martes, 30 de octubre de 2018
BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 29
Después de tres idílicos días en la villa de las afueras de Bellagio, Pedro se sentía frustrado por la falta de progreso en las investigaciones de sus colegas sobre el paradero de Kostas. Una frustración que no tenía correspondencia alguna en el plano sexual. Paula era incansable y maravillosamente creativa. Y él estaba viviendo los momentos más felices de su vida.
Resultaba demasiado fácil olvidarse de que seguía siendo un agente de la CIA.
—¿Te apetece que te ate? También puedo vendarte los ojos… —le preguntó Paula con una maliciosa sonrisa mientras abría un cajón del armario y sacaba un puñado de pañuelos de seda.
Pedro detestaba ser un aguafiestas.
—Er… creo que eso no es lo mío.
—¡Oh, vamos! ¿A quién no le gusta perder el control de cuando en cuando?
—A mí, creo —se incorporó en la cama para apoyarse en el cabecero.
Paula se sentó a su lado y deslizó una mano por su duro abdomen.
—¿Es por tu preparación como agente de la CIA? ¿Crees que voy a atarte con estos pañuelos para luego torturarte y sonsacarte información?
Pedro intentó no sonreírse.
—Quizá.
—Si te torturo, lo haré muy bien.
—¿De veras?
—Podría seducirte y tentarte una y otra vez hasta volverte loco de deseo. Acercarme y alejarme, acercarme y alejarme… Ese tipo de cosas.
—¿Dónde tengo que firmar? —inquirió, sarcástico.
Paula blandió uno de los pañuelos.
—¿Tengo que ponerme dura para conseguir convencerte?
—Lo siento, pero ya te he dicho que no me gustan esas cosas.
Paula había encendido velas en el dormitorio. Al otro lado de la habitación, un ventilador refrescaba el ambiente. En el pequeño equipo de estéreo sonaba una canción de Barry White a bajo volumen.
Paula sólo llevaba un sujetador y unas braguitas de encaje negro, y probablemente cualquier otro hombre heterosexual que quedara en el mundo se habría dejado atar y azotar con gusto por ella.
Pero Pedro tenía un bloqueo interno a perder el control que ni siquiera una mujer como ella podría romper. E incluso aunque lo consiguiera, estaba seguro de que no disfrutaría.
—¿Confías en mí? —le preguntó Paula.
Confianza. No era una palabra que uno pudiera tomársela a la ligera.
—Todavía estamos en proceso de conocernos, ¿no?
—O sea que no confías en mí.
—Lo siento, pero supongo que tiene que ver con mi trabajo: no confiar en nadie y sospechar de todo el mundo. Ésa es mi vida.
Sabía que estaba intentando disimular su decepción. Se le notaba: aquello la había dolido.
—Qué triste, ¿no?
—Sí que lo es.
—¿Has confiado alguna vez completamente en alguien?
Pedro reflexionó sobre su pregunta, consciente de que ninguna respuesta sonaría bien a sus propios oídos. De joven no había tenido ningún problema en convertirse en agente secreto, porque ya de niño había aprendido que la confianza era un bien escaso.
—Completamente, no.
Se lo quedó mirando como si acabara de confesarle que tenía cáncer.
—Guau. Lo siento.
—Supongo que ahora entenderás por qué soy tan poco aficionado a las relaciones a largo plazo.
—¿A quién recurres entonces cuando necesitas un amigo que te escuche, alguien con quien puedas desahogarte?
—A nadie. Forma parte de mi trabajo. Me guardo mis secretos y solamente confío en mí mismo.
—¿Pero a veces no tienes que trabajar con otra gente?
—Claro, pero sabiendo que podrían traicionarme en cualquier momento.
—¿De niño tampoco confiabas en nadie?
—Quizá antes de que tuviera uso de conciencia.
—¿Te criaste entre lobos o algo así?
—Los lobos probablemente habrían sido más cariñosos —sonrió, irónico.
Paula arqueó las cejas sin decir nada, como esperando a que continuara.
—Te conté que mi padre trabajaba para el ministerio de Exteriores, pero no que mi madre se marchó de casa cuando mi hermano y yo éramos pequeños.
—¿Cómo de pequeños?
—Yo tenía un año y David tres.
Paula esbozó una mueca.
—Vaya. Lo siento.
—Hey, todos necesitamos algo contra lo que rebelarnos, ¿no?
—¿Eso piensas de verdad?
—Claro —se encogió de hombros.
—¿Seguiste en contacto con tu madre después de que se marchara?
Pedro negó con la cabeza.
—Era maníaco-depresiva y, según mi padre, terminó viviendo en París con un actor hasta que se suicidó con una sobredosis.
—Oh, Dios mío, lo siento tanto… ¿Tu padre volvió a casarse?
—Sí, se casó con la Reina de Hielo. Ni el uno ni la otra estaban dispuestos a consentir que dos pequeñuelos arruinaran sus vidas, así que…
—Os mandaron a un internado.
