jueves, 31 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 27




EN LA superficie, todo seguía igual unos días después. Pedro había encendido fuego en la chimenea, Paula envolvía regalos sentada en el suelo con las piernas cruzadas y rodeada de lazos y cintas, y el conjunto formaba una escena prenavideña idílica. Pero la revelación de Paula unos días atrás había dejado algo inacabado entre ellos y, cuando anunció que la casa de Emerson estaba lista para que se trasladaran cuando quisieran, Pedro tuvo la sensación de que le habían dado un martillazo.


El regalo que más le habría gustado hacerle a Paula, un reencuentro con sus padres adoptivos, parecía cada día más improbable, ya que los Idlewild no habían respondido al mensaje que les había dejado en el contestador y en conjunto tenía la sensación de que no podía hacer nada bien.


—Supongo que estarás contenta —comentó.


Ella asintió.


—Pero creo que esperaremos a después de Navidad —dijo—. Ya que aquí tenemos el árbol —terminó de colocar un lazo en un paquete verde para Noah y lo puso a un lado.


—Paula —dijo él—. Ya sabes que no es preciso que os vayáis.


La joven lo miró.


—Tú tienes que recuperar tu vida —dijo; cortó otro trozo de cinta—. Y yo tengo que seguir adelante con la mía.


—Sé que ahora estamos un poco tensos, pero...


—No puedes tener las dos cosas —musitó ella—. No podemos volver a lo de antes, y sé que la culpa es mía.


—¡Eh! — Pedro le tomó una mano y se la apretó para que no la soltara—. Nadie tiene la culpa y podemos superar esto. No necesitas esa carga económica.


Paula soltó su mano con ojos brillantes.


—Sobreviviré. Ruby me compra cuarenta tartas a la semana y tengo también lo que me pagas tú. Y Nicolas va a poner parte de su pensión para el alquiler y comida...


Pedro nunca creyó que vería ese día, pero el viejo había limpiado su propiedad y la había puesto a la venta.


—Todo irá bien —resumió ella—. Ya verás.


Pedro la miró.


—No voy a dejar de preocuparme por vosotros sólo porque os vayáis.


La joven bajó los ojos. Él miró el árbol en busca de valor.


—No sabes lo mucho que me tienta tu oferta —dijo—. Y no quiero que te vayas sin que sepas que no la rechazo porque no te quiera, porque te aseguro que te quiero con todo mi corazón. Pero sería un egoísta si dejara que me amaras.


Ella lo miró largo rato en silencio; la confusión de sus ojos dio paso a la derrota. Sonó el móvil. Pedro lanzó una maldición y lo sacó del cinturón. Pero cuando volvió a mirar al lugar donde estaba Paula, ella había desaparecido.



*****


—Pero yo no me quiero ir. A Karen y a mí nos gusta esto. Y a Ana también.


La habitación de los niños estaba llena de regalos. Paula no había contado con que mucha otra gente también les compraría cosas.


—Hace un mes te gustaba la nueva casa — dijo a su hijo.


—Me da igual. Quiero quedarme aquí con Pedro.


—Yo también —musitó Karen.


Por lo menos los niños habían tenido una buena Navidad, aunque para ella las últimas cuarenta y ocho horas habían sido un infierno.


—No podemos. Ésta no es nuestra casa, pero Pedro ha dicho que podéis venir siempre que queráis.


Noah la miró de hito en hito.


—¿El tío Nicolas viene con nosotros? —preguntó.


—Claro que sí. Y ahora tenéis que acostaros. Mañana va a ser un día muy atareado.


Esperó a que se metieran en la cama y besó a Karen, pero cuando fue a hacer lo mismo con el niño, éste apartó la cara. 


Paula le tomó la mano entre las suyas.


—Lo siento, cariño, pero es para bien.


Noah la miró con gesto acusador y ella se inclinó y le besó la frente.


—Sé cómo te sientes —susurró.


No tenía mucho que trasladar, aparte de las pocas cosas que había llevado consigo desde Arkansas, los regalos de los niños y toda la parafernalia que la gente del pueblo había dado a Ana desde que nació, pero todo ello junto no pesaba tanto como su tristeza.


Tristeza que rehusó irse ni siquiera cuando Mario apareció con su camioneta y Paula vio la hermosa cómoda de madera de arce y la mecedora que éste dijo haber encontrado en el desván esperando que alguien las adoptara. Pedro no estaba allí, lo habían llamado y no podía ayudar con la mudanza. Y Paula se alegraba de ello.


Durante toda la tarde pasó gente con comida y regalos para la nueva casa, entre ellos tres cafeteras, y Ruby, Ines y Luralene se presentaron con cazuelas, platos y cubiertos.


Al fin las cuatro mujeres se sentaron alrededor de la mesa de la cocina, donde la peluquera mecía a Ana mientras Noah y Karen exploraban el jardín. Ruby había investigado entre los regalos de comida y acabó eligiendo un pastel casero de Didi Meyerhauser.


—Esa mujer sí sabe cocinar —dijo—. ¿Tienes servilletas?


Paula dijo que no, pero se levantó para buscar un rollo de papel de cocina, lo cual le dio una excusa para moverse y dejar de sonreír un rato.


Lo cierto era que tenía los ojos llenos de lágrimas y no podía sacudirse la tristeza. ¿Cómo iba a poder seguir trabajando con él? Si hubiera tenido elección, lo habría dejado, pero no era fácil encontrar trabajos de media jornada bien pagados.


Respiró hondo, sacó el rollo de papel de una caja y volvió a la mesa, donde las tres mujeres la miraron compasivas.


—Ese hombre es un idiota —declaró Ruby.


—Amén —dijeron Ines y Luralene al unísono.


Y Paula se echó a llorar.




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