lunes, 26 de junio de 2017

EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 2





—Sube la rodilla un poco más. Ooooh, sí. Justo ahí. Paula… eso es perfecto.


Paula Chaves se movió sobre las suaves sábanas de satén, sintiendo el material fresco en su piel encendida. Desde luego, no era así como había esperado sentirse esa tarde. 


Pero tampoco había esperado encontrarse en compañía de Pedro Alfonso.


A pesar de no verlo en cinco años, el sonido de su voz ronca le provocaba cosquilleos por la espalda. En ese tiempo, muchas veces se había preguntado si alguna vez volvería a verlo. Pero nunca, ni siquiera en sus fantasías más descabelladas, se le había ocurrido que pasaría de esa manera.


De tan sorprendida que estaba, apenas había podido preguntarle que hacia ahí. Para su asombro, se enteró de que había dejado el trabajo en Wall Street y que la presencia de él en el estudio se justificaba por ayudar a un amigo. Casi no habían tenido tiempo de decir nada más. Ella tenía que ver a un cliente en una hora y él tenía otra cita. En cuanto se puso la lencería para la sesión de dormitorio, todo había ido demasiado deprisa y hablar había sido lo último que había tenido en la mente.


Seguro que era esa situación provocativa lo que la sumía en semejante estado de excitación… nada que tuviera que ver con el propio Pedro. Después de todo, lo que habían compartido juntos había sido hacia mucho. Además, ¿qué mujer no se sentiría excitada sobre unas sábanas de satén, con una exquisita ropa interior de seda mientras un hombre sexy y magnífico la fotografiaba?


El siempre había sido atractivo de un modo muy masculino, con su pelo oscuro y profundos ojos azules. Le había gustado nada más verlo hacia diez años.


Tenía diecisiete años y estaba resentida, convencida de que la vida se terminaba porque su madre y ella habían vuelto a trasladarse, por sexta vez en doce años, desde Chicago a Long Island, Nueva York, lo que la obligó a asistir a su último año de instituto en una nueva escuela.


Como violoncelista profesional y madre soltera, Emilia Chaves se trasladaba a la ciudad cuya orquesta le hiciera la mejor oferta. Debido a su estilo de vida y al hecho de que el dinero siempre llegaba justo, habían vivido en habitaciones… hasta Long Island, donde como concesión a Paula por haber tenido que dejar a los amigos y al chico con el que salía, Emilia había alquilado una casa pequeña.


Para Paula, la profunda sensación de estabilidad, de permanencia, que había sentido al vivir al fin en una casa casi había compensado el nuevo traslado. Incluso había llegado a pensar en quedarse en Chicago con la familia de una amiga para terminar el último año del instituto, pero al final no fue capaz de dejar a su madre sola. Desde que su padre se había marchado antes de que ella naciera en vez de aceptar la responsabilidad de una novia embarazada, su madre y ella siempre habían sido las dos mosqueteros. De modo que había hecho las maletas y se había mudado. Otra vez. Y había conocido a Pedro.


Él tenía veinte años y era abierto, y estaba en Long Island pasando las vacaciones después de terminar su segundo año de universidad. Aquel día estaba cortando el césped de la casa de Paula. A las ocho y media de la mañana de un sábado. Ella había tenido ganas de tirarle un zapato por la ventana, pero entonces se asomó y sonrió… pensando que Nueva York no estaba tan mal. Entre ellos nació una amistad y una camaradería relajada. Un año más tarde, esa amistad se encendió y durante un tiempo hermoso y breve, había ardido fuera de control. Una década después de aquel primer encuentro, su sonrisa aun tenía el poder de afectarla.


Un recuerdo vívido y tierno se materializó en su mente de aquel increíble verano… de la primera vez que habían hecho el amor. De cómo la había llevado a la cama con sus brazos fuertes


Ella había sido virgen y, dominada por los nervios, había esperado incomodidad, pero habían reído de sus intentos, y entonces… pura magia. Esas manos grandes recorriéndole el cuerpo, tocándola por doquier, seguidas de sus labios, que habían demostrado ser tan mágicos como sus manos. Ella también lo había explorado con boca y manos. Piel encendida, palabras susurradas, sábanas enmarañadas.


