viernes, 25 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 7





CUANDO Pedro llegó a la casa, Ines y los niños salían por la puerta de atrás. La comadrona se llevaba a los pequeños consigo a hacer su ronda y había esperado a que volviera el médico para no dejar sola a Paula. Todo parecía ir bien y Pedro agradecía profundamente a Ines que se llevara a los niños mientras pasaba consulta. Su enfermera-recepcionista se había casado y mudado a Nuevo México un mes atrás y todavía no la había sustituido.


Se sirvió una taza de café y se dirigió al grupo de cuatro habitaciones interconectadas que formaban su consulta. La casa hacía esquina y se encontraba a tres manzanas del centro del pueblo. En los años veinte, con el salón de atrás y el porche de verano habían hecho una consulta y una sala de espera con entrada propia. Más tarde, alguien había tenido la brillante idea de construir el sendero techado que unía la consulta original con el garaje separado, que desde entonces servía como segunda sala para examinar pacientes y cuarto de archivo.


El arreglo no tenía mucho sentido desde el punto de vista arquitectónico, pero servía a los propósitos de Pedro. Y eso era lo que importaba. Se asomó a la sala de espera de camino al cuarto de Paula y comprobó que todavía no había nadie. La puerta del dormitorio se hallaba entornada. Pedro la abrió con el hombro y vio que Paula dormía. Su intención era dejar las maletas y volver a salir, pero una de las maletas no se sostuvo bien de pie y cayó de golpe al suelo de madera.


Paula se movió en la cama y abrió los ojos confusa. La estancia olía a sol y ropa limpia, y al dulce olor de un bebé recién nacido.


—Un problema de este hotel —gruñó Pedro— es el mal servicio de habitaciones que tiene.


Paula sonrió perezosamente. El sol ponía un tono dorado muy atractivo en su cabello castaño. Paula sintió la garganta seca.


—Eso no es cierto —musitó ella. Se incorporó. Llevaba una camisa azul de él de franela y su pelo limpio suave la hacía parecer más joven que nunca. Bostezó y señaló las maletas—. Gracias.


—De nada. Siento haberte despertado.


Los ojos de ella parecían ahora de un color azul ahumado, reflejo de la camisa, sin duda.


—No importa.


Pedro carraspeó.


—¿Cómo te encuentras?


—Acabo de dar a luz. Aparte de eso, no muy mal.


—¿La hemorragia es normal?


—A mí me parece que sí, y a Ines también. Tengo algunos calambres, pero era de esperar.


—¿Quieres un analgésico?


Ella negó con la cabeza.


—No tienes por qué ser dura, ¿sabes?


Paula sonrió.


—Sí tengo.


Pedro no supo qué decir, así que se acercó a la cuna y miró el rostro rojo de Ana.


—Cuanto más la miras, más gusta, ¿verdad?


Paula se echó a reír.


—Le pasa como a su madre.


—Tú no tienes el rostro rojo y arrugado.


—No, supongo que no, pero tampoco soy una belleza como Karen. Creo que tendrá que quitarse a los chicos de encima desde los diez años.


Ana empezó a moverse y Pedro la sacó de la cuna.


—No te subestimes —comentó—. Nunca nos vemos a nosotros mismos como nos ven los demás.


Paula tomó a su hija en los brazos. El pelo le caía sobre los hombros en un centenar de capas brillantes y Pedro se vio envuelto en su olor, una mezcla de champú, su camisa limpia y... ella. El olor que hacía que Ana pudiera distinguir a su madre entre cientos de otras él también lo captaba.


La mujer desabrochó dos botones y guió a la niña hasta su pecho, alto y pequeño. Pedro se obligó a mirarle la cara, molesto consigo mismo por su reacción, tan poco profesional. Se retiró al extremo de la cama.


—De hecho —dijo—. Mi hermano ha comentado que eres muy guapa.


Paula levantó la cabeza.


—¿Su hermano?


—Hector. Es el dueño del Flecha Doble.


Siguió un silencio.


—¿En ustedes la amabilidad es cosa de familia?


Pedro sonrió.


—No especialmente. Lo que quería decir es que ninguno somos precisamente aduladores. Bueno, quizá Mario sí, pero...


—¿Cuántos son? —sonrió ella.


—Tres. Hector, que es año y medio mayor que yo, yo y Mario, el bebé.


