lunes, 10 de diciembre de 2018
EL ANILLO: CAPITULO 1
Un leve escalofrío recorrió la espalda de Paula Chaves al sentir los seductores ojos verdes de Pedro Alfonso clavados en ella mientras le ofrecía el puesto de trabajo.
—Gracias. Lo acepto encantada. Puedo empezar este mismo lunes —dijo, compensando la inesperada reacción con su tono más profesional.
¡El famoso millonario, excepcional y creativo diseñador de jardines Pedro Alfonso quería que trabajara para él! Eso justificaba un escalofrío.
Trabajaría para él durante doce meses con la posibilidad de prorrogar el contrato si todo iba bien. ¡Era el trabajo de sus sueños!
Pedro sonrió.
—Puede que el ritmo de trabajo te resulte excesivo inicialmente. Trabajo intensamente en varios proyectos a un mismo tiempo y te mantendré informada de todos ellos.
—Tener mucho trabajo no me asusta. Estoy deseando empezar —Paula era sincera—. Un trabajo como éste es una oportunidad excepcional. Justifica los dos años y medio que he dedicado al diseño gráfico.
Y la oferta de Alfonso significaba una inyección de confianza en sus habilidades artísticas.
Alfonso no la contrataría si no creyera en su capacidad. Iba a ocuparse del diseño por ordenador de los nuevos proyectos, dibujando cuadros para los clientes. Además, sería responsable de la fotografía para la publicidad.
¡Estaba deseando ponerse manos a la obra, y poder demostrar a su madre que era capaz de desenvolverse en ese medio con éxito!
Irguió la espalda y se estiró la chaqueta que cubría unas generosas curvas que la mortificaban.
—Espero que mantengas el mismo entusiasmo después de la primera semana de trabajo —dijo Pedro, mirándola fijamente por unos instantes antes de deslizar la vista hacia los estantes que cubrían dos de las paredes del despacho.
Paula siguió su mirada y la dirigió hacia el ventanal desde el que se divisaba una concurrida calle del Sidney de la clase trabajadora. Sidney en su mejor faceta: la del trabajo y el goce de la vida. De haberlo querido, Pedro podría haber fijado sus oficinas en el corazón financiero de Sidney, en un lujoso rascacielos con vistas al puerto, con la ciudad a sus pies. Sin embargo, había preferido permanecer en el territorio de las personas corrientes, un lugar en el que Paula se sentía cómoda porque le gustaba vivir en la realidad.
—Haré todo lo que sea necesario para satisfacerle —dijo. Se produjo un breve silencio en el que Paula se lamentó de no haber elegido mejor sus palabras. Como solía hacer cuando se ponía nerviosa, se acarició la cola de caballo en la que recogía su largo cabello rubio y se concentró en no ruborizarse.
Su nuevo jefe la miró intensamente una fracción de segundo antes de decir en tono grave:
—Hasta ahora he trabajado solo, pero estoy decidido a dar este paso. Me han dado muy buenas referencias tuyas en el centro de diseño gráfico y después de hablar contigo estoy seguro de que eres la persona adecuada.
—Prometo intentar adaptarme sin causarle molestias.
—Te lo agradezco. Estoy seguro de que nos… llevaremos perfectamente.
A Paula le desconcertó sentir que se le ponía la carne de gallina: No eran más que unas palabras amables, pero le llegaron al corazón.
—Trabajaré con todas mis fuerzas en lo que me pida.
—Gracias —Pedro respiró con fuerza—. Me gustaría presentarte a todo el equipo, pero muchos de mis empleados están fuera. Sólo somos veinte. Conocerás a uno de los equipos el lunes. A los demás, con el paso de los días —se puso en pie, se acercó a Paula y cuando ésta se levantó, la tomó por el codo y la condujo hacia la puerta.
Era un hombre alto, sin un gramo de grasa; de hombros anchos y caderas estrechas, con el cabello negro y ondulado. Tenía labios sensuales, nariz aguileña y unos increíbles ojos verdes enmarcados por pobladas cejas.
