martes, 13 de marzo de 2018
EN LA NOCHE: CAPITULO 35
Los hombros de Pedro se tensaban cuando manejaba el hacha. La hoja silbaba a través del aire hasta chocar con el tronco. Varias astillas saltaban a cada golpe. Sus manos sentían la necesidad de herir a alguien. No a cualquiera. A Fitzpatrick. Aquel caso había pasado a ser algo más que un asunto de trabajo para él. Ahora se trataba de un asunto personal. Lo de la bala había sido un accidente. Lo del coche no.
Grandes gotas resbalaban por su rostro. Había estado a punto de atropellarla. Si hubiese permitido que Paula volviera sola a casa, tal vez no estuviese viva en aquellos momentos. Pero se negaba a considerar aquella posibilidad. Ella estaba bien. Estaba allí, con él. Y no tenía la menor intención de dejarla marchar. No importaba lo que ella dijese.
Secándose el sudor del rostro, colocó los troncos en un cesto para llevarlos junto a la chimenea. Aunque faltaba bastante para que anocheciera, parecía que las negras nubes se habían tragado la luz del día.
Pedro bajó la cabeza y cruzó el patio bajo la lluvia en dirección a la cabaña. Middleton había heredado aquel lugar de sus abuelos unos años antes. Pedro y Bergstrom la habían utilizado durante el otoño, cuando tuvieron que permanecer ocultos hasta la celebración del juicio en un asunto de drogas. Era un sitio ideal para mantenerse aislado. Estaba lejos de la carretera, a varios kilómetros del pueblo más cercano. En aquellos momentos se encontraba vacía, y Middleton no tuvo inconveniente en que Pedro la utilizase para mantener a Paula en un lugar seguro.
Desgraciadamente, Paula no estaba de acuerdo.
Las puertas del porche crujieron al paso de Pedro. Dentro, todo estaba en silencio. Pero la casa no estaba vacía. Podía sentir la tensión en aire como la calma tras la tormenta.
Quitándose los zapatos empapados, llevó la leña al salón y la colocó junto a la chimenea. Era enorme, de grandes piedras redondeadas.
Probablemente, la había construido a la vez que la cabaña algún antepasado de Middleton. La habían hecho para dar calor, no para decorar. Pedro esperaba que la chimenea estuviese limpia para permitir la salida del humo.
Quería secar la humedad que había en el aire.
Quería mantenerse ocupado. Cualquier cosa que le permitiese alejar de su mente el momento en el que el coche se dirigía a toda velocidad hacia Paula.
-Quiero irme ahora mismo de aquí –dijo ella.
-No. Podría ser peligroso y no debemos correr riesgos –respondió Pedro, sacudiéndose el pelo mojado.
Paula caminó desde la ventana de la fachada principal en dirección a Pedro. Iba descalza. Su traje verde pálido seguía empapado.
-Dame las llaves del coche.
-Éste es el lugar más seguro donde puedes estar. Ahora Fitzpatrick ha intentado actuar, no hay ningún motivo para que no vuelva a intentarlo.
-Puede que se haya tratado sólo de un accidente. No he podido ver quién iba al volante.
-No es posible que pienses que ese coche tuvo problemas con los frenos y estuvo a punto de atropellarte accidentalmente. ¿O es eso lo que crees?
-De acuerdo. Aunque fuera algo intencionado, te estás pasando en tu afán de protección.
-Pero…
-Ya no estamos en la edad de piedra. No puedes retenerme aquí en contra de mi voluntad. En primer lugar, si hubiese sabido antes cuáles eran tus intenciones, nunca habría permitido que me trajeses aquí.
Paula tenía razón, y aquél era el motivo por el que Pedro no le había explicado nada hasta que llegaron allí.
-Debes mantenerte oculta –insistió.
-¿Hasta cuándo? ¿Hasta que se celebre el juicio? Aún faltan semanas para eso. Tengo otros planes y también tengo obligaciones que cumplir. No puedo quedarme aquí tanto tiempo.
-La mejor forma de estar a salvo es permanecer oculta.
-Pero no es la única. Tendré más cuidado a partir de ahora. Me voy, ¿de acuerdo? No hay motivo para que me quede aquí.
-Si Fitzpatrick quiere quitarte de en medio no le va a importar que haya alguien más alrededor. ¿O acaso piensas que tuvo algún reparo por la gente cuando asesinó a Falco?
-De acuerdo. Pero, a pesar de ello, me voy.
-Hoy había más peatones por la acera. ¿Qué habría sucedido si el coche los hubiese atropellado también? ¿Qué habría pasado si Judith hubiese ido contigo?
Paula asintió.
-Eso no es jugar limpio, Pedro.
-No estoy jugando. Hay una manta en el sofá, por si tienes frío. Creo que las toallas están en el armario que hay al final de las escaleras.
-Gracias, estoy bien.
Pedro tomó unas páginas de periódico, las arrugó y las colocó debajo de los troncos. El sonido de la cerilla rompió el silencio de la habitación. Pedro observó la llama e intentó pensar como un policía.
-La habitación estará caldeada en unos minutos. Mientras tanto, sería una buena idea que te quitaras la ropa húmeda y te pusieses algo seco.
-No me voy a poner una toalla, Pedro.
A pesar de que aquélla no era su intención, no le resultaba difícil imaginársela en una toalla o con un camisón como el que llevaba la noche en que irrumpió por su ventana.
-Podemos echar un vistazo, a ver qué encontramos en el dormitorio. Seguro que Middleton ha dejado algo que podamos utilizar.
-¿Es muy alto?
-Bueno, una camisa suya te serviría de tienda de campaña.
-¿Y no tiene una mujer o una novia que haya dejado algo?
