martes, 30 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 27





En algún momento de los últimos días, el papel que había adoptado del amante ansioso y bien dispuesto se había convertido en realidad. Ahora sí que quería llegar a conocerla mejor… y ya no se trataba de una treta para ganarse su confianza. Lo que había empezado como una misión se había convertido en una aventura amorosa de verdad.


Lo cual no podía aterrarlo más.


Después de una noche en los brazos de Pedro, y conforme se alejaba de Roma, Paula estaba empezando a sentirse mucho más tranquila respecto a Kostas.


La pequeña población alpina en la que pararon para comer se hallaba algo alejada de su camino, encajonada en un pequeño valle de los Dolomitas, pero la divisaron a lo lejos y decidieron abandonar la autopista para conocerla.


El pueblo tenía siglos de antigüedad, y aparte de sus viejos edificios de piedra y teja roja, lo más destacable era iglesia con su alto campanario que parecía emular a las montañas cercanas.


Después de pasear por sus calles y de comprar un par de bocadillos y una botella de vino, se dirigieron a la granja abandonada que habían avistado.


Paula había sacado una manta del maletero y la extendió sobre la hierba, a la sombra de un viejo roble.


—Esto parece la escena de una postal —comentó Pedro mientras se tumbaba en la manta, con las manos detrás de la cabeza. 


Después de quedarse mirando durante un rato las hojas del árbol mecidas por la brisa, cerró los ojos y bostezó.


—¿Quieres dormir un poco antes de comer?


Abrió los ojos, se desperezó y sonrió.


—En realidad, tenía otra cosa en mente.


—¿Oh?


—Te quiero a ti primero. Luego la comida.


Paula se excitó al instante. Le encantaba aquella manera que tenía de hacerla arder de un segundo a otro. Sin pronunciar una palabra, hizo a un lado la comida y se sentó a horcajadas sobre él.


Pedro la atrajo hacia sí y le hizo cosquillas en los labios con la lengua antes de apoderarse de su boca en un largo beso exploratorio.


Paula, que se había pasado toda la mañana ansiando tocarlo, gimió contra sus labios, deleitada.


—Me encanta la buena disposición que tienes siempre hacia mí —le comentó él, de pronto, apartándola para mirarla—. Es algo… adictivo.


—Tú eres adictivo —susurró ella mientras le sembraba el cuello de besos—. Ahora entiendo por qué estabas tan interesado en que fuéramos a comer a un lugar solitario…


—Esta mañana, en el coche, me estaba volviendo loco de ver tus piernas. Estuve excitado todo el tiempo.


—Me sorprende no haberlo notado.


—¿Lo notas ahora?


Su erección presionaba contra ella, ansiosa, entre sus piernas; Paula se estaba humedeciendo por segundos. Quería sentirlo dentro de sí, sin mayor dilación. Pero al mismo tiempo no podía resistirse a saborear el deseo que él despertaba en ella, la expectación de lo que estaba a punto de ocurrir.


—Mmmmm… —murmuró mientras lo besaba de nuevo—. Es imposible no notarlo…


—¿Te parece que aquí estamos bien? —le preguntó Pedro, mirando a su alrededor.


El edificio de la granja tenía la puerta entreabierta y las ventanas rotas. Más allá estaba el granero, y al otro lado del roble se extendía una viña abandonada. No había nadie a la vista.


—Creo que sí —respondió Paula mientras se incorporaba. Después de descalzarse, se quitó las braguitas dejándose puesta la falda.


—Veo que no pierdes el tiempo —arqueó una ceja.


—Creo que deberíamos dejarnos la ropa puesta, sólo en caso de que aparezca alguien, ¿no te parece?


La vista de su miembro erecto la hizo sonreír. 


Probablemente no se había puesto calzoncillos a la espera de una ocasión como aquélla.


—Desde luego —repuso él, pero cuando Paula se apoderó de repente de su sexo, pareció perder todo interés por la conversación.


Cerró los ojos y soltó un suspiro en el instante en que ella empezó a acariciarlo, muy suavemente al principio. Luego Paula inclinó la cabeza y le besó la punta antes de empezar a lamérsela, toda alrededor.


Le habría gustado sentir que se hallaba ante otra conquista suya, que Pedro era un tipo como cualquier otro que hubiera pasado por su blog. 


Pero, de alguna manera, el hecho de haber encontrado al amante perfecto parecía tener unas consecuencias que antes no había alcanzado a imaginar.


Últimamente… apenas se reconocía a sí misma.