—¿El bebé?


—Bueno, es ocho años más joven que yo.


—Y seguro que es mayor que yo, ¿verdad?


—Sí, supongo que sí.


—¿Y sus padres?


—Están los dos muertos.


—¡Oh! —ella se ruborizó—. Lo siento.


—Eran ya mayores cuando nos tuvieron a Hector y a mí. Cuando nació Mario, mamá ya tenía cuarenta y cinco años.


—¡Santo Cielo! —exclamó ella—. ¿Y Mario también vive aquí?


—Sí. Cría caballos. Se quedó con la granja de la familia. Era de los tres, pero nos está comprando nuestra parte a Hector y a mí.


Paula se colocó a la niña en el hombro para que eructara. Miró luego a su alrededor y una sombra cruzó por su rostro. 


Pedro siguió su mirada hasta el papel pintado viejo y los muebles que no se había molestado en cambiar porque su intención había sido dejar mano libre a Susana con la decoración cuando se casaran y después ya no le había parecido que valiera la pena molestarse.


—Como ya he dicho, este hotel tiene algunas carencias —comentó.


Paula lo miró con una sonrisa.


—¿Cómo acabó con una casa tan grande?


—Heredé la casa y la consulta del médico que vivía y trabajaba aquí antes —se encogió de hombros—. Y supongo que me conformo con que la casa no se caiga a pedazos.


—Muy propio de un hombre —ella miró a la niña, que mamaba ya del otro pecho—. Pero hay buenas vibraciones aquí, ¿sabe?


Pedro miró su reloj y acercó la silla del escritorio a la cama. 


Paula lo miró con curiosidad.


—Soy un buen oyente —dijo él.


Paula miró a Ana, que se había quedado dormida con el pezón todavía en la boca. La tentación de contar sus preocupaciones y aliviar así la tensión era abrumadora. 


Sabía también que una vez que empezara sena difícil parar. 


Pero no quería que se compadeciera de ella y sabía que lo haría si le contaba su historia.


Se abrochó la camisa y colocó a la niña al lado de su muslo para poder verla dormir. Así no tendría que mirar más de lo imprescindible aquellos ojos azules, donde sabía que vería cosas que no deseaba ver, como compasión o... juicios.


Pasó deprisa por la primera parte de su vida, cuando su madre, una chica joven, la dejó al cuidado del Estado cuando tenía tres años; su procesión por casas de acogida terminó a los doce años con Jose y Graciela Idlewild, quienes habían sido lo más próximo a unos padres que había tenido nunca.


Contó más detalladamente cómo, contra los deseos de sus padres adoptivos, se había enamorado a los diecisiete años de Javier Chaves, huérfano también, y cómo él, que entonces sólo tenía también dieciocho, le había hecho creer que con él tendría lo que más deseaba en la vida: una familia y un hogar propios. Tenía además sueños de triunfar, de ganar mucho dinero, y ella empezó a creer en sus deseos en parte porque era la primera persona que conocía que tenía sueños y éstos resultaban mucho más atractivos que la determinación y el trabajo duro.


Aunque mantenía la vista apartada, le contó todo aquello al doctor sin vergüenza por su parte, porque, aunque podía admitir la estupidez de la juventud, no sentía vergüenza por haber sido joven y haber tenido sueños, aunque los sueños de su juventud hubieran sido estúpidos.


—Excepto que en algún momento... —emitió un sonido que era mitad suspiro mitad carcajada—. Bueno, al fin me di cuenta de que Javier no se sentía inclinado a trabajar por ninguno de sus sueños. Simplemente esperaba que ocurrieran solos. Pero pase lo que pase, no hay nada en el mundo que pueda hacerme renunciar a mis hijos como renunció mi madre a mí.


El silencio del médico la impulsó a mirarlo. Se sentaba a horcajadas en la silla con los brazos en el respaldo y la barbilla en las manos escuchándola con atención.


—¿Aunque implicara seguir casada con un maltratador?


—Sé lo que parece, pero no siempre fue así. La primera vez que me quedé embarazada, Javier era el hombre más feliz del mundo. Y cuando las cosas iban mal, nunca era mezquino con Noah ni conmigo. Fue cuando me quedé embarazada de Karen cuando...


Los recuerdos dolían más de lo que había creído; pero si ya había llegado hasta allí, valía la pena terminar.


