viernes, 21 de julio de 2017

NUEVO ROSTRO: CAPITULO 8





La sensación de sentirse observado en Royal era muy distinta a cómo se sentía en Dallas.


En la gran ciudad, nadie se fijaba en con quién salía, pero esa noche sabía que todo el mundo se había dado cuenta de que había cenado con Paula.


—Casi se me había olvidado cómo son las cosas en Royal.


—Claro. Seguro que no lo echas mucho de menos —comentó Paula mientras él pagaba la cuenta y se quedaban un poco más charlando y tomándose el Baileys que Pedro había pedido después de cenar.


—Echo de menos a mi madre —admitió él—. He intentado que se venga a Dallas conmigo, pero no hay manera. No quiere moverse de Royal e intenta convencerme de que vuelva yo aquí.


—¿Y tu padre? —le preguntó Paula.


—Él nació en la costa Este, se enamoró de la industria petrolera al ver la película Gigante y se vino aquí. Mi madre solía tomarle el pelo diciéndole que había venido a Royal pensando que iba a encontrarse con Liz Taylor.


—Tu madre también es muy guapa.


—Sí, y fueron muy felices hasta que papá murió.


—Lo sentí mucho por ti —le dijo Paula—. ¿Recibisteis las flores que mandé?


—No lo sé. Mamá se ocupó de todo eso —le respondió Pedro.


Aquella era una época que seguía estando borrosa en su mente. Por aquel entonces, todavía no lo había perdonado por todas las cosas que su padre no había sido capaz de hacer por él. Cosas importantes para un chico, no tanto para un hombre.


—¿Por qué no viniste al funeral?


Su padre había fallecido en su primer año de universidad. Y eso había hecho que Pedro empezase a ver las cosas de otro modo y que hubiese decidido cambiar su vida. A partir de entonces, se había centrado mucho más en los estudios.


—Pensé que no sería bienvenida —respondió Paula—, aunque conmigo tu padre siempre fue muy simpático. Era un buen hombre. Era muy divertido, cómo se comportaban tus padres durante las cenas, gastándote bromas y tratándote siempre como, la niña de sus ojos.


—Solo lo hacían cuando venía alguien a casa.


Al contrario que su padre, que le había prohibido salir con Pedro, los padres de este la habían adorado y la habían tratado muy bien cuando había ido a cenar a su casa, pero Paula sabía que Pedro y su padre siempre habían discutido mucho. Según la madre de este, porque ambos eran muy testarudos.


—¿Nos marchamos? —preguntó él, cambiando de tema.


—Sí. Lo he pasado muy bien, Pedro —le dijo Paula.


De hecho, no recordaba haber estado tan a gusto con ningún otro hombre en su vida adulta. Benjamín había sido su compañero de trabajo y había empezado a salir con él porque todas sus amigas tenían pareja. Habían empezado a salir juntos por defecto. Tal vez ese fuese el motivo por el que lo suyo no había durado.


—Yo también —admitió él.


Le puso la mano en la espalda y la dirigió hacia la puerta del club, pensando que le gustaba tocarla y preguntándose cómo habría cambiado su cuerpo con el paso de los años.


Ella se detuvo de repente y se echó a reír al ver una marea de flamencos rosas.


—¿De qué te ríes? —le preguntó Pedro.


—De los flamencos. No me puedo creer que hayan terminado aquí.


Se suponía que nadie debía saber quién desplazaba los flamencos de un lado a otro, así que Paula debía fingir que no sabía nada.


—Supongo que le ha tocado al club —comentó Pedro riendo también—. Mi madre me contó que uno de sus vecinos los había tenido hace unas semanas.


—Es verdad, ya era hora de que le tocase al club. ¿No te parecen preciosos?


Pedro se quedó mirándola bajo la luz de la luna. Le tomó la mano y la guio por uno de los caminos que salían de la puerta del club.


—¿Por qué me miras así? —le preguntó ella.


—Porque nunca había visto a una mujer tan bella —le respondió él con toda sinceridad.


—No es verdad, pero gracias de todos modos.


—Es verdad —la contradijo Pedro—. ¿Cómo puedo convencerte de lo que veo cuando te miro?


Paula se encogió de hombros y se mordisqueó el labio inferior, lo que hizo que Pedro bajase los ojos a su boca. Le encantaban sus labios, a pesar de la cicatriz que tenía en el superior. Estaba deseando probarlos. La deseaba.


Eso era normal, ya que Paula era una mujer preciosa, aunque pareciese habérsele olvidado. Él estaba allí por trabajo, en la ciudad que había sido su casa, pero donde nunca había encajado. Y en esos momentos no quería pensar en trabajo ni en que no había encajado. Paula dominaba todos sus pensamientos.


—No lo sé. Creo que hace tiempo que me da miedo correr riesgos.


—¿Y cenar conmigo es correr un riesgo? —le preguntó él.


Ella sonrió de medio lado.


—Eso creo.


Pedro la tomó entre sus brazos y le levantó la barbilla para que lo mirase.


—He deseado hacer esto desde que nos hemos encontrado en el hospital.


—¿Abrazarme? —preguntó ella, humedeciéndose los labios.


—No, besarte —le respondió Pedro, inclinando la cabeza y dándole un casto beso en los labios.


Pero Paula los separó y suspiró, y su aliento caliente hizo que Pedro desease más.


Lo que sentía por Paula era de todo menos casto y puro. Inclinó la cabeza y fue tocando sus labios con la lengua, probando la esencia de aquella mujer frágil, menuda.


Ella gimió suavemente y le puso los brazos alrededor de los hombros. Pedro la abrazó por la cintura. No había sentido nada tan fuerte desde… hacía mucho tiempo.


El deseo era algo con lo que era capaz de lidiar, pero con Paula era más fuerte que nunca.


Quería tomarla en brazos y llevársela a la cama. Desnudarla inmediatamente.


Hacerla suya allí mismo.


Retrocedió, pero Paula tenía los ojos cerrados y los labios húmedos y suaves.


Así que no pudo resistirse y volvió a besarla. Su sabor era adictivo y la sensación de tener sus brazos alrededor del cuello, inolvidable.


Pedro.


—¿Sí?


—Que me ha gustado. No se me ocurre un regalo mejor para celebrar mi última operación que esta noche, contigo —le repitió Paula.


Él la abrazó con fuerza y ella apoyó la cabeza en su hombro. Bajó la mano por su espalda, acariciándola. Aquel momento era casi perfecto. Estaba en los jardines del club, donde no lo habían dejado entrar de adolescente y en los que en esos momentos era bienvenido.


Y tenía entre los brazos a la mujer para la que no había sido lo suficientemente bueno durante muchos años, que no le estaba pidiendo que se escondiesen, sino que lo besaba en un lugar donde cualquiera podría verlos.


Y le acababa de decir que era un regalo. Paula no tenía ni idea de las veces que había soñado con un momento así, ni de lo distinto que era aquello de sus fantasías.


Ella lo cambiaba todo. Tal vez siguiese queriendo vengarse de su padre, pero el sentimiento no era tan fuerte como un tiempo atrás.






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