Quizá la culpa la tuviera el incidente con Kostas, que la había alterado demasiado.


Se metió la punta de su sexo en la boca y se concentró en chupárselo rítmicamente, saboreándolo al tiempo que le acariciaba los testículos con la otra mano.


Ciertamente seguía siendo la misma Paula obsesionada con el sexo de siempre, pero desde que había descubierto que un amante suyo era un terrorista, había empezado a experimentar cosas insólitas. El episodio no solamente le había recordado el miedo que la atenazó el Once de Septiembre, recordándole que la vida era el único valor supremo; también la había hecho cuestionarse a sí misma en muchos sentidos.


¿Qué era lo que realmente la importaba como persona? ¿Qué sentido tenía su vida? ¿Realmente quería vivir solamente para disfrutar del placer físico? ¿No había nada más que le interesara, que la llenara?


¿Y por qué se estaba preguntando todo eso mientras le hacía una felación a un tipo? Se retiró un tanto y volvió a acariciarle el miembro con la mano, esforzándose por volver a la realidad.


—¿Qué te pasa? —le preguntó Pedro—. Pareces distraída.


—Perdona. Es que estaba pensando en este lío en el que me he metido… que tenga que esconderme y todo eso.


—Es estresante, lo sé, pero no necesitas preocuparte tanto. Encontraremos a Kostas y tú volverás a estar en condiciones de llevar una vida perfectamente normal.


La tomó de la mano y la acercó hacia sí, hasta que quedó tendida encima de él. Paula apoyó la cabeza sobre su pecho y suspiró.


—Lo siento. No era mi intención estropear un momento así…


—No pasa nada. Me alegro de que me lo hayas dicho. A veces me olvido de que la gente normal no está tan acostumbrada a correr riesgos, a vivir bajo el peligro. Yo llevo tanto tiempo viviendo bajo amenaza que es como si se hubiera convertido en una segunda naturaleza.


—¿Y no te preocupa?


—He aprendido a aceptarlo. Además, en realidad es más probable que me atropelle un coche o que me muera de cáncer a que me maten en mi trabajo.


—Qué pensamiento tan optimista…


—Hay que ser optimista. Y contemplar el peligro en su justa perspectiva.


El cuerpo de Paula seguía hirviendo de deseo, aunque su cerebro se negara a colaborar. 


Necesitaba recuperar el sabor de aquel encuentro antes de que fuera demasiado tarde. 


Necesitaba hablar menos y actuar más.


Además, no le gustaba en absoluto pensar en la vida llena de peligros que llevaba Pedro. Si seguía ahondando en aquel pensamiento, se quedaría paralizada por el miedo.


—Te prometo que me quitaré esos mórbidos pensamientos de la cabeza… —lo miró a los ojos— si tú me prometes a mí que cerrarás la boca y me harás el amor ya.


Pedro esbozó una lenta sonrisa.


—Estás intentando distraerme con el sexo, ¿verdad?


—No.


—Sí. ¿Por qué?


Paula puso los ojos en blanco.


—En mi experiencia, no existe ningún hombre que no se deje distraer de manera permanente por el sexo. No puedes culparme a mí de ello.


Pedro rodó a un lado y la obligó a tumbarse sobre la manta.


—Mira, no sé lo que te pasa realmente… —susurró contra sus labios— pero sé que no hay incentivo sexual en el mundo que pueda distraerme de mi preocupación por ti.


—Lo siento. No quería trivializar tu preocupación. Te has portado demasiado bien conmigo y me has ayudado mucho.


—Tarde o temprano descubrirás que ni interés es sincero.


—Eso ya lo sé.


—Si realmente lo sabes, podrías dejar de mantener limitada nuestra relación a un nivel puramente sexual.


Le sostenía la mirada con una expresión de desafío. Un desafío emocional que Paula ni podía ni quería aceptar.


—¿Eso es lo que crees que estoy intentando hacer?


—No lo creo: lo sé.


Pensó en protestar, pero él la tenía acorralada. 


Era absurdo negarlo.


—Es una vieja costumbre que tengo. No es nada personal contra ti.


—Vaya, gracias. Ahora me quedo más tranquilo —repuso, irónico.


—¿Qué quieres que te diga? —le preguntó con un nudo en la garganta, consciente de lo muy cobarde que era.


—Quiero que me digas que a partir de ahora no seguirás escondiéndote de mí. Que le darás a nuestra relación la oportunidad de que tenga algo de sentimiento, aparte del placer sexual. ¿Podrás hacerlo?


