viernes, 17 de noviembre de 2017

MI UNICO AMOR: CAPITULO 4





—¿Está desocupado, Alfonso? —preguntó Paula en tono desdeñoso cuando él la siguió al salir de la tienda.


—Imagino que sabe que él es casado —comentó brusco.


—¿Es eso importante?


—Debería serlo. Cuando los vi abrazados pensé que quizás necesitaba que se lo dijeran.


—Supongo que no tomó en cuenta que eso no es asunto suyo —respondió con igual brusquedad—. ¿Su propia ética es irreprochable?


—Acepte mi consejo y deje las cosas en paz. No quiero ver cómo destruye un matrimonio.


—No se preocupe —masculló entre dientes—. Estoy segura de que si Adrian desea que usted intervenga se lo pedirá.



—En el yate imaginé que algo no marchaba bien, ahora sé qué es —Pedro la observó—. Parecía nerviosa como un gato al acecho. ¿Qué sucedió? ¿Estropeé sus planes al estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado?


—No se entrometa, Alfonso —entrecerró los ojos—. No necesito sus opiniones. Si deseo ver a Adrian Franklyn lo haré, con o sin su aprobación. De hecho… —agregó impulsada por un deseo malvado de ser perversa—. Lo veré después del trayecto en barco. Pasaremos más tiempo juntos.


Con satisfacción se dijo que el hombre llegara a sus propias conclusiones, pero la mirada de Pedro fue extrañamente enigmática.


—¿Esa es su última palabra al respecto? —preguntó tranquilo y ella le sonrió con frialdad.


—Sin la menor duda. Adiós, señor Alfonso. No permita que yo lo aleje de su trabajo. Estoy segura de que tiene muchas cosas en las cuales ocuparse. ¿Quizás una trigueña perdida?


Se volvió y caminó al puesto de exhibición donde el fotógrafo la esperaba con la cámara colgada al hombro.


Le pareció que el tiempo se eternizaba antes de que tomara las fotos y terminara con la entrevista que le hacía la prensa local. Le tomarían más fotos, pero lo harían cuando el yate emprendiera camino y ella no tenía que preocuparse por eso. Cuanto antes terminara el asunto, mejor. Odiaba ser el centro de atención, pero al menos serviría para incitar el interés en su propio negocio. ¿Qué mejor manera de lograrlo que alejarse del terreno firme y preceder a un conjunto de balsas por el río, desfilando frente a la gente que presenciaría el espectáculo?


Para cuando regresó al yate ya habían puesto el estandarte en su lugar y lo único que ella tenía que hacer era colocarse frente a él y formar una T con su cuerpo… Tendencia, sería el nombre de su compañía.


Se aferró a las correas de cuero que le proporcionaron y se acomodó contra el poste de soporte.


—¿Necesita ayuda?


Unos ojos azules observaron su cuerpo esbelto.


—¿Qué hace aquí? —preguntó irritada—. ¡Váyase!


—¡Caray qué nerviosa! Sólo pregunté si necesita ayuda.


—No deseo nada de usted —respondió exasperada—. Sólo quiero verle el dorso de la cabeza.


—Eso es posible —murmuró en voz sedosa sin perturbarse por la muestra del mal humor de ella—. Sonría para la cámara —sugirió y se alejó.


Paula lo miró con hosquedad. ¡Qué hombre tan irritante! Ni en ese momento se iba… Tuvo que detenerse para hablar con los hombres que revisaban las abrazaderas de acero. 


Hacía cualquier cosa para retrasarlo todo e irritarla. ¿Por qué diablos elegía ese momento para, ¡Dios santo!, sacar un fajo de billetes del bolsillo de su pantalón y contarlos con una lentitud enfurecedora?


Bulló en silencio mientras enfocaba la tranquilizadora vista del río y de los campos. Pedro actuaba así con premeditación, sólo para atormentarla. Pues bien, él perdía su tiempo. Ella seguiría mirando el panorama y pensaría en algo tranquilo, y antes de que pasara mucho tiempo, Pedro Alfonso no sería más que un recuerdo borroso, una espina en la piel que se había quitado para pisotearla.


Con gusto aceptó la intromisión del sonido del motor que se ponía en marcha, y el suave deslizamiento del yate que se dirigía al flujo principal, le proporcionó un grato sentimiento.


Paula cerró los párpados, alzó el rostro hacia el sol para disfrutar de su luz y su tibia caricia en las mejillas.


Una repentina brisa le agitó de manera juguetona los rizos castaños que ondearon y tocaron el estandarte. Con movimientos perezosos estiró los brazos y sonrió. Su mirada soñolienta recorría la procesión de juncos y árboles torcidos que remojaban sus ramas en el río. A lo lejos estaba el campo donde se realizaba la fiesta. La flotilla de balsas que había seguido de manera majestuosa el surco del yate había desaparecido.


Abrió enormes los ojos porque comenzó a recelar. 


¿Desaparecieron? ¿Adónde? Volvió la cabeza y vio al hombre que dirigía el timón.


—¿Qué diablos cree que hace, Alfonso? Esta no es la trayectoria. ¿Por qué está al timón?


—Quejas —murmuró sin volverse—. Sólo quejas. Tenía entendido que deseaba verme el dorso de la cabeza. Por lo visto, no hay manera de complacerla.


—¿En dónde estamos? —exigió al soltarse de los soportes para acercarse a él—. ¿Por qué no estamos con el resto de las embarcaciones?


—Hubo un pequeño cambio en los planes —murmuró—. Se me antojó un cambio de escenario, pero no se preocupe.


—No estoy preocupada —tronó—. Estoy furiosa. Debimos seguir el programa. No puede cambiarlo de buenas a primeras.


—¿Por qué no? —preguntó sorprendido.


Paula emitió un sonido que fue algo entre un silbido y un gruñido.


—Porque estamos en el siglo veinte y hace siglos que desapareció la época de la piratería —repuso con fiereza.


—¡Qué pensamiento tan deprimente! —comentó sobrio—. De todos modos, podríamos revivirla, ¿no?




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