sábado, 31 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 31




Paula estaba encantada de que Pedro hubiera cambiado de opinión, pero desconfiaba. Él seguía empeñado en hacerle creer a Lucas que era feliz, no iba a decirle la verdad. Seguía huyendo, pensó, aunque por fin demostrara que Lucas le importaba.


Y además se sentía herida. Su transformación no tenía nada que ver ni con ella ni con su relación. Sin embargo, a pesar de todo, asintió. Aquello era lo máximo que podía esperar de un par de ruedas desinfladas, reconoció en silencio. Padre e hijo volverían a reunirse una vez más. Podía hacerse pasar por su mujer durante una noche más, se dijo, si con ello conseguía lo que esperaba: la felicidad de Pedro. Si no era así, pensó, al menos estaría cerca de él y tendría tiempo para hacerle comprender que podía ser feliz.


Si él tenía que abandonarla, pensó, ella tenía que hacerle cambiar su vida. De otro modo no le dejaría marchar. No sabiendo que iba a pasar el resto de su vida en soledad. No, se dijo, cuando estaba enamorándose de él.


El padre de Pedro tenía una reunión de Alcohólicos Anónimos aquella noche, de modo que tuvieron que esperar un día entero para hacerle la visita. Lucas quiso faltar a la reunión, pero Pedro se opuso. Lo último que deseaba, le contó a Paula, era ser responsable de que su padre perdiera el tren. Para Paula aquello resultaba prometedor. Pedro parecía preocuparse por su padre, pensó.


Pasaron una hora aproximadamente en casa de Lucas. Pedro escuchó a su padre, escuchó la historia de cómo había caído en lo más profundo para luego salir a flote e, incluso, aunque sin entrar en detalles, le contó algo de la suya, su vida en las calles. Lucas estuvo escuchándolo con los ojos llenos de lágrimas y se disculpó. Pedro sencillamente asintió. A pesar de que nadie pronunció la palabra perdón el ambiente fue sereno, y Paula comprendió que ambos empezaban a congeniar.


Para Paula la única parte difícil de aquella visita fue ver a Pedro interpretando el papel de amante esposo. Seguía enfadada con él, pero no podía evitar inclinarse hacia su lado o dejar una mano sobre su muslo mientras hablaba. Su cuerpo parecía decir constantemente que una sola noche no era suficiente, de modo que ella misma se vio obligada a hacerlo callar.


Enseguida se despidieron de Lucas. Pedro le prometió escribir. Le estaba contando que acababa de recibir la orden de presentarse en la base aérea de Langley, en Virginia, cuando su padre preguntó:
— ¿Y entonces Paula podrá ir contigo? —Pedro asintió. Paula se sentía incómoda. Contuvo el aliento mientras ambos hombres se estrechaban la mano y luego Lucas añadió—. No debería de haber dudado de ti, Pedro. Veo que has sabido labrarte una vida feliz. No sé cómo te las has arreglado, pero estoy contento y orgulloso de ti. Ahora descansaré tranquilo sabiendo que has conseguido superar lo que os hice a los tres, a Guillermo a tu madre, y a ti.


Paula sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Pedro se mostraba reservado. ¿Cómo era posible que Lucas no se diera cuenta?, se preguntó. Lucas era feliz creyendo en una mentira, pensó. Aquello no estaba bien, se dijo tratando de decidir qué hacer.


—Sí, Lucas, estaré bien —confirmó Pedro—, de verdad.


—Bien. Ése ha sido mi sueño desde que pensé en reunir a toda la familia de nuevo —contestó Lucas apretando más la mano de Pedro.


Paula sentía que los segundos iban pasando. Si no hacía algo en ese mismo instante, mientras padre e hijo estaban juntos, Pedro se marcharía y sería tarde, pensó. Él le había dicho que escribiría a su padre, pero jamás volvería a Bedley Hills. Ver a Lucas le traía demasiados malos recuerdos, le explicó. Y además aún tenía que encontrar a Guillermo. Para Paula, aquella noche no había cambiado en nada la vida de Pedro.


