miércoles, 16 de agosto de 2017
LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 5
Pedro la dejó en su casa y esperó a que ella entrara antes de irse.
Observándola desde el coche, reparó en que sus piernas eran tan largas y bonitas como las de Portia. De hecho, aunque no fuera tan voluptuosa como Portia, era alta, de hombros rectos y de estrecha cintura. En conjunto, tenía una figura esbelta y elegante… ¿cómo no se había dado cuenta antes?
Tal vez, porque ella se había ocultado tras esas gafas de pasta, atuendos austeros y con cierto toque militar y el pelo siempre recogido en un moño apretado…
Con una mueca, Pedro tuvo que admitir para sus adentros que, tras su apariencia distante de dama de hielo había una verdadera rompecorazones. Otra cosa de la que se había percatado era que Paula parecía sentir algo hacia él, le gustara a ella o no.
En cualquier caso, en poco menos de dos semanas dejaría el trabajo, pensó él. A menos…
A la mañana siguiente, Paula le sirvió a su hija un huevo pasado por agua con una cara dibujada. Sol aplaudió encantada.
–Debiste de llegar tarde anoche, Paula. No te oí llegar –comentó Maria Chaves.
Había sido una suerte que su madre no la hubiera visto, pensó Paula, sin muchas ganas de compartir con ella lo que le había pasado la noche anterior. Sobre todo, lo relacionado con su aspecto desarreglado, con el vestido rasgado, la herida en la rodilla y un zapato empapado.
En ese momento, le ofreció a su madre una versión abreviada de la noche.
Maria se incorporó en la silla con excitación.
–Una vez diseñé un vestido para Narelle Hastings. ¿Dices que es la tía abuela de Pedro Alfonso?
–Eso me dijo él –respondió Paula sonriendo, mientras le quitaba la cáscara al huevo de su hija.
Su madre era una ferviente seguidora de la escena social.
–Veamos… –meditó Maria un momento–. Creo que Narelle era tía de su madre… es decir, su tía abuela. ¡Eso es! Me alegro de que esté bien. La verdad es que el clan Hastings Alfonso ha sufrido un par de tragedias.
Paula le limpió la carita a su hija y le dio un beso en la nariz.
–Buena chica. ¡Te lo has comido muy bien! ¿Qué tragedias? –le preguntó a su madre.
–Los padres de Pedro murieron en un accidente de avión y su hermana en una avalancha en la nieve. ¿Cómo es él?
Paula titubeó, sin estar segura de cómo describirlo.
–Es normal –dijo Paula, despacio, y se miró el reloj–. Tengo que irme enseguida. Bueno, ¿qué vais a hacer hoy, chicas?
–Koalas –respondió Sol.
La niña tenía la piel clara, como su madre, y grandes ojos azules.
Y era la viva imagen de la salud.
–¿Vais a comprar un koala? –preguntó Paula, fingiendo sorpresa.
–No, mami –le explicó la niña con cariño–. ¡Vamos a verlos en el zoo? ¿A que sí, abuela!
–Y a otros muchos animales, tesoro –confirmó su abuela–. ¡Lo estoy deseando!
Paula respiró hondo, pensando en lo mucho que le gustaría
acompañarlas.
–A veces, no sé cómo darte las gracias –le murmuró Paula a su madre.
–No es necesario –aseguró Maria–. Ya lo sabes.
Paula parpadeó y se puso en pie, lista para irse a arreglar para el trabajo.
El piso en el que vivía con Sol y con Maria estaba en un barrio del centro de Sídney. Era cómodo y estaba cerca de todas partes, del centro histórico, de los parques y de la zona comercial y de ocio.
La casa tenía tres dormitorios y un pequeño estudio. Habían
convertido el estudio en una habitación para Sol y el tercer
dormitorio en un taller para Maria. Se parecía a la cueva de Aladino, pensaba Paula en ocasiones. Había pilas de ropas y telas de colores y tejidos maravillosos, además de una selección de botones, cuentas, lentejuelas, lazos y plumas de todos los colores.
Maria tenía una clientela fija para quienes creaba sus diseños.
