domingo, 2 de septiembre de 2018

PERSUASIÓN : CAPITULO 16




Como había previsto Pedro, los minutos y las horas que siguieron parecieron arrastrarse interminablemente, pero en vez de enfurecerse por la situación, Paula usó sabiamente su tiempo decidiendo cuál sería la mejor manera de escapar. Le vinieron a la mente numerosos planes, desde golpear a Pedro en la cabeza con una lámpara hasta levantar las tablas de piso de su perfectamente cerrada habitación y huir a través del espacio que había debajo de la cabaña, o fingir que había cambiado de opinión y que aceptaba comenzar a trabajar con él, para que cuando él bajara la guardia, desaparecer silenciosamente por la puerta principal. Pero debió descartar cada uno de esos proyectos por una u otra razón.


El plan por el que finalmente se decidió tenía todas las ventajas: era el más práctico, el que prometía mayores posibilidades de éxito y, además, era inmediato. Esperaría hasta que llegara la noche, se escabulliría de la cabaña después de que estuviera segura de que Pedro dormía, y caminaría, de ser necesario, todo el camino de regreso a Houston. 


¡Y si por cualquier razón no podía marcharse esta noche, lo haría a la siguiente! ¡O la siguiente! ¡O la siguiente! Su voluntad, de la que Pedro había hablado de manera tan caballeresca, se había decidido con obstinada determinación. Ella ganaría su libertad y lo haría con muy poca demora.


Al promediar el día sonó un golpe en su puerta, causándole a Paula tan violento sobresalto que casi se salió de su propia piel. Todo había estado hasta entonces muy silencioso dentro de la cabaña; en realidad, varias veces había estado tentada de salir para verificar si su secuestrador todavía seguía allí. Pero prevaleció la prudencia.


—Paula, soy Pedro —le informó la inconfundible voz ronca.


Paula dobló las piernas y las rodeó con sus brazos. Estaba sentada en medio de la cama, donde llevaba ya cierto tiempo. Había muy poco que hacer en la habitación.


—Creí que era Príncipe —replicó ella, deseosa de fastidiarlo, e irritada por haberse sobresaltado.


Hubo una pausa y ella se preguntó si por fin había logrado desconcertarlo. Pero cuando él habló, sus palabras sonaron cargadas de buen humor.


—No te creo. Bien, yo voy a almorzar. ¿Te gustaría comer algo?


Paula permaneció callada.


—¿Paula?


—Estoy aquí.


—Biftec, ensalada, panecillos...


El estómago de Paula rugió. Rápidamente, ella consiguió hacerlo callar y dijo, ácidamente:
—Vaya, eres un hombre muy doméstico puesto que sabes cocinar.


Pedro rió con ganas.


—Puede decirse que sí.


Nuevamente el silencio se impuso entre los dos.
Después de varios segundos, Pedro finalmente habló:
—¿Debo entender que estás tratando de decirme que no tienes apetito?


—Sí, has entendido bien.


Pedro suspiró.


—Bueno —dijo— ...si cambias de idea...


—No lo haré —llegó la respuesta, cada sílaba cargada con veneno.


—Quizá lo hagas —respondió él en tono amable, y añadió en tono de provocación y con doble sentido: — El hambre puede llevar a una persona a hacer cosas extrañas.


Al oír eso Paula tomó una almohada y la apretó con fuerza contra sus rodillas. Pero cuando ese intento de aflojar su tensión acumulada le falló, regresó a la infancia y sacó la lengua todo lo que pudo. La experiencia le resultó extrañamente satisfactoria. En seguida se llevó una mano a la boca para contener una risita que le vino cuando pensó en la imagen que debía estar ofreciendo. 


¿Quién iba a creer que tenía veinticuatro años? 


Sentada sobre la cama, con una almohada reducida a una pelota abollada sobre su regazo, y sacándole la lengua al hombre que estaba del otro lado de la puerta, en un pueril gesto de desafío. Cuatro años sería más exacto.


Con alivio, el motivo de sus problemas cambió de posición y pronto pudieron oírse las suaves pisadas que se alejaban por el pasillo.


La siguiente media hora la pasó torturada por el aroma del biftec que Pedro estaba asando para su almuerzo y que se filtraba por las hendiduras de la puerta. ¡Maldito individuo! ¡Sabía exactamente lo que estaba haciendo! Y también lo supo más tarde, porque para su comida de la noche, el aroma inconfundible de chile muy condimentado atacó los sentidos de Paula.


Para ser una mujer de su tamaño y esbeltez, Paula siempre había tenido un apetito enorme. 


Podía comer lo que quisiera y no aumentar un gramo, con gran envidia de sus amigas más regordetas. Ella suponía que tenía que ver con su metabolismo, pero además de ser una ventaja en circunstancias normales, tenía también su lado negativo. Le era tremendamente difícil saltarse una comida, y porque ahora se veía obligada a hacerlo dos veces en un mismo día, culpaba directamente a Alan Alfonso. Otro punto negativo para añadir al inventario... especialmente porque esta última vez ni siquiera le preguntó si quería participar.


Las horas que siguieron resultaron las más difíciles. Había llegado la noche, ella lo sabía por la disminución de la poca luz que entraba en la habitación y por la menor frecuencia con que oía el susurro del sistema de aire acondicionado de la cabaña. El mundo exterior estaba enfriándose como una preparación para el descanso y Paula apenas podía contener sus turbulentas emociones. Seguía acostada en la cama, mirando fijamente el vacío oscuro donde había estado el techo, y obligada a esperar, pero sin encender la lámpara a fin de que Pedro creyera que estaba dormida.




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