Paula parpadeó y tragó. Pedro nunca sería capaz de sentir amor mientras alguien no se lo enseñase, reflexionó. Sabía qué tenía que hacer, y sabía perfectamente que Pedro no lo entendería como un gesto de amor. Siempre la odiaría.


—Paula y tú os mantendréis en contacto conmigo, cuento con ello —dijo Lucas.


—No te preocupes, Lucas —contestó Paula—, yo sí que lo haré. Vivo en esta ciudad.


Lucas frunció el ceño.


—Paula, por favor, no lo hagas —rogó Pedro.


Paula miró a Lucas. Prefería mirar al padre antes que mirar a Pedro y ver la traición reflejada en sus ojos. Eso era algo que no podría soportar, se dijo.


—No estamos casados, Lucas. Pedro me conoció hace un par de semanas aquí, en Bedley Hills, y me convenció para que me hiciera pasar por su mujer. Quería que tú pensaras que era feliz, pero no es verdad. Es muy desgraciado —añadió con los ojos llenos de lágrimas—, y necesita a alguien en su vida, Lucas. Si no puedo ser yo, espero que tú puedas estar con él.


Después de decir aquellas palabras, Paula se volvió y se marchó. Ignoró la voz de Pedro que la llamaba y se alejó cuanto pudo. Aún era pronto y había luz, así que esperaba que Pedro la dejara volver caminando a casa.


Durante todo el trayecto luchó contra el deseo de llorar. 


Aquello era lo mejor que podía hacer por Pedro, se repetía en silencio. O hacía las paces con su pasado o lo sacaba todo a la luz, allí mismo, con su padre. De un modo u otro, pensó, tendría la oportunidad de ser feliz. Estaba segura de que no querría volver a verla, pero quizá fuera mejor. 


Eran demasiado diferentes el uno del otro, recapacitó. Si enfrentarse a su padre le servía de ayuda y volvía a su lado, mejor que mejor, pero sabía por experiencia que no iba a ser así.






POR UNA SEMANA: CAPITULO 30



Después del trabajo, Paula se acomodó en el mejor sillón de su casa y se quitó las sandalias. 


Había conseguido sobrevivir a aquel día, pero su corazón no estaba tan feliz como era habitual. 


Cada pareja que entraba en la tienda le recordaba lo que nunca podría alcanzar con Pedro.


Unos golpes en la puerta interrumpieron sus tristes pensamientos. Nada más volver a casa le había dicho a Ian Simmons que quería ver a su hermano Frankie. 


Quería preguntarle por los clavos que supuestamente le había robado a Pedro. No dudaba de él, pero antes de hablar con Karen, la madre del chico, quería conocer la versión de Frankie.


Por eso, al abrir la puerta, la última persona a la que esperaba ver era a don No Molestar. 


Llevaba una caja de bombones con forma de corazón en la mano. La sorpresa, la excitación y la alegría porque Pedro no se hubiera ido la impidieron decir nada. ¿Qué pretendía?, se preguntó. No lo sabía, pero seguía enfadada por lo de aquella mañana, de modo que hizo lo primero que se le ocurrió: le cerró la puerta en las narices.


Segundos después, él volvió a llamar y ella abrió.


Pedro, eres un idiota...


—Lo sé.


Paula bajó los ojos. Su corazón dio un vuelco al ver que Pedro se había arrodillado. Los hombres como Pedro nunca se arrodillaban, pensó, a menos que...


—He venido a ofrecerte paz y a pedirte un favor —dijo él.


Paula suspiró y tomó la caja de bombones dejándola sobre una mesa cerca de la puerta. 


Aquello no era una proposición, se dijo, por supuesto. Eso sería una estupidez por parte de los dos, pensó. Hasta ella lo comprendía. Quizá tuvieran una relación tormentosa, pero no era amor.


—Esa postura no debe de ser muy cómoda —comentó Paula cruzándose de brazos—. Te debes de estar haciendo daño en las rodillas.


—Sí, ¿puedo levantarme? —preguntó Pedro esperanzado mientras sus ojos negros se encontraban con los de ella.