Pero las dos personas para las que más le gustaba coser eran su hija y su nieta. Por eso, aunque Paula apenas se gastaba dinero en comprar cosas para ella, nadie lo hubiera dicho a juzgar por su forma de vestir.
Ese día, Paula decidió que sería una tontería seguir escondiendo la originalidad y belleza de su vestuario. Para ir a trabajar, se puso unos pantalones negros ajustados y una blusa blanca y negra con medias mangas, con un cinturón en la cintura. Los zapatos eran negros, con plataformas de corcho. Escogió, también, un brazalete negro y plateado.
Cuando iba a recogerse el pelo delante del espejo, se lo pensó mejor. No tenía sentido hacerlo, después de que él la hubiera visto con el pelo suelto. Además, se puso las lentillas.
En el autobús de camino a la oficina, sin embargo, Paula no estaba pensando en su propio aspecto. Sólo podía pensar en Pedro Alfonso.
La noche anterior, no había podido dormir bien, reviviendo
continuamente lo que había pasado.
Tenía que reconocer que él había sido… No había sido nada crítico, ¿no era así? Ella había metido la pata hasta el fondo, eso no podía negarse. No sólo en la fiesta, sino en su vida, con lo de Sol. Y eso podía invitar fácilmente al criticismo…
¿Qué pensaría él en realidad?, se preguntó Paula y, de inmediato, se dijo que a ella qué le importaba. Después de su fracaso estrepitoso con el padre de Sol, lo único que le había preocupado había sido su hija y había dejado de estar interesada en los hombres.
Sin haberse dado cuenta, incluso había perfeccionado una
técnica para espantarlos. Se había convertido en una dama de hielo, pensó con ironía.
El precio que había tenido que pagar había sido muy alto. No sólo por la batalla para mantenerse a flote económicamente, sino porque se sentía culpable por tener que recurrir a su madre. Además, tenía la sensación de estar haciéndose vieja antes de tiempo y había creído que no volvería a tener la oportunidad de soltarse el pelo y disfrutar de la compañía masculina a causa de la amargura que impregnaba su alma.
Pero ¿por qué estaba pensando en un hombre por primera vez en años?
En ese momento, Paula revivió la imagen de Pedro Alfonso y tuvo que reconocer que le resultaba fascinante, pues sentía por él una mezcla de amor odio… Aunque, por supuesto, no podía ser amor. Sin embargo, justo cuando tenía deseos de tirarle un ladrillo a la cabeza por su arrogancia y su egoísmo, él hacía algo que le obligaba a cambiar de opinión. Como había sucedido la noche anterior. Pedro Alfonso no la había juzgado. La había escuchado con atención.
Había algo más que su aspecto imponente, sin duda. Ese hombre tenía un intelecto que funcionaba a la velocidad del rayo. Y tenía algo que la hacía sentir viva, aunque estuviera enfadada.
¿Pero qué importaba?, se dijo Paula, mirando por la ventana con aire ausente. En breve, dejarían de verse. Y, aunque siguiera trabajando para él, siempre estaría el obstáculo de Portia Pengelly. O, si no era Portia, de quienquiera que fuera su última conquista.
Diez minutos después, Paula llamó al ascensor para subir a las oficinas de Alfonso Corporation. Cuando se abrieron las puertas y subió, se encontró de pronto sola con su jefe, mientras las puertas se cerraban sin hacer ruido.
–Señorita Chaves –saludó él.
–Señor Alfonso.
Él la miró de arriba abajo, fijándose en su moderno atuendo, su pelo suelto y los labios pintados.
–No pareces la ladrona de casas de anoche –comentó él con una sonrisa.
Paula le lanzó una mirada asesina, bajó las pestañas y no dijo nada.
–Parece que ya estás recuperada, ¿no es así?
–Sí –contestó ella y se lo pensó un momento antes de añadir–: Gracias. Fue usted… –dijo y se interrumpió, sin saber qué palabra podría aplicársele–. Gracias.
–De nada.
El ascensor llegó a su destino y las puertas se abrieron. Sin embargo, por alguna extraña razón, ninguno de los dos se movió.