Y el modo en que la había mirado, con deseo, reverencia y necesidad mientras la penetraba despacio, había sido… único.


Cerró los ojos y trató de visualizar a Gaston… el hombre en el que debería estar pensando. Su novio. El hombre para el que se sacaba esas provocativas fotos de dormitorio. Su plan había sido reencender su estancada vida amorosa con ese regalo. Sin embargo, desde que entrara en el estudio y descubriera, para su sorpresa y consternación, que Pedro iba a sacar las fotos, el plan se había desintegrado como vapor en una tormenta de viento. Y hablando de vapor… sentía como si le saliera de cada poro.


—Ponte de costado —pidió Pedro—, y muestra el hombro… así. Ahora agita el pelo y humedécete los labios… perfecto.
Eres preciosa, Paula. Deslumbrante. Y condenadamente sexy.


«Eres preciosa, Paula». Otro recuerdo. Una calurosa noche de verano. Los padres de Pedro fuera el fin de semana. La piscina. Sus piernas enroscadas en torno a la cintura de Pedro, la erección enterrada en su cuerpo, de modo que no sabía dónde empezaba ella y dónde terminaba el. Los dedos acariciándole las facciones como si tratara de memorizarlas. La voz ronca sobre su piel mojada… «Eres preciosa, Paula».


Parpadeó y logró decir:
—Apuesto que se lo dices a todas las mujeres a las que fotografías.


La miró por encima de la cámara.


—No, no lo hago.


Experimentó una oleada de calor y de pronto se sintió preciosa. Deslumbrante. Sexy. De ese modo que él siempre había logrado hacer que se sintiera. Un modo que hacía tiempo que no sentía.


Miro hacia la cámara, al sitio donde sabía que los ojos de él la observaban a través de la lente, y despacio rodó hasta quedar de costado; luego se puso de rodillas, disfrutando con la deliciosa fricción de las medias y del liguero contra sus piernas.


«¿Te acuerdas, Pedro?», la pregunta surgió en su mente. 


«¿Estás recordando, igual que yo, cómo era entre nosotros? 


«¿Cómo nos resultaba imposible no tocarnos?».


Alzó las manos y se las pasó por el pelo suelto, imaginando a Pedro… eh, a Gaston… no, era Pedro… acercándose, bajando la cabeza para besarla. Cerró los ojos y entreabrió la boca, anticipando el roce de los labios de él, como la primera vez…


—Se ha terminado el primer carrete.


Al oír la voz profunda de Pedro, abrió los ojos. Lo vio salir de detrás de la cámara y observarla con una expresión indescifrable.


Roto el hechizo, sintió que se ruborizaba, aunque la desconcertó sentirse abochornada. No había hecho nada malo. De hecho, intentaba hacer algo bueno. Para Gaston. Era normal revivir recuerdos, fantasear. Sin embargo, agradeció que Pedro no pudiera leerle la mente. Y tampoco Gaston.


Pero no pudo evitar pensar si la mente de Pedro también había revivido recuerdos de imágenes sensuales mientras le sacaba las fotos. Probablemente, no. El fuego sexual que había ardido entre ellos había sido efímero y había muerto hacía mucho. Y así como ocupaba un lugar especial en su corazón, la devastadora facilidad con que había finalizado la relación no le dejaba duda alguna de que apenas había sido una muesca más en su cama.


Con una tos tímida, miró alrededor en busca de la bata. 


Como si le leyera la mente, en contradicción con el pensamiento anterior, él recogió un albornoz rosa de la silla próxima a su cámara y luego fue hacia ella.


—Toma —dijo, entregándosela—, aunque es una pena cubrir esa fina lencería.


¿Había subido la temperatura del estudio? ¿Acaso no había aire acondicionado? Estaban en julio, por el amor del cielo. 


Aunque sentía como si se estuviera derritiendo, se puso el albornoz y se anudó el cinturón.


