miércoles, 1 de marzo de 2017

APUESTA: CAPITULO 30




Navidades, dos años atrás


—¡Aunque sean hijos de gitanos itinerantes, tienen tanto derecho como cualquier otro niño a la escolarización!


Los miembros del consejo del ayuntamiento se quedaron mirando a Pedro en silencio, de pie frente a ellos.


—Solo porque vivan en caravanas en vez de en una casa como ustedes o como yo, no significa que haya que discriminarlos.


El alcalde lo escrutó por encima de la montura de sus gafas.


—Nadie está discriminándolos, Alfonso. Sus padres no pagan impuestos, así que no podemos ponerlos en un colegio subvencionado con los impuestos de los contribuyentes.


—El colegio apenas tiene alumnos suficientes como para llenar dos aulas —replicó Pedro—. ¿Acaso harían tanto estropicio diez niños más? —le espetó negando con la cabeza—. Por amor de Dios, escúchese, señor alcalde. Algunos de esos niños no tienen más de seis años. ¿Cuánto puede costar empezar a enseñarles a leer y que dibujen y coloreen?


Paula cerró sigilosamente la puerta de la sala de plenos y se sentó en un banco al fondo. Había querido sorprender a su viejo amigo con una visita por Navidades, pero, como siempre, había sido él quien la había sorprendido, hallándolo allí en vez de en su casa en la víspera de Nochebuena.


Una sonrisa se dibujó en sus labios al verlo en acción por otra noble causa. Defender sus convicciones era su manera de demostrar que algo le importaba.


—Mire, Alfonso, el hecho es que los demás padres se nos echarían encima si se enteraran de que ellos están pagando impuestos para que sus hijos puedan ir al colegio mientras que otros no tienen que hacerlo —le estaba diciendo el alcalde a Pedro.


—Oh, claro, y la discriminación es la mejor solución —le espetó Pedro, encogiéndose de hombros con ironía.


Celia Farrelly, una de las concejalas, se puso en pie indignada.


—¡Eso no es justo, señor Alfonso!


—Sí, esa es precisamente la definición de «discriminación», gracias, señora Farrelly —se volvió hacia el alcalde—. Escuche, si lo que quieren es evitar un enfrentamiento con los vecinos, yo pagaré el porcentaje que haga falta para que esos niños tengan libros, lápices y lo que sea. ¿Qué me dice?


El hombre pareció considerarlo.


—Bueno, supongo que podríamos hacer eso. Por supuesto habría que poner al corriente a la junta escolar… y a los padres de esos niños, claro, para que puedan agradecérselo.


Pedro se apresuró a negar con la cabeza y agitar la mano en señal de negativa.


—No, no, a los padres no. Son gente orgullosa, y lo verían como caridad. ¿Por qué no les dice simplemente que ha decidido que no va a hacer distinciones? Además, eso contribuiría a mejorar su imagen y la de todo el consejo del ayuntamiento, ¿no creen?


Los concejales se miraron unos a otros.


—En fin, si él está dispuesto a asumir los gastos… —balbució uno bajo y fornido.


—Sí, lo estoy —insistió Pedro con firmeza.


El alcalde le estrechó la mano, y se disolvió el pleno. Los concejales empezaron a recoger sus papeles, y Pedro se puso la chaqueta, pasándose una mano por el cabello mientras suspiraba cansado. ¿Cómo podía haber gente tan cerrada de mente?


—¿Todavía intentas salvar al mundo, Alfonso? —lo llamó una voz familiar.


Pedro alzó la vista, y se encontró con una Paula sonriente. Su rostro se iluminó al instante.


—¡Chaves!


Y en solo dos zancadas estaba a su lado, envolviéndola en un fuerte abrazo.


—¡Diablos, cómo me alegro de verte! —le dijo apartándose para poder mirarla mejor. Estaba realmente preciosa—. ¿Qué estás haciendo aquí?


Paula entrelazó su brazo con el de él, llevándolo hacia la salida.


—Pues visitarte, tonto, ¿a qué otra cosa habría venido a este pueblo minúsculo?


—Eh, señoritinga cosmopolita, mucho cuidado: este «pueblo minúsculo» es mi hogar, y le tengo mucho cariño —la reprendió él, fingiéndose ofendido.


Paula se rió.


—Sí, eso he oído —asintió mientras cruzaban la puerta de doble hoja del ayuntamiento—. Bueno, ¿vas a invitar a esta vieja amiga a una copa en Riley's?


—¿Cómo no?


