jueves, 17 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 7





DOS MINUTOS después, Pedro estaba en el asiento del conductor.


Paula no estaba segura de si estaba intentando contener su enfado o sus ganas de reírse de ella. Aunque sospechaba que era lo segundo.


–Bien –dijo él, incorporándose al tráfico de nuevo–. Llama a los Bromwich y diles que no voy.


–¿Por qué no? ¡No puede…!


–Sí puedo. De todas maneras, no me apetecía ir a esa maldita comida.


–¡Pero aceptó la invitación!


–Es igual. Estarán bien sin mí. Habrá doscientos comensales. De todos modos, habría pasado inadvertido entre la multitud –señaló él.


Eso era muy improbable, pensó Paula con ironía.


–¿Y qué les digo?


–Diles… –comenzó a responder él e hizo una pausa–. Diles que he tenido una pelea con mi secretaria, que me ha dicho que soy una amenaza. Y que, a consecuencia de ello, me siento dolido e incapaz de socializarme a gran escala.


–¡Entre otras cosas, eso es falso! –replicó ella con indignación.


–También puedes decirles que, como hace un día tan bonito,
prefiero comer en la playa –continuó él con una sonrisa–. Iremos a comer pescado fresco. ¿Te gusta el pescado?


Paula levantó las manos con gesto de desesperación.


–Supongo que no puedo convencerle de que no es buena idea.


–Aciertas –replicó él y le dedicó una pícara sonrisa–. Tal vez,
deberías haberlo tenido en cuenta antes de comportarte como una leona y entregarme las llaves del coche.


–¡Estaba usted… pasándose de la raya!


–Mmm… La verdad es que me siento un poco fuera de mí hoy – comentó él, frunciendo ceño–. ¿No te pasa lo mismo? Después de lo que pasó en el ascensor –añadió en voz baja.


Paula posó los ojos en la carretera y se preguntó qué pasaría si admitía que no tenía ni idea de cómo lidiar con la atracción que sentía.


Sí, hacía mucho que no le sucedía algo así. Pero eso no significaba que no estuviera asustada. Lo estaba y mucho, pensó, cerrando los puños sobre el regazo.


Además, ¿qué podía conseguir si reconocía lo que sentía?


Que tuvieran una aventura, poco más. Pedro Alfonso no iba a casarse con una madre soltera. ¡Casarse! Diablos, ¿en qué estaba pensando?, se reprendió a sí misma.


Por otra parte, al pensar en sus necesidades económicas, recordó que no tenía ningún empleo esperándola para cuando terminara su sustitución.


Debía salvar la situación como pudiera, sin perder el trabajo, se advirtió a sí misma.


–Me disculpo por haber perdido los nervios –dijo ella–. Es posible que no sea buena conductora. No he practicado mucho. Pero estaba haciéndolo lo mejor que podía –añadió y miró al cielo con resignación.


Pedro Alfonso la miró con atención y un gesto un tanto burlón.


–¿Eso es todo?


Paula tragó saliva, comprendiendo su indirecta. Ella estaba evitando hablar de lo que había pasado en el ascensor y él lo sabía.


–Eso me temo –insistió ella.


–Lo dices como si no quisieras hablar más del tema –observó él tras un momento de silencio–. En otras palabras, ¿no es posible que lleguemos a tener una relación, señorita Chaves?


–No –negó ella con voz apenas audible–. Oh –señaló y agarró el bolso… cualquier cosa con tal de romper la tensión–. Llamaré a los Bromwich… aunque tal vez sea demasiado tarde para encontrarlos.


–Así sea –afirmó él.


Paula sabía que no se estaba refiriendo a la comida que iba a perderse.


Tras un momento de titubeo, ella decidió que era mejor dejar
clara su postura.


–En cuanto a lo de llevarme a comer, señor Alfonso, si ha
cambiado de idea lo comprendo.


