miércoles, 10 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 20




Ella sonrió mientras le acariciaba la espalda con la punta de los dedos hasta la nuca sudorosa, saboreando la deliciosa sensación de tenerlo dentro. Jamás se había sentido tan completamente satisfecha, sexual y físicamente complacida.


Rió.


—Entonces, mi querido científico, el orgasmo acontece cuando la excitación alcanza su cenit.


Lo sintió sonreír sobre su piel. Alzó la cabeza y la observó con ojos cálidos.


—Parece que he demostrado mi hipótesis.


—Y cómo —durante un momento breve, reinó un silencio incómodo, pero al mirar en los ojos de Pedro, esa incomodidad se desvaneció. Estaba con Pedro y no había necesidad de nada salvo de estar a gusto cuando se hallaba en su presencia—. ¿Valió la pena la espera? —preguntó.


Él cerró los ojos, como si no pudiera hablar. Al final, dijo con voz ronca:
—Me gustaría poder dar marcha atrás en el tiempo y vivirlo otra vez. Eres hermosa cuando tienes un orgasmo. ¿Lo sabías?


Paula rió, y luego gimió en el momento en que él se movió dentro de ella, experimentando oleadas de placer.


—¿Qué? No, Pedro, por lo general no me miro cuando tengo un orgasmo. No tengo espejos en el techo —le acarició la espalda.


Comenzó a mover las caderas, pero él dijo:
—Aún no, Paula, a menos que sea demasiado pesado.


—La sensación de tenerte encima es tan agradable…


—Quiero saborear este momento contigo.


Las emociones de Paula estaban desbocadas; cerró los ojos y respiró hondo, tratando de controlarlas. Después abrió los ojos, lo miró y casi tuvo miedo de moverse por temor a hacer algo que quebrara el hechizo.


Él le enmarcó la cara entre las manos, agachó la cabeza y le dio un beso embriagador. Se retiró de ella, arrastrándola consigo al ponerse boca arriba.


Ella cerró los ojos, la respiración se le acompasó y se quedó dormida acunada en los brazos de Pedro.


Un bocinazo la despertó. Miró el reloj, tratando de que sus ojos somnolientos recuperaran la visión. Ponía las cinco. Podía oír los sonidos de la ciudad, que cobraba vida incluso un domingo de madrugada. Nueva York jamás estaba quieta. 


Pero se había acostumbrado al ruido y al ajetreo de la ciudad. Incluso la ayudaba a dormir por la noche.


De pronto completamente despierta, se apartó del calor de Pedro. El rostro de él se veía apacible en el sueño y tan atractivo que casi le cortaba la respiración.


Suspiró. Todo el cuerpo aún le hormigueaba al pensar en lo que le había hecho con su voz sexy y profunda y sus manos y boca. A pesar de que su curiosidad había quedado satisfecha, quería más de Pedro.


Entonces recordó la oferta de trabajo que le había hecho. En cuanto Pedro la tocó, la noche anterior no había tenido ni un momento para asimilar esa información. Pero en ese momento se daba cuenta de que tenía un trabajo que, lo más probable, podría ayudarla a pagar casi todas sus deudas. Suspiró aliviada y se levantó, dejando que él siguiera durmiendo.


Sólo tenía una duda. No sabía nada sobre montar una empresa o de marketing. Sospechó que estaba a punto de aprenderlo.


Fue al salón, recogió la camiseta de Pedro y se la puso. El olor de él la envolvió y aspiró su aroma. De un bolso grande sacó un bloc de dibujo.


Trabajando, perdió la noción del tiempo mientras el cielo se iluminaba más allá de la ventana y el ruido del tráfico aumentaba.


—¿Hola?


Alzó la vista del bloc y vio a Pedro sólo con los vaqueros nuevos abiertos a la altura de las caderas. Su pelo oscuro era una mata revuelta y tentadora. Se lo veía tan pecaminosamente sexy que literalmente la dejaba sin aliento.