—Por supuesto que sí. Lo haré. Te lo prometo.


Pero… ¿hablaba en serio? ¿Sería capaz de darle esa oportunidad a su relación? Paula se conocía bastante bien a sí misma en su relación con los hombres, pero en realidad no sabía cómo se comportaba con Pedro. Eso era lo que más la asustaba. No se parecía en nada a cualquier otro hombre que hubiera conocido.


Pese a su declaración de que no era aficionado a las relaciones a largo plazo, estaba empezando a sospechar que Pedro representaba precisamente todo aquello que ansiaba pero que sabía que no podría soportar: el amor, el compromiso… y el dolor.


La sola idea la aterraba aún más que el pensamiento de la adicción. Una adicción sexual se podía combatir cambiando de país, pero… ¿cuál era la cura para un enredo amoroso?


Y no sólo era eso. Era la horrible sensación de estar resbalando hacia el abismo, sin control alguno, consciente de que la esperaba el dolor. 


Mucho dolor.


Pedro deslizó las manos bajo la falda del vestido de Paula, y un instante después su miembro estaba presionando contra su húmedo sexo, a punto de entrar. Entonces recordó que necesitaba el maldito preservativo y se detuvo el tiempo suficiente para sacarse uno del bolsillo y ponérselo.


Se tumbó sobre ella, después de subirle la falda hasta la cintura, y la penetró lentamente. Con ninguna otra mujer se había sentido tan maravillosamente bien como con Paula. Si aquello era la cumbre de su vida sexual, pensaba aprovecharla todo lo posible… durara lo que durara su relación.


Vio cómo el deseo nublaba su mirada conforme se hundía cada vez más profundamente en ella.


Paula era hermosa no sólo por sus rasgos o por su sensualidad, sino por algo que irradiaba en su interior. Se sentía confiada y cómoda consigo misma, y lo demostraba con la manera que tenía de moverse, de interactuar con el mundo.


Un nudo de emoción se le formó en la garganta mientras la miraba a los ojos y empezaba a moverse dentro de ella. Anhelaba relajarla lo suficiente como para obligarla a aceptar la realidad actual de su relación, fuera la que fuera, durara lo que durara.


¿Y qué si no duraba para siempre? En aquel momento, se sentía más que feliz. Además, ¿no era ésa la mejor relación que podía esperar?


Cerró los ojos y se apoderó de su boca en un largo beso. Ella le rodeó las caderas con las piernas, abriéndose a él, y Pedro sintió cómo su sexo latía con placer contenido. Sólo quería hundirse hasta el fondo, envolverse en su calor y en su aroma…


Le asustaba un poco lo mucho que la deseaba.


—Déjame conocerte —susurró—. Déjame conocerte de verdad.


—Sí —murmuró contra sus labios.


Y continuó moviéndose. Ansiaba que aquel acto físico expresara de algún modo su deseo emocional.


No había nada como el aire libre para incrementar el placer del sexo. Pedro ya sentía acercarse la tensión de su propio clímax, pero quería retrasarlo. Se hundió en ella varias veces más, reduciendo progresivamente la velocidad hasta que de repente se retiró.


Inclinándose sobre ella, la despojó del vestido y descubrió encantado que no llevaba sujetador. 


Le acarició los pezones con la lengua, deseoso de embeberse de su piel, que sabía a néctar de los dioses…


Cuando la sintió convulsionarse entre gemidos, fue bajando cada vez más, sembrándole el vientre de besos… hasta que pudo finalmente saborear su sexo. Deslizó entonces la lengua entre sus húmedos pliegues y la lamió suavemente, embriagándose de su sabor.


Era el manjar más exquisito que había probado en toda su vida.


Gimiendo, empezó a acariciarle el clítoris con la lengua al tiempo que la sujetaba de las caderas. Paula se arqueó para recibirlo, entregándose por completo a sus caricias.


En un determinado momento, apartó los finos pliegues con los dedos y succionó hasta dejarla toda tensa, convulsa, jadeante, al filo del orgasmo. Le encantaba controlarla de aquella manera, ejercitar el poder de convertirla en una mujer absolutamente poseída por el deseo.


Por fin, tras unas pocas lametadas más… le provocó el clímax.


Paula soltó un grito, anegada por olas y olas de placer. Una suave brisa se había levantado, refrescando sus cuerpos y agitando las hojas del roble que tamizaban la luz del sol.