—Me encantará conocerlos a todos, señor Alfonso.
—Por favor, llámame Pedro. Desde el lunes vamos a estar juntos manchándonos las manos de barro, podemos prescindir de las formalidades. Por cierto, será mejor que te pongas vaqueros.
Mientras hablaba, una mujer entró en el edificio, y con ella el fresco aire de mayo. En un mes empezaría el invierno oficialmente, pero por el momento la temperatura era todavía agradable.
Paula miró a su jefe, que llevaba una camisa blanca y pantalones grises: informal pero elegante. Transmitía un envidiable aire de seguridad en sí mismo y Paula rezó para tener la fuerza y la concentración suficientes como para estar a su nivel.
A punto de cumplir los veintiséis años, sabía que no debía estar tan obsesionada por ponerse a prueba, y sabía que en parte se sentía así por el escaso apoyo que le daba su familia.
—Gracias…, Pedro —Paula aspiró el perfume ácido del aftershave de Pedro y trató de ignorar el calor que recorrió su cuerpo hasta las puntas de los dedos.
Paula la llevó hacia los despachos de una planta diáfana.
—Imagino que vendrás a vivir por la zona. La dirección que aparece en tu currículo está lejos, en el centro de Sidney, donde estudiaste diseño —Pedro se detuvo ante el primer escritorio y esperó a que Paula y una empleada intercambiaran unas palabras.
Cuando continuaron, Paula respondió.
—Compartía un apartamento cerca de la escuela de diseño, pero prefiero mudarme aquí cerca —le hacía ilusión mudarse a aquella zona, en la que vivían algunos de sus mejores amigos—. Voy a ponerme a buscar casa inmediatamente.
—Ya hablaremos de eso cuando termine de presentarte —Pedro la guió por la planta, deteniéndose en aquellos puestos donde había algún empleado.
Paula intentó concentrarse en recordar los nombres y los puestos que ocupaba cada uno.
Finalmente, Pedro la llevó a la cocina que quedaba al fondo de la planta. Allí había dos hombres de pie. El más joven llevaba traje, y el mayor, un mono de trabajo. Ambos los miraron en silencio mientras se les acercaban.
—Paula, éstos son Luciano y Alex Alfonso, mis hermanos —dijo, señalándolos—. Chicos, os presento a Paula Chaves, nuestra diseñadora gráfica desde hace… —miró el reloj—, diez minutos.
—Encantado de conocerte —Luciano estrechó la mano de Paula—. Soy el dueño de los invernaderos que, entre otras cosas, proveen a Pedro.
Luciano era alto y moreno, y tenía los ojos grises, y compartía con su hermano Pedro una mirada a un tiempo alerta y reservada.
Paula comentó:
—No sabría decir cuál de vosotros es el mayor. Tenéis edades muy parecidas —según hablaba, se dio cuenta de que en realidad no tenían demasiado parecido físico.
—Pedro es el mayor. Casi nadie se da cuenta —dijo Luciano con aire sorprendido.
El hermano menor le tendió la mano sin darle tiempo a seguir pensando.
—Yo soy Alex. Tengo un negocio de exportación, pero también soy accionista de la compañía de Pedro. Espero que disfrutes de tu trabajo con nosotros.
—Estoy ansiosa por empezar.
Alex era claramente más joven que sus dos hermanos. Como ella, tenía los ojos azules, y una sonrisa cautivadora.
Paula sintió curiosidad por conocer mejor a aquella familia, aunque sólo tenía ojos para la sonrisa de su jefe. Como jefe, por supuesto. No tenía ningún interés por los hombres en general.
Su papel era el de «buena amiga», y no le importaba. Era mucho menos angustioso que tener relaciones sentimentales que fracasaban.
Y le bastaba con que su madre criticara su lamentable inhabilidad para sacarse partido, como para que un hombre se sumara a ella.