—Básicamente, sí. La versión oficial era que tenían que darnos una buena educación.
—¿Te llevabas bien con tu padre?
—Tan bien como podía teniendo en cuenta que sólo lo veía los veranos y los días de vacaciones.
—¿Y ahora?
—Vive en Monterrey con la Reina de Hielo. Juega al golf, fuma puros y conspira para pagar pocos impuestos.
—¿Habláis?
—De vez en cuando, pero en asuntos emocionales, es de la vieja escuela. Piensa que una buena borrachera es la solución a la mayoría de los problemas. Cada vez que he intentado tener una conversación sincera con él, me ha mirado como si fuera gay.
—Ahora entiendo por qué la perspectiva de haberte criado entre lobos no te parecía tan mala…
Pedro bajó la mirada a los pañuelos que todavía tenía en la mano y sintió una punzada de arrepentimiento por haberle amargado la fiesta.
Al menos ahora entendía por qué era tan desconfiado. Mejor que lo hubiera averiguado antes que después.
—Supongo que debería llevar encima un letrero que dijera: ¡Cuidado! Mutilado emocional.
Paula sonrió con tristeza.
—Creo que, si fuéramos sinceros, todos deberíamos llevar un letrero así.
—Tú pareces haberte adaptado bien —le dijo él.
—Sí. Teniendo en cuenta el estilo de vida de mi familia, parece que he sobrevivido muy bien.
—Tú tampoco me has hablado nunca de tu familia.
Paula suspiró mientras se estiraba a su lado, en la cama.
—Probablemente por las mismas razones que tú.
—¿Tú también habrías preferido criarte entre lobos?
—¡Por supuesto! —se echó a reír, pero era una risa sin humor—. Mis padres no estaban preparados para convertirse en adultos responsables. Nunca lo estuvieron. Ambos eran adictos a todo tipo de drogas: siempre estaban pendientes de la próxima dosis. Y mi hermano también cayó en la trampa. Cuando creces viendo a tus padres ponerse de todo, no puedes evitar contemplarlo como una posible solución cuando las cosas se ponen feas.
—¿Y tú?
—Aparte del alcohol y de un breve flirteo con la marihuana, tengo un historial sin tacha. Aprendí a alejarme de las drogas duras a fuerza de ver lo que les sucedió a mis padres.
—Pero tu hermano no tuvo tanta suerte.
—Se equivocó a la hora de elegir a sus amigos. Yo intenté protegerlo, pero era poco lo que podía hacer. Bastante tenía con lo mío.
Pedro le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí. Se notaba que quería a su hermano con locura.
La besó en la frente y aspiró su dulce aroma.
Olía a casa. A hogar. Aquella mujer era realmente su hogar. Ejercía un peligroso y adictivo efecto sobre su alma… que lo aterraba.
—Es muy afortunado de tener una hermana como tú.
—Prueba a decir eso desde que me largué a Europa y no volví más.
—¿Sigue resentido por tu marcha?
—Desde luego. Yo soy la única familia que le queda, y piensa que lo he abandonado.
—¿No has vuelto ni una sola vez por vacaciones?
Paula negó con la cabeza.
—Él ha venido a Europa un par de veces, pero yo no he vuelto allá. Me pongo enferma sólo de pensar en ello.
—¿Entonces por qué quieres marcharte de Italia en septiembre?
—Es algo muy extraño. Vuelvo solamente para la boda de mi hermano, pero últimamente tengo la impresión de que mi etapa en Europa está a punto de terminar.
—¿Echas de menos California?
—Claro, son muchas las cosas que echo de menos. Creo que me da miedo enfrentarme a la carga emocional.
—Pero vas a volver de todas formas. Para eso se necesita coraje.
—No creo que sea tan noble como parece. Siempre tuve en la cabeza que viajaría por Europa durante cinco años y luego volvería a casa.
—¿Por qué cinco años?
—Supongo por que en su momento me pareció una buena idea.
Pedro vio que cruzaba una pierna sobre las suyas y se excitó de inmediato. Bajó la mirada a la sombra de vello que se distinguía bajo sus braguitas. Buena oportunidad para excitarse, en medio de una conversación tan íntima…
Paula se fijó en la tienda de campaña que había formado con el calzoncillo y se sonrió.
Deslizando una mano por su vientre, se detuvo en el elástico de sus boxers.
—Perdona. No quería distraerte de la conversación.
—Para hablar siempre hay tiempo, ¿no? —susurró Paula, y antes de que él pudiera evitarlo, cambió de posición para acercar los labios a la punta de su sexo, que seguía presionando contra el tejido de algodón.
Pedro cerró los ojos y suspiró. Paula era la mujer más excitante que había tenido el placer de conocer. Representaba el peligro más grave al que se había enfrentado jamás, y lo cierto era que estaba indeciso entre hundirse aún más en aquella adicción… o salir corriendo.
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