jueves, 8 de marzo de 2018

EN LA NOCHE: CAPITULO 18




Pedro tenía la mirada fija en la carretera. Sujetaba el volante con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.


No quería ir con Paula a una parrillada en casa de sus padres. No quería charlar amigablemente con ellos y fingir que iba a formar parte de su familia feliz. No sabía cómo podría soportar otra velada desempeñando el papel de prometido feliz cuando en realidad sólo quería dar media vuelta, llevársela a su casa y desnudarla.


Paula cambió de postura, y Pedro apretó los dientes. Lo estaba volviendo loco. Afortunadamente, no era una de aquellas mujeres que se ponían medias hasta en verano. 


Llevaba las piernas desnudas cuando rodeó sus caderas con ellas, en la sala de reuniones de Fitzpatrick.


En aquel momento, fingir que estaban haciendo el amor era la única posibilidad. Pero se alegraba de haber terminado tan deprisa. Treinta segundos más y no estarían fingiendo.


No podía evitar sentirse ridículo. Se había comportado como un adolescente borracho en un coche. No había nada de seductor en la forma en que se había abalanzado sobre Paula sin previo aviso, y las cosas que le había dicho le parecían estúpidas. Probablemente, ella lo había tomado por un imbécil.


Estuvo concentrado en el trabajo durante una semana, con la esperanza de olvidar así a Paula. Dibujó un plano detallado de la casa de Fitzpatrick, hizo una lista con todas sus observaciones sobre el sistema de seguridad y los planes para el día de la boda y se lo entregó todo a Javier, junto con el vídeo del terreno.


A pesar de las continuas reservas del teniente, por el momento estaba complacido con los progresos. No era para menos; la tapadera de Pedro estaba perfectamente establecida, había conseguido infiltrarse en la casa de Fitzpatrick y había recopilado información muy valiosa. 


Muchos presuntos delincuentes, todos ellos ricos empresarios, estaban viajando a Chicago. No cabía duda de que se estaba preparando algo importante; ahora era más importante que nunca que Pedro estuviera dentro.


Así que no podía llevarse a Paula a casa y demostrarle que no era así como hacía el amor realmente, por mucho que le gustara ver sus piernas en el coche.


-¿Te ha llamado Agustin? –preguntó Paula.


-¿Qué?


-Mi hermano. Mi madre me ha dicho que te iba a pedir ayuda para configurar el programa de contabilidad que han instalado en el ordenador.



-Ya lo hicimos ayer.


-Oh. ¿Qué tal?


-Muy bien. Aprende muy deprisa, y ya lo domina.


-¿Así que no has tenido que fingir que eres un experto?


-Soy un experto. Hay mucha diferencia entre lo que se finge y lo que se hace de verdad.


-No pretendía ofenderte.


-Empecé a interesarme por la informática después de ver lo que hace Javier con ella. Reconozco que me da veinte vueltas.


-Por lo que dices, parece un jefe muy exigente.


-Lo es. Ahora está en la oficina casi siempre, pero es un buen policía.


-¿Qué te hizo elegir este trabajo?


Como le había ocurrido tantas veces con Paula, tenía la verdad en la punta de la lengua. Se detuvo en un semáforo y la miró, pero sólo le dio parte de la respuesta.


-Conocí a Javier cuando era un adolescente, y me convenció para que me planteara la posibilidad de dedicarme a hacer que cumpliera la ley.


Paula inclinó la cabeza, y un rizo le cayó por el hombro. 


Aquel día no llevaba el pelo recogido, como de costumbre. 


Lo llevaba suelto, como lo había visto por primera vez sobre la almohada.


-¿Qué te has hecho en el pelo? –le preguntó.


-Me lo he cortado a capas esta tarde. Judith y Geraldine me han convencido.


-Te queda muy bien.


-No sé, me siento rara.


Pedro bajó la mirada hasta el vestido de Paula. Era azul. A menudo se vestía de azul, pero nunca la había visto con un vestido de aquel tono. Era del color del cielo del anochecer, justo antes de que salieran las estrellas, del mismo color que sus ojos. No sabía qué tejido era, pero no era de algodón, como casi todos sus vestidos. Se ajustaba a sus senos, y tenía un escote muy generoso.


