domingo, 22 de octubre de 2017
NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 16
Apresuradamente, ella apartó de su mente aquellos débiles pensamientos, pensamientos que quizá la guiaran hacia algún tipo de placer inmediato, a obtener cierta satisfacción, pero al mismo tiempo hacia algo que no duraría y que la dejaría sintiéndose mucho más pérdida y sola de lo que ya estaba. Siempre había jurado que no se involucraría en ninguna relación que no fuera seria simplemente por la atracción física que sentía.
Pero si había un hombre que le podía tentar a romper su promesa era Pedro Alfonso.
Al observarlo detenidamente allí delante de ella y ver cómo le brillaban sus grises ojos, pensó que él era la tentación personificada. Era como la hermosa y seductora serpiente del jardín del Edén. Y no había escondido lo mucho que la deseaba.
Tuvo que reconocer que se sentía muy tentada. Por primera vez en su vida deseó dejar a un lado el sentido común, olvidarse de la compostura que sentía debía guardar y disfrutar de la emoción que conllevaría una apasionada y loca aventura sexual.
Pero incluso al pensarlo, las palabras «apasionada» y «loca» le impresionaron, por lo que reconsideró el asunto. Aquello no formaba parte de su actitud en la vida.
—Quizá nos iría bien en la cama… ¡pero ésa no es una buena razón para casarse!
—¿No? A mí me parece que es una de las mejores razones que pueden existir.
—Ni siquiera nos gustamos el uno al otro… aparte de en ese aspecto.
—¿Importa eso? —preguntó Pedro, encogiéndose de hombros—. Conozco a muchos matrimonios cuyos miembros se detestan el uno al otro abiertamente, pero que permanecen juntos debido a su estilo de vida y por el hecho de que un miembro de la pareja le ofrece al otro lo que éste disfruta. Por lo menos nosotros también tendríamos la pasión.
—¿Y eso seria suficiente para ti?
—Sería un maravilloso punto de partida.
De partida.
Paula se negó a sí misma la posibilidad de leer nada en aquella afirmación. Él había declarado abiertamente que no creía en el amor, que nunca lo había hecho y que nunca lo haría.
—¿Por qué no crees en el amor? —preguntó repentinamente, incapaz de luchar contra la intensa curiosidad que amenazaba con agobiarla.
Pedro se quedó muy impresionado ante aquella pregunta, pero se recuperó de inmediato. El desprecio que sintió se reflejó en su mirada.
—No he visto ninguna evidencia de que exista.
—¡Oh, venga ya! —respondió ella, pensando que no podía permitir que él dijera aquello.
Pensó que a nadie que tuviera treinta y tres años le habría pasado inadvertido el amor en una forma u otra.
—¡Debes de haber visto alguna evidencia!
—¿Ah, sí?
—Seguro que tus padres…
La respuesta de Pedro fue una risotada tan amarga que a Paula se le heló la sangre en las venas.
—Definitivamente mis padres no.
—Tu madre debió de quererte —se arriesgó a decir Paula.
Sintió el corazón revolucionado.
La heladora mirada que le dirigió él amenazó con consumirla y convertirla en polvo allí mismo. Tuvo que utilizar todo su coraje para quedarse donde estaba y no salir corriendo.
—Aunque mi madre se hubiera quedado a mi lado lo suficiente para conocerme, dudo que hubiera llegado a sentir nada parecido a como el amor se describe en la ficción y en los cuentos. Para serte completamente sincero, me costaría creer que ella hubiera sentido absolutamente nada.
—¡Pero era tu madre!
—Simplemente me dio a luz, eso es todo.
Si había algún sentimiento escondido tras la fría máscara que era en aquel momento la cara de Pedro, éste estaba haciendo un buen trabajo en no mostrarlo. Parecía que sus facciones habían sido esculpidas en mármol y sus brillantes ojos se habían tornado opacos, como los globos oculares de las estatuas antiguas.
—¿Y… tu padre?