Los sueños y las fantasías que había tenido con él durante las últimas semanas palidecían en comparación con la realidad.


Con engañosa pereza, él cruzó los brazos y se apoyó en el umbral de la puerta.


—Hola.


—Si vas a levantarte tan temprano, al menos deberías tener el café preparado —comentó con tono ligero y seductor.


Ella sonrió y puso lo ojos en blanco.


—Duermes con un chico y espera que le sirvas como una geisha. Prepárate tu propio café, amigo.


Él sonrió aún más y movió la cabeza.


—Soy un invitado —se apartó de la puerta y fue al sofá—. Los invitados no preparan el café.


Se acercó hasta tocarle casi el muslo con la pantorrilla.


—No eres un invitado —aclaró Paula—. Sólo eres el chico con el que tengo sexo.


Él se lanzó a su cintura y en cuanto los dedos establecieron contacto, ella se retorció para soltarse.


—No, no, Pedro. Deja de hacerme cosquillas, animal.


—Eres tú quien sirve el castigo cruel e inhumano.


—De acuerdo. De acuerdo —soltó—. Te prepararé un poco de café.


La soltó y se sentó junto a ella. Paula se puso de pie y fue a la cocina y llenó la jarra con agua del grifo.


—A ti se te ve mucho mejor en esa camiseta que a mí, aunque es un poco corta.


Lo miró con ojos entornados por encima del hombro.


—Lo sé —abrió la tapa y sacó un filtro mientras la camiseta se le subía por el trasero.


—Paula, eres tan hermosa…


Tuvo ganas de decirle en tono jocoso «apuesto que le dices lo mismo a todas las chicas que se ponen tus camisetas», pero cuando sus ojos se encontraron, el apetito y la expresión excitada que vio le quitaron el aire. Pero había más, un caudal de emociones, una conexión que asustaba. Aturdida, dejó caer el filtro al suelo. Al agacharse para recogerlo, oyó el sonido de papel.


—¿Qué es esto?


Se irguió y vio que sostenía el bloc de dibujo.


—Mi intento por crear un diseño para tu fábrica —insertó al fin un filtro y llenó la cavidad con café molido.


—Esto es… mmm… muy sexy, Paula. Realmente tienes talento.


Se encogió de hombros, incómoda con la alabanza sincera. Pedro se puso a hojear los otros dibujos y ella se centró en la cafetera.


Regresó al sofá y se sentó al lado de él.


—¿Cuándo los has hecho?


—Llevo el bloc conmigo a todas las sesiones. A veces tengo que esperar horas antes de que me necesiten. Garabatear me ayuda a pasar el tiempo.


—Esto es más que garabatear. ¿Fabricaste alguno de estos diseños?


—Solía hacerme gran parte de mi ropa. Pero cuando la carrera de modelo cobró fuerza, me llevó en diferentes direcciones y ya no dispuse de tiempo. Pero me es imposible dejar de dibujar las imágenes de mi cabeza. Ésas jamás desaparecen.


—Quizá tu corazón intenta decirte algo —volvió al dibujo en el que había estado trabajando esa mañana.


Ella se encogió de hombros.


—Es sólo por diversión. ¿Te gusta?


Él dejó el cuaderno a un lado. La tomó por la cintura y la sentó en su regazo.


—Me gustaría verlo puesto en ti.


Ella apoyó la mano en el pecho ancho y viril. Sin decir otra palabra, subió hasta el hombro y luego hasta la nuca. En silencio, le acercó la boca y musitó con voz ronca:
—Tú eres el jefe, de modo que si dices que he de desfilar ante ti, no podré resistirme —le rozó la boca y él elevó las caderas, su erección caliente y firme contra ella.


—Entonces, no cabe duda de que el trabajo tiene sus ventajas.


—Oh, sí —movió las caderas contra ese calor duro—. Unas ventajas estupendas.


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