domingo, 7 de enero de 2018

EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 15





Tres mañanas más tarde, Paula estaba preparando el desayuno en la cocina. Los dos días anteriores habían sido paradisíacos. Los habían pasado en la granja sin que nadie los molestara. Los periodistas no los habían encontrado o no habían querido hacerlo y se habían ido en busca de noticias más espectaculares, dejándolos a ellos en paz.


—Buenos días, mi amor —dijo Pedro rodeándola por la cintura por detrás.


Paula se apretó contra él.


—Oh Pedro. ¿Tienes que ir a trabajar hoy?


—Me temo que sí, querida. Olsen depende de mí y ya voy retrasado dos días. Pero volveré —le prometió él con un sugestivo susurro.


—¿No tiene tu abuela un libro de cocina por alguna parte? —le preguntó ella mientras desayunaban.


—No lo sé. Nunca le he visto ninguno.


—Bueno, pues yo sí necesito uno.


—Lo estás haciendo bien. La verdad es que incluso me estás mimando. Antes yo trabajaba toda la mañana con el estómago vacío. Nunca desayunaba hasta mediodía y no siempre.


—Gracias por sus amables palabras, señor. Pero no podemos vivir de bacón y huevos fritos.


Eso era lo único que ella había aprendido a hacer a bordo del barco de Jeronimo. La cena del día anterior fue todo un desastre.


—¿Por qué no? A mí me gustan el bacón y los huevos. Yo…


Ambos oyeron el ruido de un coche acercándose.


Los dos se levantaron y corrieron a la puerta delantera.


La limusina negra con chófer se detuvo. No eran los periodistas, sino el padre de Pau. Salió del coche, una figura alta y formidable, impecablemente vestido. Un aura de poder lo rodeaba. Ignorando los ladridos de Cocoa, subió los escalones de la marquesina. Era una figura amenazadora.


El corazón le dio un vuelco a Paula. ¡Lo iba a estropear todo!


Pedro abrió entonces la puerta.


—Buenos días, señor. ¿Quiere pasar?


Samuel Chaves lo hizo y miró a Pedro.


—¿Alfonso?


—Eso es. Pedro Alfonso. Y usted debe ser el padre de Paula. Encantado de conocerlo, señor —dijo Pedro extendiendo la mano.


Paula miró a su padre. Él se quedó mirando la mano extendida y, finalmente, la estrechó, como si no le gustara que hubiera sido Pedro el que tomara la iniciativa.


Trató de recuperarla y adoptó una actitud autoritaria.


—Alfonso, he venido para dejar las cosas claras.


—Por supuesto. Pase, estábamos desayunando —le dijo Pedro dirigiéndose de nuevo a la cocina.


Samuel Chaves lo siguió, pero cuando llegaron allí, dirigió su artillería contra Paula.


—Ya veo que, como siempre, te las has arreglado para dar un espectáculo.


—Yo… yo…


—No ha sido culpa suya, señor. No invitamos a la prensa —dijo Pedro interponiéndose entre ellos y pasándole a ella un brazo protector sobre los hombros—. Ofrécele a tu padre una taza de café, querida.


Luego se acercó a una silla y se la ofreció.


—Siéntese aquí, señor. ¿Quiere unas tostadas?


Chaves se sentó, pero agitó la cabeza. Por un momento pareció quedarse sin palabras.


Pedro se sentó también y continuó con su desayuno. 


Pareciendo tan tranquilo como cuando estaba trasplantando una rosa, dijo:
—¿Quiere que hablemos, señor?


—¡Eso es! Usted es consciente de que mi hija es una mujer muy rica.


—Él no es… no era… No sabía quien era yo —dijo Pau agitadamente—. Creía que yo trabajaba en tu… nuestra casa. No lo descubrió hasta que nos casamos y aparecieron todos esos periodistas.


—¡Mentira! Los oportunistas saben cuando quedarse callados.


—¡Papá!


Paula miró a Pedro y, sorprendentemente, le pareció hasta que se estaba divirtiendo.


—No necesitamos tu dinero. Vamos a vivir con lo que tenemos —añadió ella.


—Lo que tenéis, ¿eh? Puedes hacer lo que quieras, ¿no? Ahora que ya tienes más de veintiún años y tienes…


—Ahora que tengo a Pedro—lo interrumpió ella—. Podemos vivir con lo que él gana. No necesitamos más.


—Te has vuelto muy independiente de repente, ¿eh? ¿No aprendiste lo suficiente de cuando estuviste trabajando en ese restaurante en Las Vegas? Bueno, deja que te diga…


Pedro se levantó inmediatamente de su silla, que cayó al suelo.


—¡No avasalle a mi esposa!


Chaves se detuvo en medio de la frase y lo miró también. 