Paula realmente no había querido preguntar aquello: tenía la horrible sensación de que no le iba a gustar la respuesta.
Nadie se volvía tan cínico como Alfonso sin una buena razón y ella estaba comenzando a darse cuenta de que él tenía más razones de las que jamás se había imaginado.
—¿Mi padre?
El sonido de la risa de Pedro, tan fría y dura, provocó que ella se estremeciera.
—Dudo que mi madre supiera quien era mi padre. Podría haber sido uno de una docena de candidatos. Fuera quien fuera, tampoco quería hacerse cargo de un niño —contestó él sin ningún tipo de autocompasión reflejado en la voz.
Continuó hablando con total normalidad.
Pero Paula deseó acercarse y tomarle la mano para mostrarle su compasión. Aunque al pensarlo bien decidió no hacerlo, ya que intuyó la respuesta de Pedro.
Él odiaría si ella mostraba cualquier tipo de preocupación por él y probablemente rechazaría su gesto con uno brusco de su parte, aunque parecía que aquel hombre tenía una coraza contra cualquier tipo de sentimentalismo y quizá no le afectara. Pero fue el miedo ante lo que cualquier contacto físico le fuera a causar a ella lo que la contuvo. Tras el devastador efecto que las caricias y los besos de aquel hombre habían tenido sobre ella, no quería arriesgarse de nuevo.
Entonces recordó la razón por la que Pedro estaba en su casa. Había ido a por ella…
—No importa lo estupenda que fuera la noche que pasamos juntos: fue sólo una noche y ya pasó. No tengo ninguna intención de volver a repetirlo.
Pedro cuestionó aquello con la mirada. Pero ella lo ignoró.
—No me voy a casar contigo. No quiero tener nada que ver contigo.
—Mentirosa —dijo él en voz baja—. Mira lo que ocurrió cuando te besé.
—Lo que ocurrió entonces fue sólo lujuria… no tuvo nada que ver con el amor.
—¿Y necesitas amor antes de casarte?
—¡Sí! i Si, lo necesito!
—Perdóname, querida, pero no te lo puedo ofrecer. Lo que sí te puedo ofrecer es un gran acuerdo…
—No lo quiero. No quiero nada de ti… ¿qué? —preguntó Paula al ver cómo él echaba para atrás la cabeza como si estuviera impresionado—. ¿Qué he dicho para impresionarte tanto?
—Si es ésa la verdad, entonces te sugiero que hables con tu padre sobre esto.
—¿Con mi padre… por qué? —quiso saber ella, muy confundida.
Pensó que no había ninguna razón para que él tuviera que involucrar a su padre en todo aquello.
—Si realmente no lo sabes, él te lo dirá. Tu padre te lo explicará mejor que yo.
—No tengo ninguna intención de hablar con mi padre. Nada de lo que él pueda decir hará que me case contigo.
—¿Estás segura?
—Desde luego.
—¿Sabes por qué me iba a casar con Natalie? —le preguntó Pedro.
—Claro… tú querías casarte para asegurar una dinastía de herederos Alfonso.
Decir aquello impresionó a Paula, que pensó que quizá a través de sus futuros hijos Pedro podría llegar a comprender que el amor sí que existía.
—Pero a mí no puedes forzarme a casarme contigo —continuó.
—Te prometo que no pretendo emplear ningún tipo de fuerza. Pero te casarás conmigo.
—¡De ninguna manera! ¡Nunca!
La sonrisa que esbozó Alfonso provocó que a ella se le helara la sangre en las venas.
—¿No hay un refrán que dice que nunca se debe decir nunca? —preguntó Pedro.
—Quizá lo haya, pero creo que te darás cuenta de que a mí no se me aplica.
—Habla con tu padre, Paula —insistió él con una sombría severidad.
Ella lo miró directamente a los ojos para tratar de vislumbrar lo que le estaba pasando por la mente. Pero no pudo intuir nada, ya que la expresión de los ojos de él era completamente opaca.
—¿Qué es lo que está ocurriendo? —preguntó.
