domingo, 5 de noviembre de 2017
HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 2
Pedro giró por la autovía número cinco. Estaba cansado de tanto conducir. Llevaba dos meses buscando a Paula Chaves sin éxito, pero el detective que había contratado a través de su bufete de abogados, Marcos Brennan, sí lo había logrado.
Brennan había descubierto su dirección a través de una herencia que le había dejado un tío. Por fin, Pedro iba a poder hablar con ella y preguntarle por qué había desaparecido.
Estaba claro que tenía sus planes y que éstos no incluían ir a la comida que daba la familia. ¿Por qué no se lo había dicho en la iglesia? Él quería ofrecerle su ayuda con el bebé.
Era lo único que le quedaba de su hermano; la única persona a la que había querido. ¿Por qué tantas molestias para evitar qué hiciera lo único que podía hacer? Ayudarla económicamente.
No tenía sentido. Paula no estaba preparada para ser madre soltera, Sólo se había quedado embarazada porque, generosamente, había accedido a una inseminación artificial del hijo de German después de enterarse de que Laura era estéril por culpa de una infección.
Intentó controlar el exceso de emociones que siempre sentía cuando pensaba en Paula. Se habían conocido en Bellfield la noche anterior a la boda de German y Laura. Paula había aparecido con un aspecto sofisticado y cosmopolita, igual al de su hermana gemela, una fachada a través de la cual él no había podido ver.
Mientras la había tenido en sus brazos en la pista de baile, su destino había quedado sellado y, cuando acabaron de bailar, él deseaba mucho más de ella. Deseaba tenerla debajo de él, abrazados, tan cerca como dos personas podían estar.
Después del baile la había llevado a dar un paseo a medianoche por los jardines y a un episodio caliente y apasionado en la casa de la piscina. Si ella no hubiera hecho un comentario completamente inocente, él habría tomado su virginidad allí mismo. Pero había sentido pánico y se había detenido. Obligándose a pensar. Aquel momento había sido el punto más bajo de su vida porque se había dado cuenta de algo terrible. Allí, en la casa de la piscina, en la noche más mágica de su vida, había descubierto la realidad. La virginidad significaba un compromiso y él estaba muy lejos de ser una persona comprometida. Demasiado parecido a su padre. Demasiadas mujeres se lo habían dicho, su madre incluida, y finalmente tenía que aceptarlo.
Él había dado marcha atrás y Paula y él habían vuelto a la fiesta, justo antes de que acabara. Esa noche había dormido poco; ninguna mujer le había hecho sentir como ella y ahora tenía miedo de no ser capaz de resistirla.
Sabía que a Paula le dolería cuando se enterara del tipo de hombre que era y temía que afectara a su relación con German.
Por eso, al día siguiente durante la boda, decidió mostrarse encantador y simpático con ella sin acercarse demasiado.
El plan se había ido por la borda cuando ella apareció en la iglesia al lado de su hermana. El deseo de abrazarla había sido casi incontrolable. Todavía le dolía el descubrimiento de la noche anterior y las previsiones del futuro solitario que lo esperaba.
Pedro decidió utilizar a una amiga de la familia como escudo entre él y Paula. No se había imaginado que ella se sentiría tan dolida al verlo con otra persona; pero no se había atrevido a acercarse y darle una explicación.
Ahora, cinco años después, iba a encontrarse con ella en privado, sin ninguna protección.
Tenía miedo, mucho miedo de que el aspecto dulce de ella tan diferente del glamuroso de cinco años atrás lo atrajera irremediablemente.
No le gustaba, en absoluto, lo que estaba sintiendo.
Pedro vio su próxima desviación y enseguida se encontró conduciendo por una carretera llena de curvas en medio de ninguna parte. Pasó al lado de una granja de Amish, después de otra, y otras propiedades mucho más pobres que los vecinos sin electricidad Amish.
Tuvo que adelantar a varias carretas conducidas por hombres con sombreros negros. Por alguna extraña razón, a los niños que miraban por la ventanilla de atrás, les encantaba saludarlo. Era difícil ignorar sus caras felices. No tenía mucha experiencia con niños, pero no le pareció mal sonreírles y saludarlos.
Unos cuantos kilómetros más adelante, cuando su frustración había alcanzado un nivel bastante elevado, vio un buzón de correos oxidado. Paró el coche, levantando una gran polvareda.
Allí estaba: Chaves. Las letras estaban desgastadas.
Miró al camino que conducía hacia un pequeño bosque.
Sabía que ella estaba allí. La había localizado. Y al hijo de su hermano.
Intentó controlar sus sentimientos y se dirigió con su pequeño coche deportivo por el camino de piedra. Después de una curva, el túnel de árboles se acabó. En medio del claro, había varios graneros medio derruidos y una casa que había visto tiempos mejores. Alrededor, hectáreas de hierba y maleza.
