sábado, 12 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 29





Al final, todo había resultado bastante fácil, pensó Pedro mientras aparcaba el todoterreno en la parte de atrás del restaurante Rib Shack de DJ. Echó una ojeada
alrededor para comprobar que no había nadie vigilándolos y entró con Paula del brazo por la puerta de servicio. Los domingos, a la hora de comer y luego por la tarde, el restaurante de DJ estaba abarrotado de clientes, pero por la noche bajaba bastante la afluencia. Los turistas aún no habían empezado a llegar. Así que Pedro le propuso a DJ cerrar el local para ellos dos solos y donar para obras benéficas el dinero que hubiera podido recaudar esa noche.


El día anterior, DJ había colgado, en la puerta del restaurante, el cartel de:
Cerrado el domingo a partir de las siete de la tarde, y lo había anunciado también a través de la emisora de radio local. Con las persianas bajadas y el local a media luz, podrían disfrutar de una velada íntima, sin necesidad de estar recluidos en la casa de la montaña. Una casa que, aunque a veces había considerado una cárcel, empezaba a verla ahora como un verdadero hogar, especialmente cuando Paula y Joaquin estaban allí con él.


El viernes se lo habían pasado muy bien los tres. Habían salido de excursión a la montaña y habían sacado algunas fotos de los alces que habían conseguido ver entre los pinos. Pedro les había llevado después al apartamento y Paula le había preguntado si quería quedarse allí a pasar la noche. Él le había dicho que no, a pesar de lo mucho que la deseaba. Recordaba lo que había sucedido en la mesa de la cocina la última vez y no quería que Joaquin les encontrase allí o en la cama juntos. Pedro tenía que poner antes en orden algunas cosas en su vida.


Esa noche, sin embargo, después de cenar, tenía pensado llevarla a la casa de la montaña.


Paula estaba un poco… nerviosa, al entrar en el restaurante de DJ.


—¿Qué te pasa? —preguntó él.


—No es nada. Es solo que se me hace un poco raro estar aquí. Me había hecho ya a la idea de estar en tu casa.


—Eso vendrá después —dijo él, guiñándole un ojo.


Paula miró con curiosidad el restaurante como si no lo hubiera visto nunca.


—¿No has venido nunca aquí a comer? —preguntó él.


—En realidad, no. Joaquin y yo apenas salimos —respondió ella—. Ese cuadro es muy bonito.


—Es de Allaire, la esposa de DJ. Es profesora de Arte en el instituto.


Justo en ese momento, una mujer rubia muy atractiva se acercó a ellos.


—¿Qué tal, Pedro? ¿Está todo bien?


—Hola, Allaire —replicó él—. No esperaba verte por aquí. Mira, te presento a Paula.


—Espero que no os importe, pero tenemos un nuevo plato que queremos incorporar a nuestro menú y nos gustaría que lo probarais, a ver qué os parece. Es pastel de pollo al horno.


—Estoy segura de que será maravilloso —dijo Paula.


—DJ cree que deberías tomar algo ligero de postre, pero yo os he preparado mi receta especial de pastel de queso con chocolate —dijo Allaire—. Podéis llevaros a casa lo que sobre. Si queréis un poco de música, justo a la entrada de la cocina hay un panel en la pared. Pulsad el botón verde. Creo que esta noche no es música country.


Por el brillo que vio en los ojos de Allaire, Pedro sospechó que sería música romántica para bailar lento. Le pareció una idea maravillosa.


—Gracias por todas las molestias que os habéis tomado.


—Tonterías. No ha sido nada.


Allaire les llevó a una mesa que tenía un mantel de lino blanco, una cubertería de plata y unos vasos y copas de cristal tallado. Había una botella de vino en una cubitera con hielo y un centro de mesa con unas flores muy bellas.


—Tenía ganas de remodelar el restaurante, aunque solo fuese por una noche. Que disfrutéis —dijo Allaire con una sonrisa, saliendo por la puerta de la cocina y cerrando tras de sí.


—DJ y Allaire parecen muy amables, ¿verdad? —dijo Paula.


—Lo son. Hubo muchos chismorreos sobre ellos en la ciudad, pero esa es otra historia que tal vez ellos mismos nos cuenten algún día.


Pedro se quedó sorprendido de sus propias palabras. Por su forma de hablar, parecía como si diera por hecho que iban a estar juntos muchos años después de esa noche. Miró a Paula y comprendió por su expresión que ella también había captado el matiz de sus palabras.


Paula llevaba puesto un abrigo de entretiempo de color teja. Cuando hizo ademán de desabrochárselo, él se acercó a ella por detrás y la ayudó a quitárselo.


Pedro se embriagó entonces del perfume que se había puesto y recordó la conversación que habían tenido unos días antes sobre el asunto. Vio entonces que llevaba eso que la mayoría de las mujeres acostumbra a llamar un sencillo vestido negro. Pero que no tenía nada de sencillo. Lucía una cremallera a todo lo largo de la espalda y un escote por delante en V, discreto, pero muy sugerente. Las mangas largas contribuían a resaltarlo aún más. Pedro, con el abrigo aún del brazo, tragó saliva, tratando de controlarse. 


El vestido no estaba entallado, pero se amoldaba a la perfección a sus caderas y le llegaba tres o cuatro centímetros por encima de las rodillas.