—Quizá podría sacar algunas fotografías en uno de tus invernaderos —comentó a Luciano—. Serían perfectas como fondo de los diseños gráficos.
Luciano la miró fijamente.
—Podemos arreglarlo.
—Cuando podamos ir los dos —intervino Pedro bruscamente al tiempo que su cabeza sufría un tic hacia la derecha, y fruncía el ceño.
Luciano arqueó las cejas e intercambió una rápida mirada con Alex.
Sin saber muy bien qué sucedía, Paula dijo:
—Espero no haber dicho nada inapropiado.
—No es eso —Pedro metió las manos en los bolsillos—. Sólo es que…
—Se ha distraído —le cortó Alex.
—Se ha desconcentrado —apuntó Luciano.
—Estaba pensando —corrigió Pedro—. En cuanto pueda, organizaré una visita a los invernaderos de Luciano, Paula —Pedro hizo un esfuerzo por disimular la peculiar tensión que se había creado—. Es una buena idea que tomes unas fotografías. Y me gusta visitarlos regularmente para recordar las plantas que podemos usar. Por eso estaría bien que fuéramos juntos.
—Gracias —dijo Paula, relajándose al comprobar que no había metido la pata.
Entonces, ¿qué habría causado la reacción de Pedro?
«Nada que a ti te importe», se dijo. «No tienes por qué saberlo todo de él».
Paula tenía cierta tendencia a querer conocer las motivaciones ocultas de las personas… o al menos de eso le acusaba su madre.
Tras un breve silencio, Luciano carraspeó y se dirigió a Pedro.
—¿Has hablado ya con Paula de un posible alojamiento?
—Era el siguiente punto de la lista —Pedro se volvió hacia ella—. Luciano tiene algunas propiedades en alquiler que puede que te interesen. A diez minutos de aquí tiene un apartamento de una habitación que cuenta con garaje.
—¿De verdad? ¡Eso es fantástico! —dijo Paula con una sonrisa resplandeciente.
Vio en los ojos de Pedro un brillo que la dejó sin habla. Había algo en las reacciones que despertaba en ella que le resultaba desconcertante. Respiró lentamente para recobrar la calma y se dirigió a Luciano:
—¿Por cuánto lo alquilas? Tengo un presupuesto limitado —cuando Luciano nombró la cifra, Paula dijo—: Puedo pagarlo.
Tener resuelto ese problema suponía un alivio y le permitiría preocuparse de las cosas importantes que tenía entre manos…y no de una mirada que le hacía pensar en su vida, y despertaba su curiosidad por conocer la de Pedro.
—¿Cuándo puedo firmar el contrato? No necesito verlo, no quiero que se me escape.
Se pasó las manos por los muslos a la vez que se irritaba consigo misma por hablar con nerviosismo.
Aunque Pedro había guardado silencio durante el intercambio, Paula notó que seguía el movimiento de sus manos con la mirada y que contenía una exclamación antes de apartarla. Al instante, Paula asumió que se debía a que había llamado su atención sobre la solidez de sus muslos, y reprimió un suspiro. Su cuerpo era así, no podía remediarlo. No podía cambiar ni su constitución ni su excesiva altura, y mucho menos sus curvas, que según su madre, no eran más que el producto de un exceso de comida.
Eso no era cierto, pero su madre, la menuda Eloisa Chaves, parecía querer encogerla, y al mismo tiempo, cambiar su personalidad por otra mucho más práctica.
En cualquier caso, Pedro debía haberla mirado sin verla. Seguro que ni siquiera se había dado cuenta de qué aspecto tenía.
Y eso era lo mejor para ambos.
Luciano le alargó un documento y unas llaves.
—Si estás de acuerdo, puedes firmar el contrato y dejárselo a Juliana. Ya lo recogeré el próximo día que venga. Pedro te dirá dónde está.
Los dos hermanos se marcharon. Paula se volvió a Pedro.
—Tu hermano ha sido muy generoso. Muchas gracias.
—De nada. Luciano tiene muchas propiedades.
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