Y tomaron la calle que cortaba la avenida para dirigirse a su pub favorito.


—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —le preguntó Pedro mientras caminaban.


—No lo sé —era agradable volver a verlo en persona y poder hablar con él. Las ocasionales llamadas telefónicas que se hacían nunca le habían parecido suficiente—, supongo que hasta que mi gente y tú os hartéis de mí.


—¿Tu «gente»? —repitió Pedro con una sonrisa maliciosa—. Ah, la pequeña Paula se nos está volviendo una yanqui —suspiró dramático—. Interesante acento, por cierto.


Paula frunció los labios y le dio un golpe en el brazo.


—¿Puedes recordarme por qué he venido a Irlanda? Creo que lo he olvidado —le dijo para picarlo.


—Has venido porque yo soy lo único que te hace desear volver. En el fondo estás locamente enamorada de mí y no podías pasar más tiempo sin mí —contestó él, sonriendo de nuevo.


—Alfonso, no dejes que se te infle más la cabeza o no pasarás por las puertas.


Pedro le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí.


—Un día te darás cuenta de lo encantador que soy.


—¿Y cómo sabes que no me he dado cuenta ya? —se rió ella.


—Bueno, pues… —de pronto Pedro se detuvo y la miró a los ojos—, porque entonces te quedarías aquí en vez de volver a dejarnos y marcharte a la otra punta del mundo.


Su amiga lo miró enternecida.


—Ahora estoy aquí, ¿no? Eso es lo que cuenta, el momento presente —le dijo alzando la barbilla.


Pedro siguió mirándola un buen rato, estudiando sus ojos verdes. Había en ella algo diferente, algo nuevo, pero no acertaba a averiguar qué era.


—Es estupendo tenerte aquí, Chaves.



****

—¿Que me has inscrito?


Cata nunca hubiera esperado que su amiga se lo tomara tan mal.


—Oh, vamos, Paula, estoy segura de que ganarás. ¿Qué mejor Dama del Lago que tú?


El concurso de la Dama del Lago era un concurso de belleza que se celebraba como parte de las fiestas locales.


—¿Qué me dices de alguien que quiera serlo? —le espetó Paula entre furiosa e incrédula.


—¿No te parece que estás exagerando un pelín? —inquirió Cata contrayendo el rostro—. No es nada serio, es solo para divertirse un poco, como la subasta de solteros.


—¿Qué subasta de solteros?


—Pues en la que Kieran ha inscrito a Pedro… —Cata se mordió la lengua al comprender que había metido la pata al decirle aquello. A Paula no iba a hacerle ninguna gracia—. Ejem… ¿no lo sabías?


Paula había enarcado una ceja, y estaba mirándola con los ojos entornados.


—¿En qué consiste exactamente esa subasta?


Cata carraspeó incómoda antes de contestar.


—Bueno, pues… las mujeres del pueblo pujan para tener una cita con uno de los solteros que se… em… subastan —explicó contrayendo el rostro de nuevo.


—¿Qué? —exclamó Paula boquiabierta y con los ojos como platos—. ¿Me estás diciendo que las mujeres del pueblo van a pujar por una cita con Pedro?


—Eeeeh… sí, me temo que sí…


—¿No me estarás tomando el pelo, verdad? —inquirió Paula cruzándose de brazos.


Cata negó muy despacio con la cabeza.


—¡Cielo Santo!, ¿no es una broma? —exclamó su amiga, llevándose las manos a la boca. Y, de repente, se echó a reír de tal modo que no podía parar—. ¡Dios!, ¡cuando Pedro se entere…! ¡Matará a Kieran! —dijo entre carcajadas.


Cata estaba mirándola como si pensara que había perdido el juicio.


—¿Y tú qué?, ¿es que no te importa nada que subasten a Pedro?


Paula, que estaba secándose las lagrimillas que se le habían escapado con el ataque de risa, se quedó de piedra, imaginando a Maura Connell echándosele encima durante una cita, y sus cejas se arquearon hacia abajo al tiempo que fruncía los labios. Dejó escapar un gruñido de disgusto ante la idea.


Cata sonrió maliciosa.


—Bueno, podrías pujar por él —sugirió—. A todo el mundo le parecería algo encantador.


Paula meneó la cabeza.


—No puedo hacer eso.


Cata contrajo el rostro en un gesto de dolor, se puso una mano en la lumbar izquierda, y se sentó en uno de los taburetes de madera.


—Oh… es por lo de Kieran —adivinó—. ¿Todavía no le habéis dicho nada?


