viernes, 7 de abril de 2017
DESCUBRIENDO: CAPITULO 25
Si se concentraba, podría seguir trabajando. Salvo que, de vez en cuando, tenía que parar para recordar lo feliz que era… y lo perfecto que había sido hacer el amor con Pedro.
Se sentía segura, confiándole su cuerpo, y él la había tomado con un equilibrio perfecto de ternura y pasión, había hecho que se sintiese completamente libre, relajada y desinhibida, todo había sido, en una palabra: felicidad.
Esa noche, las llanuras de Savannah estaban cubiertas por una suave luz violácea.
En la cocina, a Pau se le estaba haciendo tarde. Había trabajado demasiado, después de haber empezado tarde por la mañana, y casi se le había olvidado que le tocaba cocinar a ella, así que en esos momentos estaba ocupada intentando preparar algo deprisa y corriendo. Garbanzos al curry, un plato básico durante sus años de universidad y algo que seguía preparando en caso de emergencia. Solía servirlo con pan indio, pero como no lo había, coció arroz en su lugar y esperó que a Pedro no le importase tomar una cena vegetariana.
Estaba escuchando música jazz por la radio, otra cosa que hacía años que no hacía. La música la tranquilizaba, lo mismo que el romántico aroma de las especias, y pensó maravillada que no recordaba la última vez que se había sentido tan tranquila y feliz.
—Qué olor tan delicioso.
Paula se giró al oír la voz de Pedro.
No había vuelto a verlo desde que se había levantado de la cama y sintió una dulce punzada, como si una flecha le hubiese cruzado el corazón. También se sintió un poco tímida, pero Pedro se comportó con la misma naturalidad de siempre. Le sonrió.
—Dices eso siempre que cocino.
—Porque siempre cocinas cosas deliciosas.
—O porque tú siempre estás hambriento.
—Eso también es cierto —después de un instante, añadió—: Bonita música. Es Fox Bones, ¿verdad?
—¿Quién?
—Fox Bones, al saxo.
—¿Sí? No estoy segura. ¿Te gusta el jazz?
—Claro. Es mi música favorita.
—Yo habría apostado a que te gustaba el country.
—Y yo pensaba que a ti te encantaría la ópera. Todos esos italianos, como Pavarotti.
Pau se encogió de hombros.
—Es bueno, pero prefiero a Fox Bones.
Ambos se sonrieron.
Pedro se acercó y miró con curiosidad el contenido de la sartén.
—No es italiano, ¿verdad?
—Creo que ya se me ha agotado el repertorio italiano —le advirtió—. Esta noche tocan garbanzos.
Él asintió.
—¿Garbanzos y…?
—Arroz.
—¿Y qué tipo de carne?
—No hay carne, Pedro.
Él la miró fijamente.
—No pasa nada por no comer siempre carne —le dijo ella, poniéndose a la defensiva.
—¿Quién dice eso?
—Los expertos.
Iba a explicarle más del tema cuando se dio cuenta de que Pedro la miraba con los ojos brillantes.
¿Estaba volviendo a tomarle el pelo? Al parecer, sí. Cuando sirvió la cena, Pedro la comió con entusiasmo.
«Estoy acostumbrándome demasiado a su compañía», pensó Paula. «A compartir agradables comidas sin ser interrumpida por el teléfono, o sin tener prisa por acudir a una reunión. A tener a alguien con quien hablar sobre temas de todos los días que no tienen nada que ver con el trabajo.
A desear verlo al final del día.».
Como si Pedro le hubiese leído el pensamiento, le dijo de repente:
—Me preguntaba qué planes tenías, Paula.
—¿Planes?
Él sonrió con cautela.
—Me refiero a cuánto tiempo vas a quedarte aquí, y qué vas a hacer cuando te marches.
De repente, se puso nerviosa y empezó a balbucear:
—Yo… esto… tengo que estar en Canberra el mes que viene.
—¿Y entonces?
—El senado empezará las sesiones. Es para lo que me estoy preparando. Tengo muchas cosas que leer.
—¿Y después?
—¿Después?
—Sí.
—Tendré que tomar una decisión.
Pedro abrió mucho los ojos.
Paula se dio cuenta de que tenía que explicárselo.
—No podré mantener mi embarazo en secreto, así que tendré que decidir si continúo con mis actuales responsabilidades y me enfrento a las preguntas de la prensa, o si dimito y salgo de escena para tener a mi bebé en privado. Tal vez en Italia.
—Si fuese tú, me decantaría por la segunda opción.
Paula jugó con su vaso de agua.
—Sería lo mejor, pero, como política, me siento casi obligada a permanecer en mi puesto, para hacer, digamos, de abogada de todas las madres solteras.
—No te necesitan. Es demasiada responsabilidad. Demasiada presión, y eso no puede ser bueno para tu embarazo.
—Es verdad.
