miércoles, 16 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 4




QUIÉN es él?


La pregunta quedó en el aire, mientras Paula miraba a su alrededor, sentada en un cómodo sofá de terciopelo color canela. Delante, tenía una mesita baja de madera, con un bonsái. Más allá, sobre la chimenea, un hermoso cuadro original de la escuela Heidelberg.


Había dos sillones a juego y otros muebles preciosos sobre los suelos de madera. Las ventanas daban a una elegante piscina con una fuente, altos cipreses y, a lo lejos, a las luces de la bahía de Sídney.


No era tan espectacular como la residencia de su tía abuela,
pensó ella, pero era lujosa y elegante hasta decir basta.


Su propietario estaba sentado en un sillón delante de ella.


Se había quitado la chaqueta y la corbata, se había abierto los primeros botones de la camisa. Y había servido dos copas de coñac.


Paula se había limpiado como había podido en el baño de invitados.


Se había quitado las medias rotas, se había lavado la herida de la rodilla y se había puesto una tirita.


No había podido encontrar uno de los zapatos… hasta que lo habían hallado en un cubo de agua que, al parecer, el jardinero había dejado allí.


Hasta el momento, la única explicación que Paula había dado había sido que había visto a alguien en la fiesta con quien no quería encontrarse, que había intentado escapar y que le había salido el tiro por la culata.


–¿Él? –replicó ella pasados unos minutos–. ¿Qué le hace pensar que es un hombre?


–Vamos, Paula. ¡Si tu historia es verdadera, no puedo imaginarme que una mujer te provocara una reacción así! De todas maneras, te vi posar los ojos en un hombre y ponerte pálida antes de que… desaparecieras. Y, por cierto, con ello me pusiste en una situación un tanto embarazosa –añadió con tono seco.


–¿Le acosaron? –preguntó ella, abriendo mucho los ojos.


–No –negó él, mirándola con rencor–. Pero hice que Narelle te buscara en los baños. Se preocupó mucho.


–¿Y luego?


–No encontramos rastro de ti –explicó él, encogiéndose de
hombros–. Así que imaginamos que habías pedido un taxi y te habías ido.


–Mientras, yo estaba escondida en el patio de servicio –comentó Paula con un suspiro–. De acuerdo, era un hombre. Nosotros… fuimos pareja, pero no salió bien y yo… no quería encontrármelo –balbuceó.


–Lo entiendo –repuso él, frunciendo el ceño–. ¿Pero por qué no me dijiste eso sin más? Podías haber salido por la puerta principal.


–Me sentía un poco confusa –confesó ella.


–¿Un poco? Yo diría más bien histérica… y eso no tiene sentido. Te expusiste a que Narelle pensara que querías llevarte algo de su casa. Yo también podía haberlo pensado, si te digo la verdad. Podíamos haber llamado a la policía –señaló él–. Y me extraña que te comportes como una histérica, no pensé que fueras de esa manera…


Eso era porque él no conocía las circunstancias, pensó Paula, dándole otro trago al coñac.


–Los asuntos del corazón pueden ser… diferentes –explicó ella en voz baja–. Puedo ser un ejemplo de calma en unas ocasiones, pero en otras…


–¿Así que no eres una dama de hielo, después de todo? –observó él y, cuando Paula no dijo nada, añadió–: Acabo de recordar algo. Eres madre soltera, ¿no?


Paula lo miró de pronto con ojos fríos como el hielo.


–No lo digo para criticarte –se explicó él–. Sólo lo comento porque ahora entiendo por qué trabajas en empleos temporales nada más.


–Sí –afirmó ella y se relajó un poco.


–Háblame de ello.


Sujetando el vaso entre las manos, Paula se sintió inundada de calidez, como siempre le ocurría cuando pensaba en el milagro de su vida.


–Tiene casi cuatro años, se llama Sol… y es preciosa –señaló ella, sonriendo.


–¿Quién la cuida cuando estás trabajando?


–Mi madre. Vivimos juntas. Mi padre murió.


–¿Y lo lleváis bien así?


–Sí. Sol adora a mi madre y mi madre… bueno, a veces,
también necesita que la cuiden –admitió Paula, pensativa–. En ocasiones, discutimos, pero nos llevamos bien.


–¿Y el padre de Sol?


Paula se sobresaltó ante la pregunta. Se puso tensa y tragó saliva.


–Señor Alfonso, eso no es asunto suyo.


Pedro la observó con atención, percatándose del cambio. Era obvio que el padre de Sol era un tema peliagudo para ella.


–Señorita Chaves, la forma en que escaló mi muro y cómo se recorrió entera la casa de mi tía abuela sí es asunto mío. Hay muchas cosas valiosas en ambas casas –le espetó él y la miró a los ojos–. Y todavía no he quedado satisfecho con la explicación.