-¿Pedro?


Siguió bajando la mirada. La tela se ajustabas a su cintura y sus caderas. La falda terminaba por encima de las rodillas, permitiendo ver aquellas piernas largas y esbeltas que había rodeado sus caderas en la mesa de reuniones.


-Pedro –insistió Paula-, el semáforo está en verde.


Diez minutos después aparcaron en la acera, cerca de la casa de los Chaves. Había varios coches en la calle.


-Parece que alguien celebra una fiesta –comentó.


-Tienes razón. Oh, creo que ésa es la furgoneta de Christian. Mi madre no me dijo que fuera a venir.


-Igual estaba por aquí y se ha acercado.



-Oh, no. Ahí está el todoterreno de Geraldine. Y ésa es la camioneta de Agustin. Espero que no haya pasado nada malo.


-Te habrían llamado, ¿no crees?


-Sí, supongo que sí, pero si no ha pasado nada, ¿por qué…? –se detuvo en seco-. Oh, no.


-¿Qué pasa?


-Debería haberlo imaginado. Por eso se han empeñado en llevarme de compras.


-¿Quiénes?


-Judith y Geraldine. ¿Cómo puedo ser tan ingenua? Ahora entiendo por qué me han hecho prometerles que me pondría este vestido. Pero aún no es demasiado tarde. Tal vez podamos marcharnos antes de que nadie nos vea.


-¿Se puede saber de qué me hablas?


-Espero estar equivocada, pero sospecho que estás a punto de conocer al resto de mi familia.


-¿Qué tiene eso de malo? ¿Crees que no los puedo convencer de que estamos comprometidos?


-Créeme, no pongo en duda tus dotes de actuación.


-Entonces, ¿cuál es el problema?


-Simplemente, esperaba que todos estuvieran demasiado ocupados para hacer algo así. Debí imaginar que no nos libraríamos tan fácilmente. No han organizado una fiesta de compromiso.


-Es una buena señal, ¿no?


-Bueno…


-¡Tía Paula! ¡Tía Paula!


Una niña salió corriendo de la casa de los Chaves y se dirigió a ellos.


-Ven a ver todos los globos que han puesto –dijo, tomando a Paula de la mano.


La puerta volvió a abrirse, y un niño pequeño salió gateando.


-¿Eres tú el tío bueno? –continuó la niña, dirigiéndose a Pedro-. La tía Judith dice que…


-Pedro –murmuró Paula, abrazando a la pequeña para que se callara-, te presento a mi sobrina Bárbara. Es la hija mayor de Christian.


El bebé chocó contra la pierna de Pedro y se agarró a sus pantalones.


-Y ése es J.B., el pequeño –añadió Paula.


Una mujer salió corriendo de la casa, preocupada.


-Bárbara, ¿has visto a…? Hola, Paula.


-Lo tengo yo –dijo Paula, levantando a J.B.-. ¿No te da vergüenza escaparte otra vez?


El niño rió y se puso a balbucear.


Pedro sintió que alguien le tiraba de la mano. Bajó la cabeza y vio que la niña lo miraba sonriente.



-Se me ha caído un diente –le dijo orgullosa.


Dos niños pecosos se acercaban montados en patines.


-¡Guillermo! ¡Pablo! –gritó un hombre desde la entrada-. Volved inmediatamente.


-Yo he hinchado los globos rosas –dijo Bárbara-. J.B. ha roto uno. ¡Abuela! –gritó al ver a Constanza-. ¿Has visto mi diente?


La mujer se agachó para admirar la mella de su nieta y llamó con un gesto a Pedro y Paula.


-¿El circo? –preguntó Pedro a su acompañante.


-Así llamamos a las reuniones de los Chaves, pero no te dejes engañar.


Pedro se agachó justa a tiempo para evitar que un balón de fútbol lo golpeara en la cara.


-¿Por qué?


-Porque los circos son mucho más organizados –sonrió algo incómoda-. Bienvenido a la familia.




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