—El modo que tenía Javier de lidiar con los problemas era huir de ellos. Y al final lo hacía más y más —suspiró—. A veces desaparecía horas, otras veces días enteros.


—¿Y eso no te molestaba?


—Claro que sí, pero siempre volvía arrepentido y siempre traía algún dinero. Además, yo había aprendido a no preguntarle de dónde lo sacaba y siempre quería creer que todo iría mejor a partir de entonces.


Sus ojos se oscurecieron. Guardó silencio un momento.


—Supongo que pensaba que dependía de mí que el matrimonio sobreviviera, aunque ahora ya no lo veo así.


—¿Y qué ocurrió? —preguntó Pedro.


—Me quedé embarazada por tercera vez. Sé que parece irresponsable, pero no podía tolerar la píldora y Javier odiaba usar condones. En la clínica me dieron el diafragma, pero Javier se presentó una noche de repente y puede que no me lo pusiera bien, no sé... —tomó las manitas de la niña y sonrió al ver que se cerraban automáticamente en torno a su dedo—. Quería que abortara y yo le dije que no —tragó saliva—. No se lo tomó muy bien.


—¿Te pegó?


Paula asintió con la cabeza. Miraba fijamente a la niña e intentaba bloquear el recuerdo del rostro angustiado de Javier después de aquello.


—Amenacé con dejarlo allí mismo, pero él se echó a llorar y me dijo que lo sentía mucho y que no volvería a ocurrir. Era la primera vez que lo veía llorar y... llevábamos ya cuatro años casados y era el único hombre al que había querido. Además, todo el mundo se equivoca alguna vez, ¿no?


Hubo otro silencio. Paula miró a los ojos del médico y vio que no la comprendía.


—Tenía que darle otra oportunidad, ¿no lo entiende? Tenía dos hijos pequeños y Otro en camino. Y por un tiempo todo fue mejor. Encontró un trabajo, se quedaba con nosotros... hasta que llegó uno de sus amigos con una oferta de «algo seguro». Intenté disuadirlo, pero... Y por supuesto ese «algo seguro» no salió, y Javier se deprimió más que nunca. Tenía todavía su trabajo, pero era descargando mercancías y... no sé, creo que sencillamente se rindió.


Para entonces hablaba ya más para sí misma que para Pedro.


—No sabía qué hacer, ya no hablaba conmigo. Un día estaba en casa sin trabajar y dejé a los niños con él para ir a la tienda y cuando...


Apretó los labios y sus ojos se llenaron de lágrimas.


—¿Paula?


Ella respiró hondo y siguió hablando con voz temblorosa.


—Cuando volví a casa, Karen estaba escondida detrás del sofá llorando con fuerza. Javier estaba en el cuarto de los niños con Noah, que gritaba y gritaba... —cerró los ojos con fuerza—. Javier tenía todavía el cinturón en la mano.


Cuando abrió los ojos, se encontró con los del médico, llenos de furia. Bajó la vista hacia la niña.


—No sé cómo no aborté ese día, porque me puse a gritarle a Javier como una loca, le dije que saliera de mi casa y no volviera nunca, que si volvía a hacer daño a mis hijos lo mataría. No sabía que...


Movió la cabeza, incrédula todavía a pesar del tiempo transcurrido.


—Se llevó el coche y fue a un bar donde no había estado nunca; se emborrachó y se metió en una pelea. El otro le devolvió el golpe y Javier se golpeó la cabeza en el canto de una mesa al caer. Según todo el mundo, no tendría que haber muerto por eso, pero...


Guardó silencio. Pedro se levantó después de un momento y se acercó a la cama. Miró un momento a la niña antes de hablar.


—Y ahora te culpas de su muerte.


Paula pensó un momento en ello.


—No tanto como antes. Yo le dije que se fuera, sí, pero no que se emborrachara ni que se peleara. Y no fui yo la que pegó a Noah.


El timbre de la puerta lateral los sobresaltó a los dos.


—Ésa debe de ser mi primera víctima — dijo Pedro—. La consulta está en el cuarto de lado, así que si necesitas algo, sólo tienes que golpear la pared.


—Estaré bien —sonrió ella—. Váyase.


Pedro tocó la cabeza de la niña con dos dedos y salió de la estancia.








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