Aunque no era tan raro, caviló Paula. Se parecía mucho a la sensación que había tenido en el coche la noche anterior, cuando se había visto atrapada en una burbuja de atracción hacia Pedro Alfonso.
Ese día, llevaba un traje diferente, gris, con una camisa azul pálido y una corbata plateada y azul marino. Pero estaba tan bien cortado y le quedaba tan bien como el otro. Los zapatos negros que llevaba relucían.
Pero no era cuestión de las ropas, reconoció Paula. Era el revés.
Eso, añadido al aura de frescura que lo envolvía, recién duchado y afeitado, con el pelo recién peinado y sus ojos intensos…
Todo en él despertaba los sentidos de Paula, haciéndola desear tener contacto físico con él: una caricia, la mezcla de sus alientos mientras se besaban…
Entonces, ambos se miraron a los ojos y ella se dio cuenta de que Pedro Alfonso tenía la mandíbula tensa… Adivinó que él estaba luchando contra un impulso similar al suyo…
Por la forma en que la había mirado la noche anterior, sabía que su jefe ya no la consideraba un mueble de oficina. Pero pensar que él pudiera sentir la misma atracción… era una sensación emocionante.
Las puertas del ascensor comenzaron a cerrarse, sacándolos de su ensimismamiento. Pedro Alfonso apretó un botón para que volvieran a abrirse e hizo un gesto para que ella saliera primero.
Eso hizo Paula, murmurándole las gracias. Ambos saludaron a Monica Swanson al llegar.
–Dame diez minutos, Paula. Luego, tráeme la agenda. Y café, Monica –ordenó Pedro Alfonso antes de meterse en su despacho.
–¿Cómo te fue anoche? –inquirió Monica a Paula–. Por cierto, ¡la señorita Pengelly ha llamado ya tres veces!
–Oh, cielos –repuso Paula con una mueca.
–El jefe necesita una esposa de verdad, no una de esas estrellas de cine. Además, es tan mala actriz que no sé cómo se ha hecho famosa.
Paula parpadeó pero, por suerte, el sonido del teléfono hizo que Monica se interrumpiera.
Ocho minutos después, Paula se mentalizó para presentarse ante su jefe con la agenda del día.
Se había servido un vaso de agua fría pero, en vez de bebérselo, había mojado el pañuelo para refrescarse las muñecas y la frente.
«Debo de estar loca», se dijo Paula. «Y él debe de estar loco sólo por considerar tener algo conmigo». O, tal vez, lo que pasaba era que Pedro Alfonso estaba buscando una sustituta para Portia…
Con tono estrictamente profesional, repasaron los compromisos del día uno por uno.
–De acuerdo. ¿Tienes preparados los informes para repartirlos en la reunión?
Ella asintió.
–Quiero que asistas. Habrá mucho papeleo que repartir y recoger. Y necesito que me lleves y me recojas de la comida con los Browich. No hay aparcamiento por allí.
–Bien –murmuró ella y titubeó un momento.
–¿Algún problema?
–¿Quiere que conduzca su coche?
–¿Por qué no?
–Si le soy sincera, señor, me sentiría fatal si le hiciera algún
arañazo.
Pedro Alfonso se apoyó en el respaldo de su sillón.
–No lo había pensado. A mí me pasaría lo mismo, si te soy sincero –replicó él con una sonrisa–. Pues pide un coche del parque móvil que tenemos abajo.
–Creo que será mejor así.
Pedro Alfonso esbozó una sonrisa y Paula pensó que iba a decir algo gracioso pero, al instante, su expresión se tornó seria y la miró con gesto indiferente. Como si, de pronto, su empleada le sobrara.
Sin poder evitar sentirse incómoda, Paula se dio cuenta de algo.
Aunque ella misma había pensado que sería una locura pensar en tener nada parecido a una relación con su jefe, lo cierto era que ansiaba sentirse tratada como… ¿Como qué? ¿Como una amiga?
Ella se aclaró la garganta.
–¿A qué hora quiere que salgamos?
–A las doce y media –respondió él y le dio la espalda.
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