–De eso nada. Para empezar, estoy hambriento. Y, como Rogelio y yo solemos comer a menudo cuando estamos en algún viaje de trabajo, no tienes por qué pensar que la oferta esconde segundas intenciones.


–¿Segundas intenciones?


Pedro Alfonso la miró con un brillo de humor en los ojos.


–No tienes por qué pensar que te invito para intentar seducirte… o romper tu escudo de hielo.


Paula se dio cuenta de que estaba sonrojándose sin remedio. Buscó refugio en la tarea de contactar con los Bromwich.


El restaurante al que la llevó su jefe tenía una terraza sobre la playa. Encontraron una mesa bajo una sombrilla, pidieron y se quedaron contemplando las aguas de la bahía.


Pedro Alfonso cumplió su palabra. No intentó seducirla con su conversación y, de alguna manera, consiguió que la comida fuera amena y amistosa.


Parecía un hombre muy distinto a como era otras veces, pensó Paula. No sólo había dejado atrás su pose arrogante de millonario, tampoco se comportaba con el mal humor que había mostrado en el coche.


–Bueno… –dijo él y se miró el reloj–. Volvamos a la oficina.


–Gracias por la comida –dijo ella, poniéndose en pie.


Pedro Alfonso también se levantó y, durante un breve instante, los dos se miraron a los ojos antes de apartar la vista y dirigirse hacia el coche.


Paula sabía que iba a tener que sufrir las consecuencias de aquella comida tan agradable, cuando no pudiera dormir esa noche.


Sin embargo, Sol, emocionada por todo lo que había visto en el zoo, cayó dormida apenas tocar la almohada. Paula le dio un beso en la frente y salió de su dormitorio sin hacer ruido. 


Pero, cuando se acostó, estuvo dando vueltas en la cama, sin poder dejar de revivir el día tan extraordinario que había compartido con su jefe.


Recordó cómo la brisa le había despeinado y cómo, al verlo, a ella se le había puesto la piel de gallina. Y recordó cómo había fantaseado con que él la tocara el cuerpo desnudo al verlo juguetear con el salero con sus dedos fuertes y largos.


Debía superar aquellos sentimientos, se dijo Paula. Sobre todo, porque si dejaba el trabajo, la agencia no la llamaría tanto y eso afectaría a sus ingresos. Tenía que pensar en Sol y en lo mejor para ella. Una aventura fugaz con un hombre que no parecía capaz de comprometerse no sería buena idea. Al menos, él no había ido en serio con Portia Pengelly… la había estado usando y, más o menos, lo admitía.


Paula no había olvidado cómo se había sentido cuando se había dado cuenta de que la habían utilizado y le habían dicho que el aborto era la única salida en aquellas circunstancias…


Con la mirada fija en la oscuridad, cerró los ojos para no llorar.


No. No podía dejar que ningún otro hombre la hiciera daño.


Fue de gran ayuda que Pedro Alfonso estuviera fuera durante los dos días siguientes, pero cuando regresó, aún le quedaban a Paula dos semanas de trabajar allí.


Sin embargo, él parecía estar de mejor humor. Menos abrasivo con ella… y sin nada que delatara que, en una ocasión, se habían quedado paralizados en el ascensor, hipnotizados el uno con el otro.


¿Habría hecho las paces con Portia?, se preguntó Paula. ¿O habría encontrado una sustituta?


En cualquier caso, Paula estaba un poco más relajada. Incluso cuando se quedaron atrapados en un atasco de camino a una reunión de trabajo. Era un día nublado y había llovido toda la noche. Había habido un accidente en el camino y el tráfico estaba bloqueado por completo. Un helicóptero sobrevolaba la escena.


–Debe de haber sido un accidente grave –comentó ella–. Igual llegamos tarde.


Pedro Alfonso apagó el motor y se encogió de hombros.


–No podemos hacer nada –repuso su jefe con una paciencia poco común en él–. Cuéntame, ¿cómo fue tu infancia?