A Paula no le dio tiempo a decir nada más, porque el teléfono sonó en el despacho de Pedro, al otro lado del pasillo.
Él se levantó, molesto.
—Supongo que debo ir a contestar. Perdóname.
Cuando se hubo marchado, Paula se quedó pensando en lo serio que se había puesto mientras ella hablaba de su futuro. No podía esperar que comprendiese que su carrera tenía que ser lo primero.
Estaba orgullosa de su trabajo y no podía permitir que aquella aventura le enturbiase el pensamiento. Nada había cambiado. Pedro y ella tenían muy pocas cosas en común.
Eran tan distintos como un café y una cerveza. Si ella hubiese estado en su lugar, no se habría quedado en la granja haciendo de anfitrión cuando debía estar ocupándose de reunir el ganado.
Con respecto a las cosas importantes de la vida, siempre tomarían distintas decisiones, aunque le costase recordarlo cuando la besaba.
De hecho, la noche anterior había habido momentos peligrosos en los que había llegado a desear no haberse quedado embarazada, pero no podía pensar así. No era bueno, y tenía que mantenerse fuerte. Sabía que había reflexionado mucho su decisión y que era la correcta.
Pedro no tardó mucho en volver y, cuando lo hizo, Paula no habría podido decir si estaba contento o triste.
—Era Bill —le contó.
—¿Bill? ¿El cocinero?
—Sí —respondió él, acercándose.
Paula olió su aftershave y tuvo que contener las ganas de acercarse más a él.
—¿Quieres que te dé primero la buena o la mala noticia? —le preguntó Pedro.
Aquello la sorprendió.
—La buena, supongo.
—No vas a tener que volver a cocinar, Bill va a volver.
Ella estuvo a punto de decir que no le importaba cocinar, que había disfrutado mucho de sus cenas, los dos solos.
—Bueno —dijo por fin—. Supongo que así ambos podremos trabajar más. ¿Y cuál es la mala noticia?
—En realidad, no es exactamente una mala noticia —confesó Pedro sonriendo—. Los hombres han terminado de reunir el ganado y van a volver.
—¿Aquí?
—Sí.
—Ya veo —Paula se sintió decepcionada. No se imaginaba la granja llena de hombres.
Se había acostumbrado a estar sola con Pedro. Ir a Savannah había sido como estar en una isla desierta con un hombre increíble. ¿Acaso no era aquélla la fantasía que tenían todas las mujeres? ¿Y no era normal que no se hubiese dado cuenta de ello hasta ese momento?
—La granja estará llena de gente mañana —dijo Pedro—. Sabes lo que eso significa, ¿verdad?
—No quiero que se den cuenta de que hemos… esto… tenido algo, Pedro. No puedo permitirme habladurías.
Él asintió e hizo una mueca.
—Ya me imaginaba que dirías algo así.
—Pero estás de acuerdo conmigo, ¿verdad? No queremos un escándalo.
—Odiaría ponerte en una situación comprometida. Los cotilleos corren como la pólvora. Ya va a ser bastante duro que te vean los hombres. Van a tomarme el pelo, por supuesto, pero les diré que me dejen tranquilo.
Suspiró con impaciencia.
—Algunos son trabajadores contratados, que se marcharán de aquí en cuanto terminen su trabajo. Y quién sabe lo que pueden contar por ahí. Así que, sí, creo que es mejor que tengamos cuidado.
—Exacto —dijo Paula, a pesar de sentirse muy desgraciada sin motivo alguno.
Pedro alargó la mano y entrelazó sus dedos con los de ella.
Ese simple gesto la hizo sentirse mejor.
—Al menos, tenemos esta noche —añadió Pedro con naturalidad.
Ella se preguntó si sería sensato. Al fin y al cabo, unos minutos antes habían estado hablando de su futuro, un futuro en el que no había lugar para él. Una noche más juntos haría que la ruptura fuese todavía más dura.
Tal vez la llegada de los demás hombres fuese lo mejor.
Paula bajó la mirada a sus manos entrelazadas. La de él era ancha y morena, y tenía una cicatriz en el nudillo del pulgar.
Esa mañana, esa mano había trazado las letras de su nombre en el interior de su muslo.
De sólo pensarlo, volvió a excitarse y sintió la necesidad de abrazarse a él, de rogarle que la acariciase de nuevo y que cubriese su cuerpo de besos.
Él le acarició con suavidad el dedo pulgar, en silencio.
Cuando Paula levantó la vista vio decisión en su mirada, y deseo.
En ese aspecto sí que estaban en la misma onda.
Pedro la abrazó, la rodeó con su fuerza y con el calor de su deseo. Le mordisqueó con cuidado la barbilla.
—No podemos desperdiciar esta última noche, Paula.
Ella pensó que tenía razón. ¿Cómo iba a pasar esa última noche sola? ¿Qué había de malo en pasarla con Pedro?
Sería la última antes de que su vida volviese a la normalidad.
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