se molestaría en hablar con él, y supo que no lo iba a consentir. Por primera vez no estaba dispuesto a ser ignorado.
Carlos se volvió hacia su acompañante.
—De haber sabido… —comenzó, pero frunció el ceño y miró de nuevo a Pedro.
Pedro también recordaba bien aquel gesto, y una presión en la base del cuello hizo que se concentrara intensamente para evitar cualquier indeseada sacudida.
La forma en que Paula lo miró le hizo pensar que se había dado cuenta de la tensión que había en el ambiente. Le había soltado la mano y era ella quien le sujetaba por la muñeca. Pedro creyó oírle murmurar:
—Ahora recuerdo dónde he visto esos síntomas… —antes de arrimarse a su costado. A continuación, forzó una sonrisa encantadora y en un tono neutro, preguntó—: ¿No piensas presentarnos, Pedro?
—Paula Chaves, éste es Carlos Alfonso —Pedro no se molestó en presentar a Paula a Carlos como a su padre.
Las aletas de la nariz de Paula se dilataron y la chispa que estalló en sus ojos se apagó para convertirse en una fría indiferencia. Miró al padre y al hijo alternativamente en un cargado silencio.
El compañero de Carlos fue el primero en hablar.
—Veo que ha ganado un premio. Enhorabuena —dijo, inclinándose para estudiar la estatuilla. O no era consciente de la creciente tensión o estaba convencido de poder romperla—. ¡Ah, es el premio de paisajismo! El otro día leí algo al respecto. ¿Qué te parece, Carlos? —añadió, volviéndose.
¿Qué pensaría «Carlos»? ¿Le habría sorprendido el éxito de Pedro? ¿Le alegraría? ¿Le incomodaría?
«No me importa. Sus opiniones no tienen ningún valor desde hace mucho tiempo».
—El parecido físico es sorprendente —dijo Paula con voz grave. Y las palabras que no pronunció aparecieron reflejadas en su rostro.
Aquél era el hombre que había abandonado a su hijo.
A Pedro le desconcertó que fuera tan intuitiva, y una nueva oleada de sentimientos del pasado lo asaltó: el rechazo, la búsqueda de comprensión, la incapacidad de su padre de amar al hijo que había creado.
Pedro borró tantas emociones antes de que lo ahogaran. Pertenecían al pasado y no tenía que revivirlas. En cierta medida se alegraba de que aquel encuentro hubiera tenido lugar. Al menos ya se lo había quitado de encima en lugar de continuar el resto de su vida temiendo un encuentro fortuito con su padre.
Pero si se sentía de verdad aliviado, ¿por qué no estaba más entero?
«Porque Carlos está actuando exactamente igual que siempre, y puede que en el fondo confiaras en que…».
—Será mejor que nos vayamos, Paula. Ya hemos acabado —según hablaba, notó la presión de Paula en su muñeca, que estaba rígida como si fuera de acero. Posó la mano que le quedaba libre sobre la de ella.
Paula tiró de él con fuerza, como si quisiera alejarlo de allí lo antes posible, y aquel gesto protector emocionó a Pedro más de lo que se había emocionado en toda su vida.
—¡Caramba! —exclamó el animado compañero de su padre.
Quizá en cuestión de segundos iba a expresar en alto la sorprendente conclusión de que debían ser padre e hijo.
¿Qué explicación le daría Carlos, que había actuado siempre como si su hijo no existiera? ¿Cómo lo habría explicado todos aquellos años? ¿Cómo un accidente desafortunado que le había arrancado a su hijo al poco de sufrir la pérdida de su esposa? De ser así, la «resurrección» de Pedro debía representar una verdadera sorpresa para sus conocidos.
—Si nos disculpan… —eligió la frase más apropiada y amable que se le ocurrió mientras ejercía un control férreo sobre sus músculos. No iba a permitir que su cabeza sufriera ni la más mínima sacudida ni que sus dedos tamborilearan. Delante de aquel hombre, jamás.
Comenzó a alejarse.
—Supongo que sabías que hoy era el acto más importante de todo el año en la industria —las palabras de su padre le obligaron a detenerse. Ni siquiera se había esforzado por disimular su desagrado ni el hecho de que sólo pensara en sí mismo—. Deberías permanecer alejado de los focos. No puedo permitirme que…
—Hago lo que me da la gana. Llevo muchos años cuidando de mí mismo —Pedro dejó que su enfado emergiera, pero también lo dominó. No valía la pena.
Su padre no era capaz de sentirse orgulloso de su éxito; sólo temía la vergüenza que sentía por la existencia de su hijo.
«Permites que su sentimiento de vergüenza te afecte, tanto en cómo vives como en cómo te presentas ante los demás».
¿Sería verdad? ¿Habría podido enfrentarse a su autismo de otra manera si Carlos hubiera tenido otra actitud hacia él?
En cualquier caso, ya nada de eso podía cambiarse.
—Si te molesta, lo mejor será que evites cualquier sitio en el que yo pueda aparecer.
En cuanto al trabajo de Carlos, Pedro no tenía ni la menor idea de cuál era la «industria» a la que pertenecía. Le resultaba indiferente que sus caminos volvieran a cruzarse. No estaba dispuesto a que la necesidad de evitar a su padre determinara sus actos. En cualquier caso, ¿qué podía hacer Carlos? ¿Rechazarlo?
