jueves, 5 de julio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 35




Mirándose en el espejo del vestidor, Pedro se hizo el maldito nudo de la corbata por tercera vez. Una vez que lo hubo dejado ni demasiado largo ni demasiado corto, tomó la pequeña caja de terciopelo rojo que había sacado de la caja fuerte del banco aquella misma tarde.


Su madre había muerto cuando él era un niño. 


Según había pasado el tiempo, los recuerdos se habían ido desvaneciendo, pero Pedro aún recordaba el dulce aroma de su madre, como si siempre estuviera horneando magdalenas. Y también recordaba esto...


Abrió la caja y rozó el delicado collar que descansaba sobre un forro de seda blanca. La familia de su madre había sido granjera y habían dispuesto de muy poco dinero para gastar en lujos, así que aquélla era una pieza sencilla. Una vez se la había enseñado a Dana, que tenía mejor ojo para las joyas que él. Le había dicho que el oro de color rosa se llamaba oro rojo y que el corte del pequeño diamante era antiguo.


El collar era una de las pocas posesiones que conservaba de su madre. Ella siempre lo había llevado, y una vez le había dicho que había pertenecido a su abuela. Ahora Pedro quería que Paula lo tuviera. Quería que se diera cuenta de que el collar era para él un símbolo de la confianza que deberían tener el uno en el otro.


No podía creer que estuviera recurriendo a las metáforas, pero las palabras no habían funcionado muy bien entre ellos. Sabía que Paula había llamado a alguien desde el cuarto de baño del Village Grounds aquella mañana, y el resto del día la había visto triste y apagada.


Pedro cerró la cajita y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Le estaba pidiendo mucho a una simple joya, pero no sabía qué más hacer.


Paula se había encerrado en el baño. Después de quince minutos de espera en el salón, Pedro empezaba a preguntarse si saldría alguna vez.


Se acercó a la puerta. Sintió el aroma de un perfume cálido y especiado, pero no oyó nada.


—¿Aún estás viva? —le preguntó.


—Saldré en unos minutos —contestó ella.


Pedro regresó al salón y, fiel a su palabra, Paula apareció poco después. Él se levantó, pero fue más bien un acto reflejo, no un signo de buena educación.


—Vaya... —consiguió decir finalmente.


Mientras él había estado en el banco, Paula debía de haber ido de compras. Sabía que ella merecía más elogios por el maravilloso aspecto que tenía con aquel vestido negro, corto y de líneas elegantes, pero su lengua se negó a cooperar.


Ella se dio una vuelta y dijo:
—Entonces, ¿te gusta?


Pedro asintió con la cabeza. Incluso con los problemas que tenía, debía admitir que era un hombre muy, muy afortunado.



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