–Bueno… veamos –señaló ella con tono pensativo, diciéndose que no tenía nada de malo responder–. Mi padre era maestro, muy intelectual, mientras que mi madre… –explicó e hizo una pausa, porque solía resultarle difícil describir a su madre–. Mi madre es una persona muy creativa. Se le da muy bien hacer cosas con las manos… pero no es demasiado práctica –añadió y sonrió–. Podrían haberse llevado muy mal pero, sin embargo, hacían una pareja excelente. Ella lo animaba con sus ideas y él la hacía poner los pies en la tierra. Como maestro, le entusiasmaba la educación y me ayudaba mucho. Por eso, conseguí ir a una escuela privada, con una beca. También estudié en la
universidad gracias a varias becas. Él…


–Continúa –la animó él.


Paula le lanzó una rápida mirada, preguntándose por qué estaría interesado en su vida… y por qué ella se la estaba contando.


–Yo pensaba que me parecía más a mi padre. Pasaba mucho tiempo con él, estudiando o leyendo. Pero ahora me doy cuenta de que también tengo muchas cosas de mi madre. Es muy buena cocinera y yo estoy aprendiendo, aunque no creo que nunca llegue a ser tan buena como ella.


–¿Y cómo pudiste licenciarte siendo madre soltera? –preguntó él.


Paula volvió a mirarlo. ¿Lo preguntaría sólo por curiosidad o…? De todos modos, ¿qué razón tenía para no responderle?


–Fue muy difícil, pero Sol me ayudó a mantenerme centrada. Me puse a trabajar a media jornada mientras estudiaba –explicó ella e hizo una pausa–. Tomaba varios empleos al mismo tiempo, toda clase de empleos.


–¿Como por ejemplo?


–Fui recepcionista en un taller de tatuajes –repuso ella con cierto aire nostálgico–. Mis compañeros me regalaron un ramo de flores cuando nació Sol. Y trabajé en una tienda de botellas. Y en un supermercado. Hice de niñera y de limpiadora –enumeró y se detuvo un momento–. Mi padre acababa de morir. No conoció a Sol… pero yo estaba decidida a licenciarme, porque sabía que mi padre se habría sentido muy decepcionado si no.


–¿Cómo conseguiste este trabajo?


–Cuestión de suerte. Uno de mis profesores tenía contactos en laagencia y sabía el tipo de sustitutas que necesitaban. Me enseñó todo sobre las secretarias personales de dirección, mi madre se ocupó de coserme un vestuario apropiado y… voilá!


–Seguro que te ayudó mucho ser tan inteligente –observó él, casi hablando solo–. Supongo que te tomas días libres entre una sustitución y otra, ¿no?


Ella asintió.


–Siempre intentó reservar un par de semanas de vez en cuando, no sólo para darle un respiro a mi madre, sino para pasar más tiempo con mi hija.


–¿Y tu madre sigue haciéndote la ropa?


–Sí. Ella me había hecho la chaqueta que llevé a la fiesta –explicó Paula–. La verdad es que la diseñó para un empleo de fin de semana que tuve como cajera en un restaurante de primera categoría.


–¿Y el padre de Sl? ¿Has vuelto a verlo?


Paula meneó la cabeza, sintiéndose incómoda.


–Me pregunto si se ha mudado a Sídney. Tal vez, por eso estaba en la fiesta de tu tía abuela.


–Puedo enterarme, si lo deseas. Pero, aunque esté aquí, Sídney es una ciudad muy grande –comentó él y le lanzó una mirada interrogativa.


–No, gracias. Prefiero dejar las cosas como están. Oh, mira. Están desviando el tráfico. Todavía puede que
lleguemos a tiempo.


Pedro Alfonso parecía a punto de decir algo, pero se limitó a
encogerse de hombros y encendió el motor del coche.





No hay comentarios.:

Publicar un comentario