jueves, 31 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 29



A primeros de enero se sucedieron una serie de temporales de nieve que paralizaron la mayor parte de Arkansas, Oklahoma y buena parte del este de Texas. Pero al fin terminó por aclarar, los niños volvieron a la escuela y la guardería y Paula a su trabajo.


—Preguntan por ti.


La joven se sobresaltó, ya que no había oído a Nicolas entrar en la cocina. Levantó la vista de la cazuela que llenaba en el fregadero para hervir patatas.


—¿Por mí? ¿Quién es?


—No lo sé. Es la primera vez que la veo.


Paula cerró el grifo.


—¿Y no se te ha ocurrido preguntarle el nombre?


—Claro que sí, muchacha. ¿Por quién me tomas? Pero no me lo ha dicho. Dice que es una sorpresa.


La joven, intrigada ya, se secó las manos en un paño de cocina y salió a la sala de estar. La visitante, una mujer alta y delgada que llevaba un traje de pantalón y chaqueta y el pelo rubio corto, estaba de pie de espaldas a ella y miraba una foto de los niños que Paula había colgado unos días atrás en la pared.


—¿Desea algo?


La mujer se volvió y Paula se quedó sin aliento.


—¡Santo Cielo, querida! — Graciela Idlewild sonrió de oreja a oreja, aunque tenía los ojos llenos de lágrimas—. Me empezaba a desesperar no volver a verte —abrió los brazos—. Ven y déjame que te abrace.


—Has aprendido a hacer muy buen café — comentó Graciela unos minutos después, sentada a la mesa de la cocina.


—Gracias —Paula seguía en estado de shock, aunque había empezado a preparar el rollo de carne para la cena—. ¿Dices que te llamó el doctor Alfonso?


—Dijo que había encontrado mi número en una guía de teléfonos en Internet. Dejó un mensaje en mi contestador, pero yo había ido a Idaho a ver a mi hermano y mi cuñada.


Paula, de espaldas a ella, echó una lata de salsa de tomate encima de la carne y pan rallado en el bol. Si no veía su figura delgada, su estilo juvenil y su pelo teñido, podía imaginar que había vuelto a su cocina de Fayetteville.


—¿Por qué... por qué no has llamado antes?


—Le dije al doctor Alfonso que esto era arriesgado, pero él insistió en hacerlo así. ¿Te importa?


Paula tomó el salero. Negó con la cabeza.


—Me alegro —rió Graciela—. No puedo creer que tengas tres hijos.


Paula se secó una lágrima de la mejilla.


—Sí. Un niño y dos niñas. La pequeña tiene poco más de tres meses.


—¿Dónde están?


—Noah está en casa de un amigo hasta las seis y Karen y Ana están durmiendo, pero despertarán pronto.


—¿Por qué no nos llamaste nunca? Tú sabes que te habríamos ayudado si nos necesitabas.


Paula mantuvo la vista fija en la carne.


—Creía que no tenía derecho a pediros que me sacarais de un lío en el que me había metido sola.


—Entiendo —Graciela arrancó una hoja muerta de la violeta africana que Mildred había regalado a Paula por Navidad—. ¿Y asumiste que habíamos renunciado a ti?


—No ocultasteis que no queríais que me casará con Javier.


—Estábamos preocupados por ti, querida —dijo la mujer con gentileza—. Nos habría gustado que fueras a la universidad y esperaras unos años para casarte.


—Con otro que no hubiera sido Javier.


Graciela tardó un momento en hablar.


—¿Tú querrías que una de tus hijas se casara con alguien como Javier Chaves?


Paula pensó un momento.


—Antes la encerraría —dijo al fin.


Graciela soltó una carcajada y le pasó un brazo por los hombros.


—No creo que haya una mujer en el mundo que no se haya sentido atraída por alguien como Javier. Un hombre que parece personificar la magia y los sueños. Y el amor verdadero es mágico, no te quepa duda, pero no del tipo de magia que creen los Javier Chaves de este mundo. Lo que no significa que hicieras mal en quererlo ni en seguir con él cuando tu matrimonio se puso difícil.


—¿Cómo lo sabes?


—El doctor Alfonso me contó lo que sabía — bajó el brazo y se apoyó en la encimera. Ese hombre tiene una elevada opinión de ti. Es raro encontrar a un... amigo así.


Paula se ruborizó, pero no mordió el anzuelo y cambió el tema de conversación.


—¿Cómo está Jorge?


Graciela tardó un momento en contestar.


—Murió hace dos años. Fue una muerte pacífica, mientras dormía, dos semanas antes de cumplir los setenta años.


—Lo siento mucho —suspiró Paula.


—No hay nada que sentir. Tuvimos muchos años maravillosos juntos —sonrió Graciela—. Mezclados con otros no tan maravillosos, pero el matrimonio es así.


—Estoy enamorada de él —dijo Paula de pronto—. Del doctor Alfonso, me refiero. Me he enamorado de un hombre que está convencido de que lo honorable es apartarme de él —miró con ojos brillantes a la única mujer con la que siempre había podido hablar—. Y yo no sé qué hacer.


Graciela sonrió y le puso una mano en la mejilla.


—Yo también he notado el amor en su voz, querida —se encogió de hombros—. Por desgracia, a veces lo único que se puede hacer es esperar. Otras veces... —volvió a encogerse de hombros— hay que ponerles un petardo debajo del trasero.


Paula hizo una mueca.


—¿Y cómo narices propones que haga eso?


Graciela se echó a reír.


—Aquí puede ocurrir una de dos cosas. O tu doctor Pedro lamenta el día en que dejó ese mensaje en mi contestador...


—¿o?


—O no podrá encontrar palabras suficientes con las que agradecérmelo.




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