Pedro agitó la cabeza.
—Está bien… —dijo Paula, que pensó que no le iba a permitir disfrutar de su victoria—. Hablaré con mi padre, pero no ahora mismo… no mientras estés encima de mí como un ángel vengador. Si tengo que hacer esto, lo haré en privado… cuando no estés en mi casa. Vamos… quiero que te marches… fuera de aquí…
En realidad no sabía qué haría si él se negaba a marcharse.
Pero Pedro se encogió de hombros de forma desdeñosa.
—Está bien —concedió—. Me marcho… por ahora. Tengo que reservar una habitación de hotel y realizar varias llamadas telefónicas por asuntos de negocios. Pero volveré.
La amenaza implícita en las dos últimas palabras que dijo Pedro provocó que Paula se pusiera muy nerviosa.
—Te marcharás y no volverás, ¡no hasta que yo no te diga que puedes! Si es que te lo digo. Cuando haya hablado con mi padre, si creo que tú y yo debemos hablar, te telefonearé —comentó, sintiéndose manipulada por aquel hombre.
Observó cómo Pedro se volvía a poner el abrigo y se preguntó qué le tendría que decir su padre cuando se pusiera en contacto con él.
—Éste es mi número de móvil —le dijo Alfonso, dándole una tarjeta que había sacado del bolsillo de su abrigo—. Lo necesitarás para telefonearme.
Aquel hombre estaba muy seguro de sí mismo y a ella la controlaba completamente.
En un momento de rebelión se negó a aceptar la tarjeta.
Levantó la barbilla y lo miró directamente a los ojos. Él se rió y tiró la tarjeta al sofá.
—La necesitarás —dijo implacablemente—. Telefonéame —añadió, dándose la vuelta.
Cuando Paula abrió la puerta para que él saliera, vaciló en insistir que se marchara al percatarse de lo mal que estaba el tiempo. El viento soplaba con más fuerza y se había puesto a llover intensamente. Incluso caía granizo.
—¿Estás seguro de que estarás bien?
—¿Qué es esto, Paula? —se burló Pedro—. ¿Estás preocupada? Ya soy un niño mayor.
—Ya lo sé —espetó ella, alterada ante la preocupación de que él se marchara… y por el hecho de sentir esa preocupación. Le dio un vuelco el estómago al pensar que Alfonso tenía que conducir bajo aquellas inhóspitas condiciones meteorológicas—. Eres mayor y feo, pero yo no saldría ni a dar un paseo.
—Sobreviviré.
Paula se sintió mucho peor cuando él dijo aquello. Se preguntó qué pasaría si le ocurría algo. Estaba anocheciendo y la carretera que llevaba al pueblo estaba muy mal iluminada. El asfalto estaba en un pésimo estado y, aunque Pedro conociera la carretera tan bien como ella, conducir bajo aquellas condiciones seria una experiencia terrible.
—No te vayas —dijo repentinamente, dándose la vuelta para mirar al Forajido.
Pero él ya había pasado por su lado y estaba abriendo la puerta de su coche. Se sentó en el asiento del conductor.
Durante un momento, ella se planteó salir corriendo tras él.
Incluso levantó la mano para suplicarle que se quedara, pero el sonido que hizo el motor del vehículo al arrancar provocó que se rindiera.
Pedro no se iba a quedar para agradarle ni para tranquilizarla. Y admitir sus miedos le daría a aquel hombre más poder sobre ella, ya que se daría cuenta de que se preocupaba por él. Por todo ello se forzó en quedarse allí de pie y observar cómo el vehículo se alejaba por la carretera.
Era desconcertante ver cómo el coche era golpeado por el aterrador viento. Cuando perdió de vista el vehículo pensó que realmente era una noche terrible y, de alguna manera, al pensar que Pedro se había ido, parecía incluso más oscura y fría que nunca.
Recordó que él le había dicho que debía hablar con su padre. Se estremeció y entró de nuevo en su casa, donde agarró el teléfono.
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