Eso ya lo había hecho. Y, afortunadamente, Pedro había creado una familia de verdad con Luciano y Alex.
Pensar en sus hermanos, por contraste con la frialdad del hombre que tenía ante sí, le devolvió la calma.
—Buenas noches. Si es que volvemos a encontrarnos, no te sientas en la obligación de hablarme…
—Debes estar tomando mucha medicación para poder disimular todos tus tics —dijo su padre, con una mezcla de arrogancia y desconcierto—. No sabía que el autis…
Pedro le contestó mirando por encima de su cabeza.
—Se ve que no sabes nada. Adiós.
Y dando media vuelta tras saludar cortésmente con un leve movimiento de cabeza al acompañante de Carlos y, contando con la agilidad de Paula, se alejó a grandes zancadas hasta que salieron y pudo respirar profundamente el aire fresco del exterior.
—Ahí hay un taxi. Vámonos de aquí y alejémonos de ese… —Paula hizo un gesto a un taxi con mano temblorosa.
Pedro la miró y se sintió poseído por un profundo deseo de cuidar de ella. Cuando habló lo hizo con delicadeza.
—No te preocupes. No pasa nada…
—Claro que pasa —Paula sacudió la cabeza con vehemencia.
¿Habría oído la última palabra de Carlos? ¿Habría adivinado que iba a decir: «autismo»?
En pocos segundos estaban en el taxi y Paula apretaba su hombro contra el de Pedro para estar lo más pegada a él posible mientras indicaba su dirección al conductor sin apenas mirarlo. Toda su atención estaba concentrada en Pedro y aunque a él en parte le incomodara la sensación, no podía negar que por otra parte…
—Te debo una explicación… —Pedro carraspeó—. No es… No tiene…
—¿Qué? ¿No tiene importancia? ¿Te da igual que te rechazara porque fueras autista? —las palabras escaparon de la boca de Paula irreflexivamente. Se mordió el labio—. Discúlpame. Lo he oído, pero ya sospechaba algo.
Una cosa era que sospechara, otra que gracias a Carlos, Paula conociera el secreto que Pedro había guardado celosamente toda su vida por temor a ser juzgado.
—Sí. Tengo un tipo de autismo. No me ocasiona los problemas que sufren otros, pero es una parte consustancial a mí.
No habría sido capaz de explicar la mezcla de emociones que le produjo hacer aquella declaración.
El rostro de Paula se crispó.
—¿Cómo fue capaz de tratarte así?
Pedro se dio cuenta de que por mucho que creyera que era un tema superado, el recuerdo seguía siendo doloroso.
—No lo sé.
En los ojos de Paula había un brillo de rabia y de incredulidad que emocionó a Pedro.
Impulsivamente, entrelazó sus dedos con los de ella.
—Eso explica tu increíble capacidad de concentración cuando diseñas —comentó ella, pensativa.
Pedro jamás había pensado en su enfermedad desde un punto de vista tan positivo, como si en lugar de una maldición, se tratara de un don.
¡Paula era increíble!
—Bueno… —empezó. Pero dejó la frase en el aire.
Era consciente de que estaba entregándose al placer de estar junto a ella, de respirar su aroma, de sentir la presión de su cuerpo, y de que, si no hacía nada para evitarlo, iba a olvidar todas las razones por las que no debía permitir que sucediera nada entre ellos.
—Sé que ese hombre ha revelado algo que prefieres mantener oculto —dijo Paula con voz teñida de lástima, rabia y dolor—. No tenía derecho a hacerlo, pero puedes confiar en mi discreción. Aun así no puedo evitar estar furiosa por…
—No tiene importancia —dijo él, aunque no podía negar ni su rabia ni su rencor—. No necesito la aprobación de Carlos Alfonso.
—Puede que no. Pero necesitas su amor y su aceptación —Paula se volvió para mirarlo de frente y con toda la rabia concentrada en su mirada. Apretó los dedos de Pedro—. Probablemente ni siquiera quieras pensar en él, así que vamos a hablar de la velada como si no le hubiéramos visto. Lo he pasado muy bien. ¿Ves como ibas a ganar? Te lo merecías.
Pedro dejó la estatuilla en el suelo para concentrarse exclusivamente en Paula.
—He superado el abandono de mi padre hace mucho tiempo.
—¿Qué sucedió para que la decisión de… abandonarte fuera sólo suya?
—Mi madre murió cuando yo era pequeño. Sólo recuerdo que le costaba ocuparse de mí. Ahora tiene el problema de que he crecido, me he forjado una carrera, y no quiere admitir que existo.
—Él sí que debería avergonzarse de existir —dijo Paula. Y dejó que Pedro interpretara el resto de lo que pensaba en su mirada: el sentimiento protector que despertaba en ella a pesar de que era evidente que podía cuidar de sí mismo.
Y por primera vez en su vida, Pedro se dijo que sería agradable que una mujer cuidara de él.
Pero era completamente imposible. Nunca se arriesgaría a ser rechazado por su enfermedad.
—Ya hemos llegado —anunció el conductor, poniendo freno a los pensamientos de Pedro.
Mantenía su mano sobre la de Paula y seguía sintiendo su cuerpo pegado al de él. El deseo se abrió camino entre sus temores y acarició su mano instintivamente
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