Ya estaba mejor. Sintiéndose más en control una vez tapada de cuello a pantorrillas y cuando ya no se notaba que tenía los pezones duros, se levantó del colchón y se plantó ante él. Aunque los separaban unos respetables dos metros, tuvo que plantar las rodillas para no establecer más distancia entre ellos.


Quería hacerle una docena de preguntas sobre su vida y lo que había hecho en los últimos cinco años, pero un vistazo al reloj de pared le indicó que no tenía tiempo antes de reunirse con el cliente.


—¿Cuándo estarán las fotos? —preguntó, orgullosa de no sonar tan jadeante como se sentía.


—En una semana. Te llamaré cuando estén terminadas.


Paula dio dos vacilantes pasos hacia atrás, en dirección al vestidor, donde había dejado su ropa.


—Será mejor que me vista —dio la vuelta con celeridad y cruzó con rapidez el estudio.


Después de salir cinco minutos más tarde, sintiéndose más tranquila una vez vestida y con la lencería sexy en una bolsa, se dirigió a la parte delantera del estudio. Pedro se hallaba detrás del mostrador, escribiendo en un bloc próximo al teléfono. Al oír el sonido de los tacones, alzó la vista y sus ojos se encontraron.


Salió de detrás del mostrador y la acompañó a la puerta.


—Ha sido estupendo volver a verte, Paula —le dedicó una sonrisa pícara y provocativa al tiempo que movía las cejas con exageración—. En especial ver tanto de ti.


El calor inundó el rostro de ella.


—Lo mismo pienso, Pedro —imitó su gesto con las cejas—. Aunque vieras más de mí que yo de ti.


Los ojos de él reflejaron un destello de interés.


—Quizá en esta ocasión en particular—. Aunque es un problema que se podría haber solucionado así —chasqueó con los dedos.


El calor que sintió antes descendió con rapidez y se extendió hasta la punta de los pies.


—Imagino que no es una buena idea cuando se están sacando fotos —comentó ella con igual tono jocoso—. Creo que a eso se lo llama doble exposición.


Él rio.


—Lamento que no tuviéramos tiempo para ponernos al día.


—Yo también. Me habría encantado escuchar el gran cambio de carrera que has dado.


—Y a mí me habría encantado oír cómo va tu negocio inmobiliario y cómo es el tipo para el que te sacas estas fotos. Es un hombre afortunado.


—Gracias.


—Cuando recojas las pruebas tal vez te apetezca tomar un café.


Una invitación perfectamente casual no debería haberle acelerado el corazón de esa manera. Por el amor del cielo, se trataba de un viejo amigo. Nada más. Evidentemente, pasar una hora luciendo lencería sexy le había afectado la libido.


—Suena estupendo, Pedro.


—Bien. Te llamaré cuando las pruebas estén listas —sonrió y le abrió la puerta.


—Nos vemos.


Salió a la acera. De hecho, le dio la bienvenida a la ráfaga de calor que la envolvió, porque le proporcionó algo a lo que poder echarle la culpa de su incomodidad. Fue hacia su coche y se sentó al volante. Había conducido tres calles antes de recobrar la respiración normal… algo que se negó a examinar detenidamente.


Al fin su vida estaba tal como ella quería. Estable. Segura. 


Sin constantes traslados por el país ni vivir en habitaciones. 


Su carrera marchaba viento en popa y hacía poco había logrado un objetivo importante y comprado su primera casa.


Tenía un novio estable y un trabajo estable… todo era perfecto y… estable.


Sí, quizá las cosas no eran perfectas con Gaston, pero había besado a suficientes ranas como para saber que tenía potencial de príncipe. Estaba dispuesta a trabajar los puntos que necesitaban retoques… como su vida sexual. No todos podían ser Pedro Alfonso en la cama. De hecho, al final se había forzado a reconocer que nadie sería como Pedro en la cama.


Lo último que quería o necesitaba era a alguien que sacudiera la estable barca por la que tanto había luchado. 


No lo permitiría. Nueve años atrás, Pedro la había hecho naufragar. No pensaba darle la oportunidad para que lo repitiera.




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