Llevaba unos zapatos negros de tacón alto con unas correas muy sexy. Pedro contuvo la respiración al mirarla. Incluso su pelo parecía diferente esa noche. Se lo había recogido en un moño muy elegante a la altura de la nuca y le caía luego suelto como una cascada por el cuello. El brillo de su pelo rubio competía con el fulgor que desprendían sus pendientes dorados. Sus ojos parecían aún más grandes de lo que ya eran con el flequillo que se había dejado. Llevaba un maquillaje casi imperceptible en las mejillas y un lápiz de labios de color violeta a juego con el esmalte de las uñas.


Era una mujer muy completa, pensó él.


—¿Qué estás mirando? —exclamó ella.


—Creo que serías una maquilladora excelente para algunas modelos que conozco. Me gusta mucho tu aspecto. Ven aquí. He estado deseando hacer esto desde que te recogí hace una hora en el coche —dijo él, dejando el abrigo en una silla y estrechándola en sus brazos.


Ella se echó luego un poco hacia atrás para mirarle mejor.


—No creas que no me he dado cuenta de lo bien afeitado que vas. Pareces otro hombre.


—Más reconocible, ¿verdad? —dijo él, bromeando.


—Con esa camisa blanca y esa corbata de bolo texana estás impresionante. Ahora sé por qué las chicas se desmayan al verte.


—¿Estás empezando tú a desmayarte? —dijo él, con una sonrisa especial en sus ojos verdes.


—Todavía no —respondió ella con voz temblorosa.


—Eres dura de pelar y sé que no caerás rendida a mis pies fácilmente. No sabes el efecto que eso produce en mi ego —dijo Pedro sin poder contener la risa.


—¿He conseguido hacértelo más pequeño? —preguntó ella con velada ironía.


—Ven aquí —dijo él de nuevo, estrechándola en sus brazos.


La besó de forma muy sensual, como si quisiera darle un adelanto de lo que sería la última parte de la noche. Cuando, finalmente, se apartaron, él se quitó el sombrero y lo colgó en un perchero de la pared.


Le asaltó entonces una leve sospecha. ¿Por qué había estado tan nerviosa al entrar en el restaurante e incluso había estado mirando por todas partes con gesto receloso?


—Allaire dijo que la comida estaba ya preparada, así que será mejor que comamos primero. Pastel de pollo al horno. Suena bien, ¿verdad? —exclamó él.


—Sí, suena maravilloso. A mi madre le salía muy bien. 
Echaba los trozos de pollo y ponía zanahorias, patatas, apio, cebolla y todas las verduras que tenía a mano. Lo metía todo en un molde, lo cubría con una capa de hojaldre, y al horno. No lo hacía muy a menudo porque le llevaba mucho tiempo, pero a mí me encantaba cada vez que lo hacía.


Pedro miró los platos que Allaire había preparado para acompañar el pastel de pollo.


—Por lo que veo, tenemos torta de maíz, pepinillos dulces y amargos, y salsa de arándanos. Y, para terminar, pastel de queso con chocolate. Esto, más que una cena, es un festín. ¿Estás preparada para devorar todo esto? —dijo él con una sonrisa, y añadió luego mostrándole la botella de vino blanco por el lado de la etiqueta—. ¿Qué te parece?


—¿Puedo catarlo antes?


—¡Vaya! Veo que eres una experta en vinos —dijo él, sirviéndole una copa.


—No, no lo soy. Solo sé distinguir entre los que me gustan y los que no — replicó ella, y luego añadió, tomando la copa por el tallo, moviéndola en círculos, oliendo el aroma del vino y tomando luego un par de sorbos—: Es muy agradable.
Creo que va a ir muy bien con el pollo.


—Opino exactamente igual —dijo él, después de probarlo también—. Es una buena noticia saber que estamos de acuerdo en algo.


—Creo que estamos de acuerdo en muchas más cosas.


Pedro sirvió un poco más de vino en la copa de ella, pero no se echó en la suya.


—Está muy bueno, pero tengo que conducir. Quiero que sepas una cosa, Paula. Esta es nuestra noche, pero si quieres irte a casa después de cenar, haremos lo que tú quieras.


Ella dejó el tenedor sobre la mesa, sin apenas haber probado nada.


—¿Y tú, qué deseas hacer?


—Creo haberte demostrado lo mucho que te deseo. No soy capaz de controlarme cuando te tengo cerca. Solo me gustaría saber si tú sientes lo mismo que yo.


—Creo que te has controlado admirablemente hasta ahora —respondió ella con una sonrisa.


—Llegué a pensar incluso que podrías ir a una de esas revistas sensacionalistas a contarles que me conduje contigo como un cavernícola —dijo él, medio en broma.


—¿Aún no confías en mí? —exclamó ella con aire ofendido.


—Olvida lo que te he dicho.


—Sin confianza, no puede haber una relación.


—Yo confío en ti —replicó él, inclinándose sobre la mesa y tomándole la mano.


Los dos se miraron fijamente. Había entre ellos una serie de sentimientos contenidos. Algunos contradictorios.


—Siento lo mismo que tú, Pedro. Quiero ir contigo a tu casa después de cenar.


Él se aclaró la garganta y tomó el tenedor, pero sin importarle lo que estaba comiendo. Solo pensaba en regresar a casa cuanto antes y tenerla desnuda en la cama. Pero entonces, Paula dijo esas palabras que suelen llenar de temor el corazón de un hombre.


—Hay algo de lo que quiero hablarte. Pero eso puede esperar hasta más tarde.


Hablar y hacer el amor no eran cosas que casasen demasiado. Hablar mucho podría romper la magia del momento. Sin embargo, mirando a Paula a los ojos, Pedro sintió casi tanta curiosidad sobre lo que querría decirle como sobre los lugares en los que se habría puesto aquel perfume tan embriagador.




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