En el porche, dos mecedoras se movían lánguidamente con la brisa cálida de principios de verano. Un arco iris de macetas de colores le daban un poco de alegría a tanta decadencia.
Pedro salió del coche. Se sentía incapaz de conectar aquel lugar con la mujer a la que iba buscando o, al menos, con la imagen que tenía de ella. ¿Habría sido todo una mentira?
Aquélla no parecía la casa de una decoradora.
Ahora se acordaba. En la boda le había dicho que era diseñadora de interiores y que tenía su propio negocio y planes para abrir una tienda de antigüedades. ¿Cómo podría haber dejado todo eso cinco años después para quedarse con Laura y German hasta que naciera el bebé? Esa ausencia tan prolongada habría supuesto la muerte para cualquier negocio.
Y si todo eso también era mentira, ¿cómo pensaba mantener a un niño?
Pedro estaba allí de pie, horrorizado. ¿Allí era donde Paula pensaba criar al hijo de German?
Enderezó los hombros y caminó hacia delante preparado para luchar por el hijo de su hermano. Acababa de poner un pie en el primer escalón cuando Paula le habló a través de la mosquitera de la puerta.
—¿Qué quieres? —preguntó ella; su tono era hostil.
Él tomó aliento.
—No fuiste a la comida —dijo él, esforzándose por mostrarse simpático. Tenía una misión y no quería estropearla.
—No tenía nada más que decirte ni a ti ni a tu familia — respondió ella con serenidad.
—¿Por eso huiste? ¿Por qué no tenías nada que decir?
—No huí. Me viene a casa. Éste es un país libre —dijo ella, sin cambiar su tono.
Él volvió a respirar hondo para tranquilizarse.
—Tenemos que hablar —repitió.
—¿Ah, sí? ¿De qué?
Abrió la puerta y salió al porche.
Seguía siendo tan delicada y delgada como siempre; el embarazo todavía no se le notaba. Ahora sus grandes ojos azules brillaban enfadados.
Él hizo un esfuerzo para no sonreír. Quizás estuviera enfadada y su voz sonara dura, pero con aquel pelo rubio y suave alrededor de su preciosa cara con forma ovalada se la veía muy dulce e inocente. Y también muy seductora.
«¿Qué demonios te pasa?»
—Mira, lo que tengo que decirte no me llevará mucho tiempo —dijo él, obligándose a pensar en el motivo por el que estaba allí—. El hijo de German es lo único que me queda de mi hermano. Tengo una propuesta que hacerte: vuelve conmigo a Pensilvania. En Bellfield hay una casita en el jardín en la que puedes vivir. Es un lugar pequeño y atractivo. Cálido. Limpio. Cuando nazca el bebé, puedes darme su custodia y yo te lanzaré profesionalmente en la ciudad que tú elijas. Es la salida más inteligente al lío en el que las muertes de Laura y German te han dejado.
Paula pestañeó incrédula. De repente, las palabras le salieron a borbotones.
—Y yo que pensaba que mi primer encuentro contigo me había dejado un mal sabor de boca —dio un paso hacia delante—. Nunca tendrás a mi hijo, Pedro Alfonso. ¿Lo entiendes?
—Estamos hablando de mucho dinero. Y de quitarte muchas responsabilidades de encima.
—Un bebé no es una responsabilidad. Tampoco es un lío.
Un bebé es un regalo.
—Te daré cien mil dólares. Ése es mi tope.
—¡Dinero! Eso es todo lo que le importa a tu familia. Ya me habían contado historias Laura y German, pero no tenía ni idea... —dejó de hablar y meneó la cabeza; de repente, se sentía muy triste—. Tu familia le hizo mucho daño a German. Y a Laura. Márchate.
—Mira, Paula...
—No. Mira tú. Quiero que te marches. El sheriff es amigo mío. Lo llamaré y le diré que te has metido en mi propiedad sin permiso. Éste es mi hijo y ningún Alfonso va a poner sus manos mercenarias encima de él.
—Eso será si un juez no decide lo contrario —la amenazó él.
Paula se enfureció.
—Voy a llamar al sheriff así que será mejor que te marches de aquí cuanto antes —dijo con rabia—. Que tengas un buen día.
Se giró con la cabeza bien alta y cerró la puerta de un golpe.
Haciendo que las ventanas de aquella casa decadente temblaran.
Pedro volvió a su BMW deportivo y se marchó.
No tenía ganas de encontrarse con ningún fortachón de pueblo.
Había ido allí para pedirle que le dejara ver al bebé de vez en cuando. Pero, después de ver la forma en la que vivía, había decidido que no podía permitir que el niño viviera en esas condiciones. Pero lo que estaba claro era que no iba a conseguir al hijo de German sin luchar.
Pedro pestañeó.
¿Conseguir al bebé? ¿Luchar? ¿Qué diablos había dicho? ¿Qué diablos había hecho?
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