—No —contestó Paula sacudiendo la cabeza. Pedro dejó caer la suya con un gesto casi infantil. Paula sintió que su corazón se ablandaba, pero a pesar de todo...—. A ese carácter tuyo le viene bien sufrir.


—¿A mi carácter, o a tu orgullo femenino?


—Míralo así —sonrió débilmente—: si me vas a pedir algo que yo no quiero hacer te pegaré. Al menos en esa postura la distancia hasta el suelo es más corta.


—¿Conocen tus vecinos esa vena sádica tuya?



—No, es la primera vez que surge en mí. Según parece sabes sacar lo peor de mi carácter.


—Te lo dije, pero no me escuchaste —contestó Pedro moviéndose incómodo.


—Pues ahora te estoy escuchando —dijo Paula dando un paso adelante para salir al patio—. ¿Cuál es ese favor?


—No te lo pediría... es decir, sé que no debería de pedirte nada después de la discusión de esta mañana, pero... pero el hecho es que me importa mucho lo que tú opines de mí...


—Limítate a pedir, Pedro, no te andes con rodeos. Y por el amor de Dios, ponte de pie.


Pedro se puso en pie y se restregó las rodillas aliviado. Paula no sabía qué pensar. De modo que le importaba lo que ella opinara, repitió en silencio. Aquello tenía que significar algo. Sin embargo, una vez más, no se atrevía a concebir esperanzas.


—Quiero que vuelvas a hacerte pasar por mi mujer. Esta noche.


—Supongo que eres demasiado inteligente para pedirme que me acueste contigo —respiró hondo y lo miró a los ojos—, así que debes de referirte a fingir delante de tu padre, ¿no?


—No sé si puedo contarle la verdad —asintió Pedro—, pero al menos puedo tratar de conocerlo un poco mejor.


—¿Y cómo es que has cambiado de opinión?


—Bueno, supongo que debías de tener una buena razón para desinflarme las ruedas, y no creo que fuera por Lucas —explicó serio, examinando su rostro para ver su reacción—. Lo hiciste para demostrarme algo, así que estuve pensando y pensando, y al final decidí que debía de reconsiderar lo que estaba haciendo aquí. Aunque no sienta nada por Lucas, supongo que no debería de marcharme con rencor —Paula tenía la vista fija sobre él—. ¿Qué estás pensando?


—Pensaba que si con desinflar ruedas basta para conseguir que dos personas se reconcilien he estado perdiendo el tiempo —contestó Paula a punto de reír. No había nada de divertido, sin embargo, en todo aquello—. ¿Aún quieres hacerle creer que eres feliz?


—No soy tan infeliz, Paula —respondió Pedro encogiéndose de hombros—. ¿Lo harás? Sé que no tengo derecho a pedírtelo, pero sólo será una noche.


—¿Y me lo pides después de reprocharme que me entrometo en tu vida?


—Ahora soy yo quien te lo pide, no te estás entrometiendo.




POR UNA SEMANA: CAPITULO 29




Pedro vio de pronto un brillo de ira y dolor en los ojos de Paula. Ella se dio la vuelta y comenzó a correr hacia la carretera. No debería de haber dicho aquello, pensó Pedro


Paula tampoco podía cambiarse a sí misma. Sin embargo, aquel comentario sobre su falta de carácter le había herido en lo más profundo, y su primera reacción había sido la de responder.


Se sentía herido, lleno de ira. No era cierto que no tuviera carácter, se dijo en silencio. Había conseguido rehacer su vida, a pesar de su pasado. Podía ponerla en orden, y se aseguraría de que Paula lo supiera antes de marcharse.


Sin embargo lo primero era arreglar las ruedas. 


Eli Tuttle se ofreció a ayudarlo, y Pedro le contó lo que Paula había hecho para retenerlo.


—Si una mujer me hiciera eso a mí, chico —comentó Tuttle—, me quedaría y dejaría que disfrutara de mi compañía.


Pedro seguía enfadado, pero en su fuero interno sabía que Tuttle tenía algo de razón. Mientras arreglaban las ruedas y volvían en el camión estuvo reflexionando. Había llegado a una conclusión. Trataría de reconciliarse con su padre, se dijo. No se sentía capaz de perdonar, pero sí al menos de marcharse sin rencores. 


