jueves, 4 de enero de 2018

EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 4




Era el hombre más educado que había conocido desde hacía tiempo. Incluso Adrián la habría dejado salir sola o ayudada por el aparcacoches de turno.


Y también Adrián habría hecho una reserva, pensó cuando Pedro se disculpó por los veinte minutos que iban a tener que esperar.


—Espero que no te importe. He pedido un reservado y así podremos hablar.


A ella no le importó. De hecho, encontraba muy interesante esperar allí, en la abarrotada entrada, observando a la gente entrar y salir. Un tipo gordo que pensó que estaba solo con tres ruidosos niños hasta que se les unió una mujer toda alterada con una bolsa en la mano que dijo que Jimmy no había tocado su plato y que no estaba dispuesta a dejarse toda esa comida. También había una mujer que se había pasado con el maquillaje, del brazo de un joven musculoso que podría ser su hijo. ¿Lo era? No parecía, por la forma en que la mujer le dedicaba sus arrumacos. Y la adolescente con coletas cuyo…


—¡Alfonso! —gritaron entonces.


—¡Aquí! —Respondió Pedro tomándola del brazo—. No hemos esperado mucho, ¿verdad?


No lo suficiente, pensó ella. Todavía no había descubierto con quien iba la adolescente. Esperó que fuera con sus padres. Pero mientras seguía a Pedro decidió que ya no le importaba. Le interesaba más él.


—¿Eres un artista de la jardinería? —le preguntó después de que la camarera les hubiera tomado nota.


—No precisamente.


—Pero me dijiste…


—Te mentí.


—¿Para qué?


—Para impresionarte.


—¿Querías impresionarme?


—Claro. ¿Por qué te crees si no que pedí prestado el coche?


—¿El Mustang? ¿No es tuyo?


—No. Es de mi hermano Leandro.


—Bonito coche. Me ha gustado el paseo. Dale las gracias de mi parte.


—Dámelas a mí. Le voy a arreglar el jardín en pago.


—Oh. ¿Entonces sí que eres jardinero?


Pedro sonrió.


—La verdad es que le voy a preparar el terreno para una huerta.


Entonces la camarera les llevó lo que habían pedido para beber y Pau se quedó en silencio por un momento, preguntándose por qué quería saberlo todo de ese hombre. 


Evidentemente era un buscavidas y no debería avergonzarlo presionándolo. Pero no podía evitarlo.


—¿Vas a dejar de tratar de impresionarme y contarme de verdad lo que haces?


—Como ya te he dicho, de todo. De acuerdo, de acuerdo —dijo él levantando una mano al ver que ella fruncía el ceño—. Estoy tratando de llevar mi propio negocio. Sólo he 
distorsionado un poco la realidad. Me quedan un par de años más en la Universidad del Estado. Estudio Arquitectura de Jardines.


—¿De verdad? Estoy impresionada.


—No es necesario que lo estés, me queda mucho. Sólo puedo ir a clases nocturnas porque he de seguir trabajando y luego tendré que hacer las prácticas antes de licenciarme.


—Pero eso parece una buena carrera.


Pau se calló cuando la camarera le puso delante un plato con una enorme cantidad de espagueti. ¿Cómo se las iba a arreglar para comerse todo eso? Vio como él los enrollaba expertamente con el tenedor y empezaba a comérselo encantado.


—Yo no podría hacerlo así —dijo ella al tiempo que empezaba a cortarlos en trozos pequeños.


Los probó y exclamó:
—¡Delicioso!


—Sí. Es el plato especial de la casa.


—¿Cómo te decidiste por la jardinería?


—Por el jardín de rocas de mi abuela.


—Repíteme eso.


—Mi abuela quería un jardín de rocas y… Bueno, tal vez empezara antes de eso. Ya ves, nunca he querido un trabajo de nueve a cinco. Por lo menos no como el de mi padre y hermanos. Los tres se dedican a la construcción de carreteras. Supongo que siempre he tenido algo contra el asfalto.


—Oh, es una manía extraña.


—Supongo, pero siempre la he tenido. Me molesta cuando se cubre una buena tierra. Y cada vez está pasando más. Francisco se compró una de esas casas nuevas en Benton Circle. No queda ni una pulgada entre su casa y la del vecino y no tiene terreno ni para escupir en él.


—¿Quién es Francisco?


—Mi hermano mayor.


—¿Cuántos tienes?


—Sólo dos.


—Y una abuela —añadió ella recordándoselo—. Que quería un jardín de rocas.


—Sí. Mis abuelos tienen una pequeña granja en Virginia a cosa de una hora de coche de aquí. Mi abuelo ya no puede trabajarla por la artritis y, de todas formas, no obtenían muchos beneficios desde que las grandes compañías empezaron a funcionar. Estaban a punto de venderla por una nadería, pero el que se la iba a comprar se echó atrás. Ese fue mi día de suerte.


—¿Por qué? —le preguntó ella, intrigada.


—Porque convencí a mi abuelo para que me la cediera en alquiler con opción a compra.


—Pero me has dicho que no daba beneficios.


—Con las verduras. Pero las flores son otra cosa.


Ella dejó su tenedor y lo miró.


—¿Vas a abrir una floristería?


—No. Un auténtico vivero. Ya ves, me he pasado mucho tiempo en esa granja y me acostumbré a ver crecer las cosas. Con todo ese terreno de buena tierra…


—Espera un momento. Me dijiste que estabas estudiando para ser un artista de la jardinería…


—Eso vino más tarde, con el jardín de rocas de la abuela.


—Ya veo. Mientras tanto, llevas un vivero.


—Todavía no. ¿No ves como encajan las dos cosas?