—No —murmuró Paula—. ¿Te encuentras bien, Cata?


—Oh, sí, perfectamente. Este panzón me pesa como si fuera a tener un bebé de cinco toneladas, pero aparte de eso estoy bien.


Paula fue al fregadero para llenarle un vaso de agua y se lo tendió. A pesar de lo avanzado de su embarazo, Cata se había empeñado en que fueran de compras al centro juntas, aprovechando que era día festivo. Lo habían pasado muy bien, pero de tanto caminar y estar de pie, Paula había acabado con una ampolla en el pie derecho, y Cata con los tobillos más hinchados que de costumbre.


—Bueno —le dijo Paula mientras su amiga bebía—, piensa en lo ligera que te sentirás cuando ya hayas dado a luz.


Cata se rió, pero después se quedó callada, como pensativa.


—¿Sabes?, es curioso las vueltas que da la vida. ¿Quién me iba a haber dicho hace años que iba a casarme con Paul y que íbamos a tener un hijo? ¿O que tú, después de haber estado seis años saliendo con Kieran, te ibas a encontrar de repente en medio de una relación con Pedro? La vida tiene un sentido del humor muy peculiar, ¿verdad?


—Oh, sí, muy peculiar —asintió Paula.


—¿Qué fue lo que pasó entre Kieran y tú? —inquirió su amiga—, para que cortarais, quiero decir.


El rostro de Paula se ensombreció, y se encaramó a la encimera, frente a su amiga.


—Yo lo amaba… o al menos eso creía. Estuvimos juntos tantos años, y después él me pidió que nos casáramos… No sé, supongo que no estaba segura.


—Nunca me dijiste que te había propuesto matrimonio —farfulló Cata sorprendida—. Entonces, tu marcha a América, ¿fue por él?


Paula asintió.


—En realidad fue una huida.


—¿Te hizo daño del algún modo? —inquirió su amiga—. Paula… ¿no te engañaría con otra?


Paula no se sorprendió de que Cata diera en el clavo. 


Siempre había sido muy perspicaz.


Asintió de nuevo con la cabeza.


—Qué bastardo —masculló Cata indignada—. No seguirás enamorada de él a pesar de eso, ¿verdad?


Paula ladeó la cabeza.


—No, enamorada no, pero después de tantos años juntos, creo que no es extraño que siga teniéndole afecto. Es algo que no se borra de la noche a la mañana.


—¿Y Pedro también se lo ha perdonado? —inquirió Cata frunciendo las cejas.


Su amiga bajó la mirada.


—Bueno, la verdad es que no sabe nada de aquello.


—¡Cielos! —exclamó Cata llevándose la mano a la boca—. Y es mejor así, desde luego. Si se enterara lo mataría.


—Por eso mismo yo nunca me he atrevido a contárselo. Le hice creer que fue todo culpa mía, que yo le rompí el corazón a Kieran. No quería sentirme responsable de que se enfrentaran y perdieran la amistad que tenían.


—¡Ah, qué redes tan enmarañadas tejemos a veces! —suspiró Cata filosófica, tomando otro sorbo de agua—. ¿Y seguro que no le has dicho a Kieran lo que hay entre Pedro y tú porque aún sientes algo por él?


—¡Cata!, ¿cómo puedes decir eso?


Su amiga se encogió de hombros.


—Bueno, no sé, se me ha ocurrido de repente… y es posible que a Pedro se le haya ocurrido lo mismo —apuntó.


—¿Crees que sería capaz de jugar con los sentimientos de Pedro si aún estuviera enamorada de Kieran?


—No he dicho eso, pero un hombre inseguro del terreno que está pisando, como lo es Pedro, puede pensarlo.


En ese momento se abrió la puerta del porche y apareció una sonriente Nieves.


—¡Hola, chicas!, Pedro y Kieran están fuera, aparcando el coche. ¿Cómo fue vuestro día de compras?


—Agotador —gimió Cata con un mohín dramático—. Y ha sido una verdadera tortura ver a esta señorita —dijo señalando a Paula—, probándose un vestido tras otro.


Nieves se rió.


—¿Y al final te has comprado alguno? —le preguntó a Paula, sentándose en otro taburete junto a Cata.


La joven estaba evitando los ojos castaños de Nieves, aunque no comprendía por qué tendría que sentirse culpable. En realidad ella no estaba tratando de robarle a su prometido o algo así, pero no podía evitar sentirse tremendamente rastrera, ocultándole las confesiones que Kieran le había hecho.