Hubiera preferido desaparecer, pero no podía hacerlo sin obtener primero el respeto de Paula. 


No sabía por qué, pero lo necesitaba.


Y, entre tanto, quizá pudiera volver a estrechar a Paula entre sus brazos antes de despedirse para siempre, pensó. Pedro suspiró, seguro de su decisión. Tendría que ir a ver a Paula y rogarle que lo perdonara, se dijo. Pedirle su ayuda. Entrar en territorio enemigo.



****

¿Qué podía hacer para demostrarle a su hijo que había cambiado?, se preguntó Lucas una vez más. Probablemente nada, le habían respondido sus compañeros de Alcohólicos Anónimos. Su hijo no tenía deseos de reconciliarse con él, su herida no tenía cura.


Había vuelto del trabajo y necesitaba distraerse, de modo que encendió la televisión y se puso a ver su programa favorito de entrevistas. Lo llamaban el show emocional, y era emocionante escuchar cómo otras personas habían logrado cambiar sus vidas para mejor.


Diez minutos más tarde, Lucas estaba absorto en el programa. Esperaba que la presentadora diera algún número de teléfono para más información. Aquél día dedicaban el show a gente que había perseguido y alcanzado sus sueños.


Una mujer de entre las entrevistadas mencionó un seminario que le había ayudado a conseguirlo. Se trataba de unos cursos impartidos por un tal Guillermo Alfonso. ¿Sería su hijo?, se preguntó Lucas.



Estuvo aguardando más información y rogando por que fuera él. Quería contactar con su hijo, pero sobre todo esperaba que el pasado no lo hubiera amargado tanto como para no querer reunirse de nuevo con su familia. Si era así, pensó, volver a verlo sería doloroso, pero merecía la pena si conseguía ayudar a Pedro



POR UNA SEMANA: CAPITULO 28





A la mañana siguiente, bien temprano, Pedro juraba y caminaba de un lado a otro del porche. No podía marcharse. 


Estaba listo, tenía las maletas hechas y guardadas en el maletero del coche desde la noche anterior, y el tanque de gasolina estaba lleno. Pero no podía irse.


Miró hacia los arbustos y pensó en Paula mientras seguía caminando. Estaba cerca, al otro lado, en algún lugar. Al volver de la calle y entrar en el dormitorio la noche anterior había descubierto que se había ido. Deseaba despedirse, pero llamar a su puerta era como añadir una nueva ofensa.


Tras ver que Paula no estaba se había pasado la noche haciendo las maletas y dando vueltas en la cama sin poder dormir. Le resultaba imposible olvidarse de su sonrisa. Sin el calor de su cuerpo junto a él se sentía vacío, tan vacío como siempre. Más aún, se decía. El frío habitual que lo envolvía se había convertido en hielo.


Era un estúpido por no perseguirla, pensaba, pero tenía miedo. Toda su vida, desde el abandono de su padre, se había sentido al margen de la vida, mirándola desde fuera, y en lo referente a las relaciones con la gente, su actitud, suponía Pedro, había contribuido a ello. Siempre había huido tratando de evitar que la gente le hiciera daño, que lo abandonaran como su padre, y siempre había resultado fácil. 


Hasta Paula, recapacitó.


Pero tenía que marcharse, se dijo saliendo decidido del porche y dirigiéndose al coche. De pronto se detuvo. Torció la boca y se quedó mirando el vehículo. Alguien le había sacado el aire a los neumáticos.


Frankie, pensó. En cuanto le pusiera las manos encima... se dijo lleno de frustración, dando un golpe al coche y volviendo a jurar.


—¡Maldito seas, Frankie! ¡Te voy a...!


—¡Ni se te ocurra! —Gritó Paula desde el final del camino—. Hay una ordenanza municipal que prohíbe jurar en público.


Pedro se quedó mirando su rostro sonriente.


¿Cómo era posible que estuviera de buen humor?, se preguntó. 