Todavía entre sus muslos, alzó la cabeza para mirarla, admirado de su hermosura. Sabía que se encontraba en un serio peligro. Lo sabía y lo aceptaba. No había otra manera de lidiar con el miedo. No había otra manera de vivir. Aspiró el fragante aroma de Paula una vez más antes de instalarse entre sus muslos. Mientras seguía aturdida, desmadejada, sin aliento… se hundió nuevamente en ella.


Fuera lo que fueran el uno para el otro, y fuera cual fuera el peligro que Paula representara para su cordura y para su corazón, sabía que era justo allí, en aquel preciso momento, donde se suponía que tenían que estar los dos. Y tenía la intención de disfrutarlo mientras durara.


La sujetó de un muslo con una mano y se apoyó en el suelo con la otra mientras se acercaba a su propio clímax, tenso su cuerpo de placer, clavados los ojos en su rostro. Quería ver exactamente el efecto que le producía, y quería alcanzar el orgasmo perdido en su mirada…


El clímax sacudió su cuerpo mientras se vertía en ella. Olas de placer lo dejaron agotado, lánguido, derrumbado. La besó de nuevo, esa vez más lentamente… un beso de agradecimiento.


—Vaya… —susurró contra sus labios—. Esto ha sido increíble.


—Practicar el sexo al aire libre tiene un encanto especial. La naturaleza te estimula.


—Sea lo que sea, ha sido el mejor orgasmo que he tenido en mucho tiempo.


—Lo mismo digo —sonrió ella.


Permaneció durante un rato acurrucada en su regazo, hasta que se desperezó.


—¿Hambrienta?


—Deberíamos comer y salir pronto, ¿no te parece? Es mejor que no se nos haga de noche cuando lleguemos a Bellagio.


—Sí. No conozco muy bien la zona —se sentó y la miró mientras se incorporaba. Ver su maravilloso cuerpo desaparecer bajo el vestido bastó para volverlo loco… una vez más. La agarró de un tobillo, impidiéndole moverse—. Creo que todavía no he terminado contigo.


—¿Qué?


Pedro se puso de rodillas y la acorraló contra el tronco del árbol, antes de volver a levantarle la falda.


—Creo que preferiría comerte a ti antes que un triste bocadillo.


—Ya me has comido —sonrió—, en caso de que te hayas olvidado…


—Quiero repetir.


Paula se apoyó en el tronco y separó los muslos para facilitarle un mejor acceso.


—No pienso discutir.


Besó los rizos de su vello público y le acarició el clítoris con la lengua. Paula cerró los ojos, sin aliento.


No se cansaba de su aroma ni de su sabor: cuando empezó a succionarla, fue como si se embebiera de ella. Mientras oía acelerarse su respiración, la lamió concienzuda, rítmicamente, deteniéndose únicamente para mordisquearla de cuando en cuando.


¿Qué haría después de haber conocido a Paula? ¿Qué otra mujer podría comparársele después de haber gozado tanto con ella? No quería ni saberlo.


Había cambiado. Supuestamente, el sexo podía hacerle eso a un hombre.


Todavía seguía húmeda después de su último orgasmo, pero en ese momento estaba empapada. Pedro subió una mano por su muslo y le metió dos dedos mientras seguía acariciándola con la lengua. Muy pronto la sintió estremecerse con su segundo clímax.


Las olas de su segundo orgasmo reverberaron a través de su cuerpo. Sus gemidos lo excitaron de nuevo, pero como no quería hacerla esperar más tiempo para comer, ignoró su erección y se incorporó para besarla en los labios.


Con los ojos medio cerrados y la mirada nublada de deseo, Paula sonrió lánguidamente.


—Eres demasiado bueno conmigo.


—No, tú eres demasiado buena al haberme dejado que te lo volviera a hacer. Tengo ansia de ti.


—Y yo estaré encantada de complacerte cuando quieras —lo besó una vez más y se dispusieron a comer.


Pedro la observó admirado mientras sacaba los bocadillos y el vino; cuando salió de su trance, localizó el sacacorchos y la abrió. Bebieron directamente de la botella y comieron en silencio, disfrutando de los sonidos del campo.


Nunca antes se había sentido tan feliz y tan cómodo con una mujer. Y ahora que la había saboreado, se negaba a renunciar a aquella sensación.


Sabía que tarde o temprano tendría que renunciar a ella. Pero, hasta que ese momento llegara, encontraría alguna manera de convencer a Paula de que una intimidad semejante no era tan mala. Incluso para un «ligón en serie» como él… era un objetivo que merecía la pena.




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