viernes, 10 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 11




El jueves por la mañana Paula había quedado en desayunar en Crofthaven con Pedro, y cuando entró en el comedor ya estaba sentado en la cabecera de la mesa esperándola.


—Me han pedido que asista a una fiesta navideña que da el gobernador en su mansión —le dijo al verla—. Y ya que la prensa estará allí... me gustaría que vinieras conmigo —añadió—. ¿Te sirvo? —le preguntó levantando la cafetera, mientras Paula colgaba el abrigo en el respaldo de la silla a la derecha de la suya.


—No, gracias. Tomaré té.


—¿Té? ¿Te has puesto a dieta?


Paula parpadeó.


—No, no estoy a dieta, aunque no me vendría mal perder algunos kilos —respondió aclarándose la garganta—; pero gracias por el cumplido —añadió en un tono quedo.


—¿Qué dices?, no te hace falta perder ni un gramo —replicó él, recorriendo su curvilínea figura mientras se sentaba—. Estás perfecta como estás.


El sólo recordar la sensación del tacto sedoso y cálido de su cuerpo desnudo frotándose contra él suyo lo hizo excitarse.


—Gracias —murmuró ella mordiéndose el labio inferior y apartando la vista. Se aclaró la garganta y extendió la mano para alcanzar la tetera—. ¿Cuándo es la fiesta del gobernador?


—El sábado por la noche.


Paula, que estaba tomando un sorbo de té, casi e atragantó y empezó a toser.


—¿Este sábado?


Pedro asintió.


—Será una cena formal y habrá baile —le explicó—, Probablemente acabará tarde, así que estaba pensando que podríamos hacer noche en Atlanta.


—Oh, no creo que sea necesario.


Pedro le pareció advertir una nota de nerviosismo en su voz, pero no supo si sentirse irritado o halagado.


—Bueno, a mí no me apetece volver a las dos de la mañana si no tenemos por qué.


Paula lo miró a los ojos.


—Está bien, pero dormiremos en habitaciones separadas.


—Por supuesto —respondió él. «Separadas pero contiguas...»—. Y luego está la boda de Adrian y Selene, que es dentro de unos días —añadió.


—Bueno, eso es una celebración familiar, así que no iba a asistir —contestó ella.


—¿No quieres ir a la boda de Adrian? —inquirió Pedro, como ofendido.


Paula abrió la boca y apartó la vista.


—No es eso; me encantaría ir, pero me parece que estaría de más allí.


—No digas bobadas; para mis hijos eres parte de la familia, Pau —le espetó él—. Yo diría que tienen incluso más confianza contigo que conmigo —añadió con cierta aspereza.


—¿Cómo te fue con Adrian? —inquirió ella cambiando de tema.


—Se mostró algo cínico... y sus motivos tiene, hay que entenderlo... pero creo que está abierto a la posibilidad de que quedemos más veces para charlar.


Paula suspiró y sacudió la cabeza.


—Sé que no estuviste a su lado cuando a tus hijos les habría gustado que lo hubieses estado, pero nunca les faltó de nada, recibieron una buena educación, y tuvieron el cariño de tu hermano Hernan —le dijo poniéndose de pie—. Su falta de objetividad a veces me enfada.


—¿Qué quieres decir?


Paula resopló de pura frustración.


—Pues, para empezar, que no han tenido que mudarse de un sitio a otro; siempre han tenido un lugar al que poder llamar «hogar». No han tenido que preocuparse por que los despertaran en mitad de la noche y les dijeran que tenían que hacer la maleta porque iban a llevarlos con otra familia. Hay situaciones mucho peores que la que ellos han vivido.


Pedro le había oído expresar antes esa misma opinión, pero se había sentido demasiado culpable como para admitir que llevaba parte de razón.


La miró allí de pie, junto a la ventana, con los brazos cruzados, y de pronto comprendió que estaba hablando de ella misma. Se levantó y fue hacia ella.


—¿Es lo que te ocurrió a ti? —le preguntó. 


Paula se sonrojó y sacudió la cabeza.


—Perdona, no debería haberme metido; es asunto tuyo, no mío.


Pedro se rió.


—Que yo sepa eso nunca te ha detenido, así que... ¿por qué habría de hacerlo ahora? —le dijo—. Además, no has contestado mi pregunta: ¿fue eso lo que te ocurrió a ti?


Paula apartó el rostro.


—Mira, Pedro, yo... no me gusta hablar de ello, ¿de acuerdo?


—Por favor —la instó él. Pedro miró a Paula y por la expresión de su rostro contraído supo que estaba debatiéndose entre callar o hablar. Cerró los ojos un instante y los volvió a abrir.


—Cuando mi madre murió no había nadie más que pudiera hacerse cargo de mí —dijo finalmente—. Crecí en casas de acogida; en varias. Las familias que me tocaron fueron en su mayoría buena gente, pero ninguna de ellas tuvo mucha suerte. En una ocasión tuve que marcharme porque el padre había perdido su empleo, otra porque la pareja que me había acogido se iba a divorciar... Por eso no puedo evitar que me hierva la sangre cuando te oigo decir que tus hijos se muestran fríos contigo a pesar de que les diste muchísimo más de lo que yo jamás habría podido soñar.


Pedro se quedó callado largo rato antes de volver a hablar.


—Debió ser muy duro para ti —murmuró.


Paula esbozó una sonrisa triste. —Lo fue.


—¿Y cómo es que nunca te has casado? —inquirió Pedro sin poder reprimirse.


—Bueno, supongo que porque durante todos estos años me he dedicado de lleno a mi trabajo, y porque no he encontrado al hombre adecuado —respondió encogiéndose de hombros.


—¿Pero te casarías si lo encontraras?


Paula se giró hacia la ventana.


—No todo el mundo encuentra a la persona adecuada, y aun cuando la encuentra a veces las cosas sencillamente no funcionan.



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