Mientras contemplaba el resto de su cuerpo se olvidó de aquella pregunta. Iba vestida con un pantalón corto ajustado a las piernas, una cinta alrededor de la frente, y una camiseta de jogging tan sexy que estaba seguro de que se la había puesto a propósito para hacérselo pasar mal.


—Ven aquí, tengo que hablar contigo —ordenó.


—No sé, Pedro. ¿Te parece seguro entrar en tu propiedad? —preguntó Paula sin moverse—. Estaba esperando a que te marcharas para correr por tu jardín.


Paula estaba tramando algo, se dijo Pedro


Quizá hubiera decidido finalmente que era mejor que se fuera. Se lo tenía merecido, pensó dolido.


—Claro que sí, pero tendrás que esperar para hacer jogging porque me voy a quedar un buen rato.


—¿Cuánto?


—Lo suficiente como para encontrar a Frankie y darle su merecido. Debería de estar prohibido husmear en los coches de los vecinos...


—¿Y qué te ha hecho Frankie ahora según tú? — preguntó Paula con voz dulce.


Los pechos de Paula saltaban de arriba abajo mientras se movía. Pedro tragó y sintió que la indecisión le torturaba en lo más hondo de su ser. La miró a los ojos fijamente y trató de concentrarse.


—¿Cómo que según yo?, ha sido Frankie —afirmó Pedro—. Tú eres la jefa de la patrulla nocturna, ¿no?


—Sí, lo sabes muy bien —contestó Paula sin dejar de saltar y estirando las piernas.


—¿Tienes que hacer eso a plena luz del día? — gruñó Pedro mirando sus caderas y muslos.


Paula levantó los brazos al aire elevando los pechos, que quedaron a escasa distancia de Pedro.


—¿El qué? —preguntó inclinándose para tocarse los pies con las manos mientras le ofrecía a Pedro una magnífica vista de su escote.


—¡Ejercicio! ¡Quieres hacer el favor de parar!


—No puedo, no es bueno. Si la sangre deja de circular se te baja a las piernas y eso es fatal.


—Sí, pero el único que va a morir aquí soy yo.


Pedro Alfonso —declaró Paula abriendo los ojos con expresión de inocencia—, estoy tratando de olvidar que hubo algo entre nosotros, pero me estás acosando.


—¿Que te estoy acosando? —Preguntó Pedro indignado señalando su ropa—. Eso que llevas es indecente.


—Pues anoche no pensabas que era una indecente —replicó Paula con una sonrisa de satisfacción.


—No, supongo que no me quejé.


Paula apenas podía seguir fingiendo que la marcha de Pedro no le afectaba. Respiró hondo y preguntó:
—¿Tienes un problema con Frankie?


—Anoche fui víctima del vandalismo —explicó Pedro.


—¿Quieres decir que eras virgen? Deberías de habérmelo dicho antes de hacer nada, te habría tratado con más suavidad.


—En serio, Paula, alguien ha estado rondando por mi coche.


—¿Qué ha ocurrido, Pedro? ¿Te han robado tu intimidad?


De pronto Pedro comprendió. Aquella mujer estaba haciendo teatro, estaba tratando de ocultar su mal humor y su dolor por el hecho de que él se marchara.


—No, le ha sacado el aire a los neumáticos. Lo que me ha robado es mi libertad.


—Y supongo que ésa es una grave ofensa, ¿no? Tendré que advertirle de que se mantenga alejado de esta casa.


Pedro frunció el ceño. Paula ni siquiera se había molestado en mirar las ruedas. Algo le inquietaba, pero no estaba seguro de qué.


—Estoy seguro de que ha sido Frankie.


—Ah, ¿sí? ¿Es que estuviste en la patrulla nocturna y lo viste? ¿Te has molestado en preguntárselo?


—No, pero...


—Entonces no tienes ninguna prueba de que haya sido él.


—Pero hace unos días le vi robándome unos clavos —Paula se mostró sorprendida, y Pedro sonrió satisfecho—. Es cierto, te lo dije.


—Vale, no hace falta que lo jures —replicó Paula mirándolo irritada y comenzando a hacer aeróbic a un lado del camino.