Oh, se ha comprado uno increíblemente sexy con el que va a ganar el título de Dama del Lago —intervino Cata con una sonrisa traviesa, antes de que pudiera contestar.


—¡Cata! —exclamó Paula irritada—. No voy a participar en ese ridículo concurso, y punto —giró el rostro hacia Nieves—. Ha sido ella la que se ha empeñado en comprarme ese vestido. Y tendrá que devolverlo.


—Ni hablar, un regalo es un regalo —replicó Cata ofendida—. Además, ya no puedes echarte atrás: el concurso es mañana por la noche. No querrás que gane Maura, ¿verdad? No habrá quien la soporte si la coronan Dama del Lago.


—¡Oh, sí, preséntate, Paula! —la animó Nieves, uniéndose a Cata—. Seguro que ganarías. Yo podría arreglarte el cabello y ayudarte con el maquillaje.


—Hum… reunión de mujeres —dijo Kieran, entrando por la puerta—. ¿Qué estáis tramando?


Sus ojos se encontraron con los de Paula, y advirtió un ligero sonrojo en las mejillas de ella, antes de apartar la vista rápidamente.


—Paula va a participar en el concurso de la Dama del Lago —anunció Nieves—. Es mañana por la noche.


—¿Qué es mañana por la noche? —inquirió Pedro que entraba en ese momento, mientras se limpiaba las botas en la esterilla.


Paula gimió, ocultando el rostro entre las manos.


—Genial.


Pedro sonrió al grupo de amigos reunidos en su cocina antes de encaramarse a la encimera al lado de Paula. Lo hizo sin pensar, dándose cuenta de que no debería haber hecho algo así cuando Kieran le lanzó una mirada suspicaz. Para tratar de arreglarlo, le dio un codazo a Paula en las costillas y guiñó un ojo a los demás mientras decía:
—Debe de ser algo bueno para que Chaves se haya puesto así de vergonzosa, ¿eh, Kieran?


Paula se destapó la cara para mirarlo airada.


—Eso, búrlate de mí. Vaya un amigo…


—Bueno, ¿vais a contarme de qué va esto o no? —prosiguió Pedro mirando a los otros y después a Paula.


—Pues va de que Cata, tal vez porque con el embarazo tiene las hormonas alteradas y le está afectando el cerebro, me ha apuntado al concurso de la Dama del Lago.


Pedro se echó a reír.


—¡Bien hecho, Cata!


Paula no pudo evitar contagiarse de sus risas, dándole un golpe en el brazo para mantener las apariencias.


—¡No tiene gracia, pedazo de zoquete!


—Espera a ver el vestido que llevará —dijo Cata meneando las cejas—. Es de lo más atrevido.


—¡Cata! —volvió a protestar Paula.


—Diablos, no creo que pueda esperar hasta mañana por la noche —intervino Pedro con una sonrisa socarrona—. ¡Paula Chaves vestida como una chica!


Paula bajó la vista a la sudadera y los vaqueros gastados que llevaba puestos y después volvió a alzarla hacia él con el ceño fruncido.


—¡Piérdete, idiota! —le dijo dándole otro golpe en el brazo.


Pedro prorrumpió otra vez en carcajadas, y Paula esperó a que se calmara antes de alzar la barbilla desafiante:
—Me alegro de que lo encuentres tan gracioso, porque yo también estoy ansiosa por ver qué pasará mañana cuando te enfrentes a la maza del subastador.


Pedro la miró perplejo. Obviamente no tenía ni idea de a qué se refería.


—¿La maza del subastador? —repitió.


Paula se cruzó de hombros y miró a Kieran con una sonrisa ácida.


—¿Por qué no se lo explicas?


Kieran se quedó mirándola un instante. Después miró a Pedro, y de nuevo a Paula, devolviéndole la sonrisa con cierta rigidez.


—Oh, no, no querría estropearte la diversión, Paula, ¿por qué no se lo dices tú misma?


La joven despegó sus ojos de los de Kieran y se giró hacia Pedro.


—Kieran te ha apuntado a la subasta de solteros de mañana por la noche.


Pedro puso tal cara de asombro que todos prorrumpieron en carcajadas.


—¡Ni hablar! ¡Me estáis tomando el pelo! —exclamó boquiabierto.


—Me temo que no —dijo Paula.


Cata estaba secándose las lágrimas de la risa y añadió, llevándose una mano al pecho:
—Dios, os juro que si me pongo de parto mañana por la noche me cruzaré de piernas para que el bebé espere. No me lo perdería por nada del mundo.



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