–No… no entiendo a qué se refiere. No tenía ni idea de que ésta fuera su casa. Ni sabía que íbamos a ir a casa de su tía abuela esta noche –repuso ella con furor–. ¡Sólo una idiota decidiría dejarse llevar por el calor del momento para robar en ambas!


–O una madre soltera con dificultades económicas –puntualizó él y, cuando ella no fue capaz de articular una respuesta, añadió–: Una madre soltera con un gusto muy caro para la ropa, por cierto.


Paula cerró los ojos, furiosa consigo misma por haber sido tan tonta.


–No son caras. Mi madre las hace. ¡De acuerdo! –exclamó ella y echó la cabeza hacia atrás con decisión–. El hombre de la fiesta era el padre de Sol. Por eso me puse así. Llevaba años sin verlo y sin hablar con él.


–¿Lo has intentado?


–Sabía que lo nuestro había terminado –contestó Paula, meneando la cabeza–. Descubrí que yo sólo había sido una aventura para él. No me quedó otra elección que retirarme. Aunque, entonces, yo no…


–¿No sabías que estabas embarazada? –le interrumpió él con un toque cínico.


–Oh, sí lo sabía –replicó ella, ignorando su tono de voz. Tomó un sorbo más de coñac para tragarse las lágrimas.


–¿No se lo dijiste a él? –inquirió Pedro, frunciendo el ceño.


–Sí se lo dije. Me contestó que debía abortar. Me ofreció… ayuda para hacerlo y, también… me dijo que iba a empezar una nueva vida con otra mujer y que se iba a mudar a otro estado. Yo le dije que no se preocupara, que podría arreglármelas. Y me fui. Fue la última vez que lo vi.


–¿No sabe que tuviste a la niña?


–No.


–¿No piensas decírselo?


–¡No! –exclamó ella, nerviosa, y dejó el vaso sobre la mesa–. Cuando Sol nació lo único que pensé fue que era mía. Él ni siquiera había querido que naciera, así que ¿por qué iba a compartirla? Sigo pensando lo mismo, pero… Un día, voy a tener que verlo desde el punto de vista de Sol –admitió–. Cuando sea mayor, puede que quiera saber quién es su padre.


–¿Pero no quieres que él lo sepa mientras tanto? Por eso, has tomado unas medidas evasivas tan extremas esta noche –comentó él–. ¿Crees que puede haber cambiado de opinión respecto a tener una hija?


–No lo sé –respondió ella con un pesado suspiro–. Pero Sol es tan encantadora, que nadie puede resistirse a ella. Se parece a su padre algunas veces. Hace poco leí un artículo sobre él en la prensa económica. Se está abriendo camino en los negocios y lleva cuatro años casado. No tienen hijos. Puede que sea una paranoica, pero temo que quieran quitarme a Sol.


–Paula –dijo él, incorporándose en su asiento–. Tú eres su madre. No pueden… a menos que no seas capaz de mantenerla.


–Tal vez, legalmente, no. Pero hay otras maneras. Cuando crezca, es posible que Sol prefiera lo que ellos pueden ofrecerle. Ellos son ricos. Yo sólo… sobrevivo –admitió ella, con lágrimas en los ojos.


–¿Has superado vuestro fracaso, Paula?


Un completo silencio cayó sobre ellos, interrumpido sólo por la bocina de un barco en la bahía.


–No lo he olvidado ni lo he perdonado –reconoció ella, con los ojos perdidos en la lejanía–. Ni me he perdonado a mí misma por haber sido tan ingenua.


–Deberías hacerlo. Son cosas que pasan. Son lecciones de la vida.


Entonces, Paula observó con sorpresa un brillo de comprensión en los ojos de él.


Ella se humedeció los labios y tomó aliento para recuperar la
calma. El que Pedro Alfonso no la estuviera juzgando la hizo emocionarse.


Bajó la vista, luchando por contener las lágrimas.


De pronto, se dio cuenta, sin embargo, de que acababa de contarle todos sus problemas a un extraño, con la complicación añadida de que era su jefe.


Con una respiración temblorosa, Paula se enderezó.


–Lo siento –admitió ella–. Si quiere despedirme, lo comprendo. Al menos, ¿me cree ahora?


–Sí –afirmó Pedro Alfonso sin titubear–. Eh… no, no quiero despedirte. Te llevaré a tu casa –señaló, apuró el vaso de coñac y se puso en pie.


–No hace falta, tomaré un taxi –replicó ella, levantándose.


–¿Con un solo zapato? –preguntó él arqueando una ceja–. El otro está echado a perder.


–Yo…


–No discutas –sugirió él y se puso la chaqueta.
-Después de ti –señaló, indicándole que lo precedería para salir.


Paula se esforzó por caminar con toda la dignidad posible, a pesar de no llevar zapatos.








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