—¿Quieres dejar de moverte a mi alrededor? De todos modos no te hace ninguna falta perder peso.


—Siempre es agradable oír eso en boca de un hombre, aunque no sea cierto —contestó Paula dulcificando su expresión.


—Yo siempre digo lo que pienso.


—Tú nunca dices nada.


—Es mi manera de evitar los problemas —argumentó Pedro.


—Es tu manera de evitarlo todo.


—Así que debo de entender que no sientes ninguna simpatía por mí, por este vecino en concreto, sólo sientes simpatía por el resto —contestó Pedro comenzando a enfadarse.


—Te llevaré a la estación de servicio para que te hinchen las ruedas. Así, por el camino, hablaremos sobre la posibilidad de que vuelvas a ver a tu padre. Creo que los dos os merecéis una oportunidad.


Esas palabras sí que resultaban sospechosas, pensó Pedro. Demasiado oportunas. Pedro escrutó sus ojos. Paula lo miraba seria.


—No puedo perdonarlo, Paula. No puedo creer que no vaya a desaparecer de mi vida una segunda vez.


—Eso no puedes saberlo. No le has dado tiempo, sólo has ido a visitarlo un par de veces.


—Lo suficiente.


Pedro, en algún momento de tu vida, quizá para sobrevivir, has aprendido a comportarte con un cinismo que va a acabar contigo. Puede que ver sólo lo malo de las personas te ayudara cuando eras niño, pero ahora eres un adulto. Ya es hora de que crezcas y de que comiences a confiar en la gente.


—Crecí a los once años —contestó Pedro—. Desde entonces se pueden contar con los dedos de una mano las personas en las que he confiado... o respetado. Y mi padre no es una de ellas.


—¡Eres un condenado cabezota! —Exclamó Paula elevando la voz—. Me alegro de que no confiaras en mí, seguro que al final habría acabado por hacer algo que te molestara sin darme cuenta, y entonces ¡zas! — Explicó dando una palmada para darle énfasis a sus palabras—, ya está. Habrías sido juez y parte, y te habrías alejado de mí.


Paula se volvió para marcharse, pero Pedro la tomó del brazo y la hizo girar.


—No sé, Paula —dijo tenso—, supón que me dices una cosa que podrías hacer mal.


—Preocuparme por ti —respondió Paula mirando sus ojos—. Eso sería suficiente, ¿verdad?


—Me marcho porque nunca podría ser bueno para ti —explicó Pedro sereno—. Te estoy haciendo un favor.


—¡Tonterías! Te vas porque eres incapaz de admitir que necesitas a alguien lo suficiente como para confiar en él —sacudió la cabeza mirando los dedos de Pedro sobre su brazo, agarrados a la vida sin que él lo supiera siquiera. Paula levantó la mirada y él la soltó. Frunció el ceño y continuó—: Se me olvidaba que sólo tú puedes cambiarte a ti mismo. Me he equivocado al pretender que te quedaras una vez más.


Pedro abrió la boca atónito mientras asimilaba lo que ella acababa de decir.


—Entonces, ¿fuiste tú quien le sacó el aire a los neumáticos? ¿Tú, señorita Bienintencionada?


—Sí, fui yo —parpadeó Paula—. También los santos cometemos pecados. Quería que te quedaras y reconsideraras el reconciliarte con tu padre, pero no me había dado cuenta de que eres más feliz solo. Así que, ¿qué vas a hacer ahora? ¿Vas a perseguirme por vandalismo?


—No es mala idea —contestó Pedro apretando los dientes y expulsando con fuerza el aire de los pulmones—. Pero creo que, sencillamente, voy a arreglar los neumáticos. Sí, eso es lo que voy a hacer.


—Y luego te irás —añadió Paula desilusionada—. No tienes tanto carácter como había creído.


—Si no estuvieras enamorada del amor, Paula, te habrías ahorrado un montón de problemas. Te habrías dado cuenta de que no puedes transformarme en el hombre que necesitas, por mucho que te empeñes. Pero no, tenías que mezclarte en mi vida y tratar de ayudarme, ¿verdad? Aunque al final salgas mal parada.