Luego se levantó también. Listo para la batalla.


—Escuche. Ella es mi hija y puedo…


—¡Papá! —Exclamó Paula agarrándolo de la manga y mirando suplicante a Pedro—. Pedro, por favor.


Pedro la hizo sentarse de nuevo.


—Termina tu desayuno, querida. No es su hija, sino yo lo que le preocupa, ¿no es así? Quería que habláramos claro. Bueno, pues dejemos algo muy claro. Yo no estoy buscando una mejor posición ni dinero. Llevo varios años cuidando de mí mismo y puedo cuidar también de mi esposa.


Chaves se rió sarcásticamente y miró escéptico a su alrededor.


—Mi hija está acostumbrada a un cierto estilo de vida que dudo seriamente que usted le pueda proporcionar.


—Cierto. Comprendo su preocupación. No será fácil para ella.


Paula se puso inmediatamente de su lado.


—Será fácil, Pedro. Mientras esté contigo.


Pedro volvió a pasarle un brazo por los hombros.


—Es la decisión de ella, señor.


Chaves hizo una mueca de disgusto.


—Y ahora que tiene más de veintiún años y más de…


—¡He prometido vivir de lo que gane Pedro, maldita sea! —exclamó ella mirándolo fijamente, retándolo a que dijera la cantidad.


Vio en los ojos de su padre sus dudas, sus sospechas. Pero también vio otra cosa… un leve destello de respeto.


Chaves se encogió de hombros.


—¡Bueno, es tu dinero! Dame otra taza de café. Este se ha enfriado.


Paula se levantó y su mirada indicó su agradecimiento. Pero sabía que aquello no había terminado. Conocía a su padre y sabía que investigaría hasta el último detalle de la vida de Pedro.


Y todo lo que iba a encontrar sería bueno, pensó orgullosamente.


Pedro podría tener su sueño… Conseguido por sí mismo. Ella se aseguraría de ello.


De todas formas, seguían los problemas. ¿Y si recalificaban la zona y aparecía otra oferta de compra?


Bueno, ya cruzaría ese puente cuando llegara a él.


Cocinar era su mayor preocupación. Cualquier hombre que trabajara lo duramente que lo hacía Pedro debía comer saludablemente.


Pero él tenía una esposa que apenas sabía freír un huevo.


De repente se le ocurrió que podía pedirle a Rosa que la enseñara. La llamó y Rosa se mostró encantada, así que a partir de entonces fue a su casa todos los días conduciendo el viejo coche de los abuelos de Pedro.


—Debes aburrirte mucho —le dijo Rosa un día mientras cocinaba—. Debes estar acostumbrada a una vida social muy activa y Pedro se pasa mucho tiempo trabajando fuera, dejándote sola en la granja. ¡Debes estar subiéndote por las paredes!


—No. Nunca.


Le encantaba estar en la granja… un sitio tan tranquilo, rodeada de flores. Y sólo pensar en Pedro evitaba que se aburriera. Pasar en sus brazos todas las noches merecía esas largas esperas.


—Además —añadió—, hay mucho que hacer.


Sobre todo lavar platos y la colada, pensó ella.


La señora Alfonso le había dicho que debería tirar gran parte de la vajilla, en que cada pieza era distinta.


Así que un día se había llevado a la abuela de Pedro a la granja e hicieron limpieza. Empaquetaron un montón de cosas para dárselas a las organizaciones de caridad y guardaron con cuidado los recuerdos y tesoros familiares.


Con eso, la vieja casa pareció ganar espacio, pero seguía igual de vieja.


Deseó hacer cambios en la casa, arreglar el cuarto de baño, las tuberías… todo.


Lo podía hacer con facilidad, sólo tenía que llamar a un contratista y que lo hiciera, pero una promesa era una promesa y no iba a utilizar su dinero, por mucho que le pareciera necesario.


Pedro estaba ahorrando dinero con gran esfuerzo por si llegaba el día en que alguien se hiciera cargo de la opción de compra de la granja y se tenían que mudar de allí y eso le rompía el corazón a Pau. Incluso dejó de ir a clase en verano. Deseó decirle que no tenía que hacerlo. Que cualquier cosa que él necesitara la tendría, que podría hacer lo que quisiera.


Casi se lo dijo. La granja podía ser suya y podía seguir yendo a sus clases.


Pero algo la contuvo. El entusiasmo de él en lo que estaba haciendo. Su sueño.


Su orgullo.


Así que ella también se dedicó a ahorrar todo lo que pudo en la compra diaria y, para eso tuvo que apoyarse en las mujeres de la familia Alfonso y, con ellas, compraba todas las ofertas que salían. Incluso nunca salía de la casa de Rosa sin una bolsa de verduras de la huerta de Leandro.





No hay comentarios.:

Publicar un comentario