-No. Creo que no. Siento no haber podido preparar nada, pero he hecho lo que he creído que era mejor en este momento.
-Podríamos haber parado antes en mi casa a recoger una bolsa con unas cuantas cosas.
-Es cierto, pero en ese caso, estoy convencido que no habrías venido.
Pensó que tal vez la hubiera llevado directamente a la cabaña porque aquélla era la única forma en que podía estar con ella, pero se dijo rápidamente que sólo la estaba protegiendo.
Estaba cumpliendo con su trabajo, nada más.
El fuego comenzaba tímidamente a devorar los finos troncos. Colocó otros más gruesos encima.
Sabía que lo que estaba haciendo no era estrictamente una cuestión de trabajo. No, puesto que había pedido a Javier unas semanas de vacaciones. No quería apartarse de ella.
-Puedo telefonear a alguna de tus cuñadas y pedirle que te prepare una bolsa con lo que necesites. Llamaré a Bergstrom para que la recoja.
-¿Y qué hay de las citas que tengo? –preguntó Paula.
-Puedes cancelarlas, Paula, es por tu propio bien.
En el instante en que pronunciaba aquellas palabras, Pedro se dio cuenta de que había cometido un error. Enderezándose, se giró hacia ella.
Las mejillas de Paula, hasta entonces pálidas por el frío y la fatiga, estaban rojas de ira. Su pelo mojado emitía reflejos dorados a la luz del fuego. Su falda empapada se le ceñía a las caderas.
-¿Por qué todos los hombres que tienen algo que ver con mi vida insisten en que saben lo que es mejor para mí? –murmuró entre dientes.
-Necesitas protección.
-Sin embargo, tú has hecho siempre las cosas a tu manera desde el momento en que nos conocimos. Me negué a que te instalases en mi piso y esperas que viva contigo aquí. Mira esta cabaña. Es ridículamente pequeña. Nos tropezaremos constantemente cada vez que nos movamos –de lamentó.
-No es tan pequeña.
-¿Qué vamos a comer? ¿Dónde vamos a dormir? ¿En qué esperas que emplee mi tiempo? ¿Cómo voy a soportar verte continuamente? No. Me mantendrá oculta, pero a mi manera. Si no me llevas en el coche, me iré andando.
-Pero está lloviendo.
-Es igual, ya estoy mojada.
Él fue tras ella y puso los brazos contra la puerta, en un intento por detenerla.
-Quítate de mi camino.
-No puedo permitir que te vayas.
-En ese caso, vete tú.
-¿Cómo dices?
-Si piensas que es tan importante para tu estúpido caso que me quede aquí, entonces busca a alguien que me cuide en tu lugar. No necesito que decidas en cada momento qué es lo mejor para mí. Ya tengo muchos hermanos que lo hacen.
-Yo no soy uno de tus hermanos.
-¿De verdad? Cualquiera de ellos podría firmar lo que dices. Te recuerdo que no soy una niña, soy una mujer.
-Ya me he dado cuenta de eso.
-Pues parece que sólo lo recuerdas cuando me invade la adrenalina o las circunstancias son propicias. Sin embargo, luego lo olvidas porque es mejor para mí.
-Nunca lo olvido. No he podido olvidar ni un solo segundo la forma en que tu cuerpo se estrecha contra el mío. Ni la forma en que tus piernas rodean mi cintura. O cómo te siento temblar cuando te acaricio.
-Ésa es una reacción natural, ¿recuerdas? Eso es lo que tú me has dicho. No significa nada. No debes confundirlo con algo especial.
Pedro pudo percibir el dolor en sus palabras y sintió un vuelco en el corazón.
-Nunca he tenido intención de herirte, Paula. Te respeto demasiado para aprovecharme de las circunstancias.
-Puede que yo no tenga tu experiencia en asuntos sexuales, pero sé muy bien cuando se me rechaza –dijo Paula, elevando la voz.
-¿Que te rechacé? ¿Es eso lo que piensas?
-No puedo soportarlo más, Pedro. Me siento como un objeto de usar y tirar. Puede que tú puedas conectar y desconectar sin ningún problema, pero yo no. Ése es el motivo por el que no podemos quedarnos aquí los dos juntos. Busca a alguien que te sustituya o me voy.
-¿Qué es lo que quieres, Paula? ¿Una disculpa? Ya la tienes.
-No quiero tus disculpas ni tu compasión.
-No te compadezco. Y no es el sentimiento de culpa lo que hace que quiera mantenerte a salvo.
-No me hagas esto.
-¿Quieres que te prometa que no te voy a tocar? ¿Es eso lo que quieres?
Paula abrió los ojos de forma desmesurada. Le temblaban los labios, pero los mantuvo apretados sin emitir una respuesta.
-Pues no puedo prometértelo –continuó Pedro-. Lo he intentado. De verdad que lo he intentado, pero al final no he podido evitarlo. No soy adecuado para ti. No soy digno de tocarte. Pero no puedo dejarte salir por esa puerta.
-¿Por qué?
Había muchas razones, pero no conseguía encontrar la que buscaba.
-Si te vas, no podré mantenerte a salvo de Fitzpatrick. Si te quedas, no podré mantenerte a salvo de mí.
-Entonces, ¿qué sugieres que haga?
-Paula, no soy de piedra.
-Yo tampoco. No soy de piedra ni soy una figura de hielo que se derrite con el fuego. Por ello, si tienes intención de volver a rechazarme con la excusa de que es por mi propio bien, hazlo ahora.
-Paula…
-En este momento, Pedro O continuamos con lo que hemos comenzado o me dejas salir y ser libre.
Lo miró desafiante durante unos segundos.
Después, lo rodeó con sus brazos. Al sentir su abrazo, el autodominio de Pedro se desvaneció.
Él bajó la cabeza mientras ella la subía.
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