Volaban en primera clase.
Lorena inclinó el respaldo hacia atrás y miró al hombre que había sentado a su lado.
Le costaba creer que estaba allí. Que él le hubiera pedido que lo acompañara. O que ella se hubiera saltado una semana de clases para hacerlo.
Habría sido imposible negarse. Era exactamente lo que había anhelado. Un periodo de tiempo durante el cual fuera suyo y nada más que suyo.
Se preguntó qué diría su padre si lo descubriera. Desde la adolescencia, ésa había sido la pregunta que condicionaba la mayoría de sus actos. En especial todos los de rebeldía. A Lorena le encantaba hacer cosas que sabía que su padre desaprobaría.
Le parecía un pago merecido por todas las veces que la había decepcionado.
Y habían sido muchas.
Se oyó ruido de platos en el cubículo donde la azafata estaba disponiendo el almuerzo. Al otro lado del pasillo, un matrimonio mayor hablaba de las excursiones que pensaban hacer cuando estuvieran en República Dominicana.
Jorge tecleó un par de veces y observó la pantalla de su portátil. La mandíbula tensa indicaba que estaba reflexionando sobre algo.
De repente, alzó los ojos y captó su mirada. Ella permitió que viese su deseo, sin dejarse llevar por las reglas del juego que solía sentirse obligada a practicar con él.
Él alzó la manta, puso la mano sobre su pierna y le acarició el muslo, insinuante, con ardor.
—¿Café o té, señor Chaves? —preguntó la azafata, asomando la cabeza desde detrás de la cortina.
—Café —contestó él, con voz suave como chocolate fundido.
—¿Y usted? —le preguntó a Lorena.
—Té, por favor —respondió ella.
La azafata desapareció de nuevo. Jorge retomó las caricias donde las había dejado.
Lorena cerró los ojos y se preguntó qué habría dicho su padre de eso.
****
Pedro se volcó en su trabajo el viernes, en un intento valiente, pero vano, de sacarse a Paula de la cabeza.
No podía dejar de pensar en ella.
Ni en el beso en el parque del día anterior.
Lo había revivido cientos de veces. La suavidad de la mejilla bajo su mano. La sorpresa que sintió cuando ella le devolvió el beso.
«Déjalo. Deja que se vaya. Olvida que la has conocido» esa cantinela se repetía en su cabeza a ritmo de tambor, y sin embargo ella lo tenía atrapado. No podía resistirse al tirón más de lo que podía la marea resistirse al influjo de la luna.
****
Después del trabajo, se descubrió en el coche, poniendo rumbo hacia Buckhead, sin tener la menor idea de lo que iba a decirle. La necesidad de verla tenía una fuerza propia, que lo sacaba de los límites del sentido común y la razón.
Condujo por el camino de entrada, bajó del coche y fue hasta la puerta delantera. Había un periódico en los escalones. Lo recogió y llamó al timbre.
No hubo respuesta. Volvió a llamar y esperó cinco minutos.
Dejó el periódico en los escalones y dio la vuelta a la casa, para ver si había alguien en la parte de atrás. Nadie. Se acercó al garaje y, sintiéndose como un intruso, miró por una de las ventanas. Faltaban los dos coches.
Podía estar en cualquier sitio. Visitando a su familia. O pasando la noche en casa de una amiga. Pero algo le daba mala espina.
Volvió al coche y se quedó mirando la casa.
«No tienes ni idea de qué estás haciendo peligrar».
Las palabras volvieron a su mente con la fuerza de un rayo.
Paula no estaba allí. Y no iba a volver.
Su conclusión no era lógica. Pero estaba seguro.
Se quedó allí un buen rato, absorbiendo esa posibilidad. Si había encontrado una vía de escape, era para bien. Había visto a tipos como Jorge Chaves innumerables veces. Nunca se rendían. Nunca. La única esperanza de Paula era volver a empezar en otro sitio. En un lugar donde Jorge no pudiera encontrarla.
Eso sería lo mejor para Paula. Y quizá también para él. Si se había ido definitivamente, no tendría más opción que olvidarla.
Sin embargo, sentía una intensa sensación de duelo. De pérdida. Como si acabase de perder algo que podría haber cambiado su vida.
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