Luego él empezó a contarle sus planes con tanto entusiasmo que la intrigó. A través de los ojos de él, pudo ver cientos de floristerías y supermercados llenos de las flores de su vivero, jardines verdes y lujuriosos que romperían la monotonía del cemento de las urbanizaciones y edificios.


A Paula, acostumbrada a oír hablar de negocios a tipos muy serios, le produjo el mayor interés oír los planes ilusionados de ese hombre. Le gustaba la sensación de ser una Señorita Nadie escuchando a un tipo normal hablar de… No. En ese tipo no había nada normal, era un hombre tremendamente atractivo que trabajaba como un esclavo y soñaba muy alto…


—Supongo que eso tardará un tiempo —dijo ella.



—Y dinero. ¿Por qué te crees que estoy plantando rosas, cortando setos y teniendo que conseguir prestado un coche para impresionar a la mujer más fascinante que he conocido en mi vida?


—¿La más fascinante? —bromeó ella.


—La más fascinante.


—Bueno, gracias por el cumplido, pero no necesitas un coche para impresionarme. No me habría importado venir en tu furgoneta.


—No me pareces de la clase de gente que pega en una furgoneta.


—¿Cómo sabes qué clase de gente soy?


No lo sabía. Y eso era lo que le molestaba. Pero sí sabía que no encajaba en una furgoneta. Desde el mismo momento en que la vio con el cabello rojo agitado por el viento. Extendió la mano y se lo tocó. Era como seda.


—¿Es natural? —le preguntó como la primera vez que lo vio.


—¡Por supuesto que lo es! ¿Te crees que estoy lo suficientemente loca como para teñírmelo de este estúpido color?


—No es estúpido. Es poco habitual.


—¡Ja! Si supieras la cantidad de veces que he pensado teñírmelo. Un bonito y conservador color castaño o…


—¡No te atrevas!


Ella dio un respingo e, incluso él se vio sorprendido por semejante vehemencia. ¿Por qué sentía semejante posesividad hacia esa mujer a la que apenas conocía?


No tenía tiempo para poseer a ninguna mujer. Sobre todo a esa. ¿Por qué sentía que no eran del mismo mundo? Había algo en ella. Algo… bueno, con clase. La forma en que andaba, con tanta confianza. Incluso arrogancia. Esa mañana, con esa chaqueta vieja y el cabello desordenado le había parecido… elegante. Y tan hermosa que le había cortado la respiración.


No era su aspecto. Era su forma de ser. Cálida, cariñosa. 


Demostraba interés. El no había parado de contarle su vida y proyectos, cosas que nunca le había contado a nadie más. Y ella lo había escuchado como si le importara.


Esa mujer. ¿Por qué sentía como si no quisiera perderla nunca?


—¿Por qué me estás mirando de esa manera?


—¿De qué manera?


—Como si yo pudiera desaparecer de repente o algo así.


Era así como se estaba sintiendo él. Tenía miedo de que pudiera desaparecer de su vida y no la volviera a ver. 


¡Aquello era una tontería!


—Sólo estaba pensando que soy un perfecto imbécil —dijo—. Quiero saberlo todo de ti y me he pasado todo el tiempo hablándote de mí. Y eso ya lo sé. Así que cuéntame. ¿Cuántos hermanos tienes tú? ¿Dónde vives? ¿Cuándo te puedo volver a ver?


—Espera, vas demasiado aprisa —le dijo ella tratando de recomponerse.


No quería mentirle a ese hombre. Pero tampoco quería que supiera quien era ella. Le gustaba escucharlo, era casi como si estuviera compartiendo sus sueños… como si estuvieran al mismo nivel. ¿Se sentiría él libre de seguir compartiéndolos si supiera quien era ella?


—Soy… hija única


—Ya veo. Eso explica ese aspecto.


—¿Cuál?


—El de que puedes tener todo lo que quieras, que eres una niña mimada.


—No soy una niña mimada y no siempre tengo todo lo que quiero.


No había tenido a Gaston, ¿verdad? No importaba que él no la hubiera querido a ella, sino a su dinero. Miró fijamente a Pedro. Ese hombre no sabía nada de su dinero. Le gustaba ella.


Pedro se estaba riendo.


—De acuerdo, no me muerdas. Ya veo que tienes el carácter que se supone que tienen los pelirrojos y retiro lo dicho. No eres una niña mimada. Trabajas duro en… ¿qué es lo que haces?


—Yo… trabajo de oficina, sobre todo. Para el dueño de la casa.


Aquello era cierto. A menudo ayudaba a su padre en sus negocios.


—Ah, una secretaria. Debería haberlo sabido —dijo él tomándola la muy cuidada mano—. Unas manos demasiado bonitas y delicadas como para trabajar fregando. ¿Y dónde vives?


—Donde me viste —respondió ella absorta por la forma en que sus callosos dedos le acariciaban la mano haciéndola sentir… Lo que hacía mucho tiempo que no sentía.


—¿Una secretaria interna?


—Algo así.


—No sé si eso me gusta. Eres demasiado bonita como para andar cerca de un viejo verde.


—No está. Casi siempre está fuera. Viaja mucho.


—Muy bien. ¿Y tus padres? ¿Viven en Wilmington?


—Mi madre está muerta y mi padre… Bueno, tuvimos un pequeño desacuerdo. Siempre está fuera. Trabaja fuera de la ciudad.


Pedro se pudo dar cuenta de que a ella no le gustaba nada su interrogatorio, así que lo dejó. Ya habría tiempo para más.


—Será mejor que te lleve a casa, aunque me fastidie —dijo—. Mañana tengo que empezar a trabajar muy pronto.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario