sábado, 22 de julio de 2017
NUEVO ROSTRO: CAPITULO 13
Paula siguió a Pedro por el camino de tierra, colina arriba, hasta llegar a una arboleda. Él llevaba una manta en una mano y una cesta de picnic en la otra. Le quitó la manta y la extendió en el suelo.
—Me gusta este sitio —comentó—. Me recuerda mucho al rancho de papá.
—Umm.
Paula se dio cuenta de que Pedro todavía no podía hablar.
¿Qué habría hecho para hacerle pensar que tenía que demostrarle que era lo suficientemente bueno para ella?
Le dio miedo hablarle. No sabía qué pensar de sus comentarios. Y no quería decir nada inoportuno. Se sentía halagada, porque Pedro estaba intentando impresionarla, demostrarle que tenía tanto dinero como su familia.
Y lo comprendía. Ella también había hecho algo parecido.
Había querido montar a caballo para demostrarse a sí misma que no estaba tan mal como había estado.
—¿Crees que alguna vez dejaremos de demostrar lo que valemos —le preguntó—. Yo discuto todos los días con mi padre porque me sigue tratando como si tuviese doce años. Sé que tuve un accidente muy grave, pero ya estoy recuperada. Va siendo hora de que me trate como a una adulta.
Pedro sacudió la cabeza.
—No sé. Siempre parece haber otra meta en el horizonte. Algo más que conseguir. Por lejos que llegue, no consigo llenar el vacío que tengo dentro.
Paula alargó la mano y tomó la suya. Lo había visto tan seguro de sí mismo, tan exitoso, que no había pensado que tendría las mismas preocupaciones que ella, pero le gustaba que tuviesen aquello en común.
—A mí me ocurre lo mismo. Al principio, era solo vivir, después, recuperarme, recuperar mi aspecto, ahora, la confianza en mí misma. ¿Cuándo va a ser suficiente?
—No lo sé —admitió Pedro.
Le hizo un gesto para que se sentase y dejó la cesta a su lado. Luego se sentó él y apoyó la espalda en un árbol, la ayudó para que se colocase entre sus piernas, apoyando la espalda en su pecho.
—He pensado en hacer construir la casa ahí.
—Entonces, ¿de verdad vas a comprar este terreno? —le preguntó Paula, girándose a mirarlo.
No quería acostumbrarse demasiado a él. Pedro no iba a quedarse en Royal aunque comprase aquellas tierras. Su vida siempre iba a estar en Dallas.
—Sí. También voy a hacer construir una casa pequeña allí, para mi madre — añadió, señalando hacia la izquierda—. Sé que le gusta tener independencia, pero también querrá tenerme cerca cuando venga.
A Paula le gustó que se preocupase tanto por su madre, que no fuese un hombre despegado. Era muy importante para ella.
—¿Por qué no compras una casa en Pine Valley? —le preguntó mientras abría la cesta y sacaba lo que había en su interior.
—Porque quiero construir la casa de mis sueños —respondió él, quitándole un termo de la mano y sirviendo café para los dos.
La comida de Maggie olía deliciosamente bien.
—¿Y cómo es la casa de tus sueños? —le preguntó ella.
—Tiene muchas cosas. Si quieres, puedo enseñarte los planos que he dibujado mientras cenamos esta noche.
Lo dijo en tono arrogante, pero Paula tuvo que reconocer que le apetecía cenar con él. Le gustaba aquel hombre al que estaba volviendo a conocer.
—¿Vamos a cenar juntos? —le preguntó.
—Eso espero, pero no en el club. Podríamos ir a algún lugar pequeño, donde no esté todo el mundo pendiente de nosotros.
Ella sonrió.
—Buena idea. Mi padre va a marcharse a Midland a jugar al póker. ¿Qué te parece si preparo yo la cena?
Pedro se cruzó de brazos.
—Me parece que es un poco como cuando éramos adolescentes y teníamos que escondernos.
—Lo sé, pero no es esa mi intención —le dijo Paula—. Mi casa todavía no está arreglada para que vayamos allí.
—¿Por qué no vamos de todos modos? —le sugirió él—. Podemos cenar y empezar a arreglarla.
A Paula le gustó la idea.
—Haré la mudanza el sábado que viene.
—¿Y has contratado a alguien para que te la limpie? —le preguntó—. ¿La has alquilado mientras vivías con tu padre?
—Me negué —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. Al principio, porque no quería enfrentarme a la realidad de que no iba a poder volver a casa. Luego, porque no quería admitir que mi padre había tenido razón al decirme que iba a tardar un tiempo en recuperarme.
Pedro asintió.
—Me lo imagino. Eres muy testaruda.
Paula arqueó las cejas, aunque le gustaba que Pedro la conociese.
—Sí. Forma parte de mi encanto.
—¿Solo parte? —bromeó él.
A Paula le encantaba su sonrisa.
—Es lo mejor de él —admitió a regañadientes, sacando la comida.
Luego se pusieron a comer y hablaron de los libros que estaban leyendo y en cuánto les gustaban los libros electrónicos.
—Es mucho más cómodo. ¿Sabes que puedo leer un libro por donde lo he dejado directamente en mi teléfono móvil si quiero? La verdad es que el libro electrónico me salvó la vida en el hospital. Si me despertaba a las dos de la madrugada y necesitaba distraerme con algo, siempre podía descargarme un libro.
—¿Y te ocurría a menudo? —le preguntó Pedro mientras recogía los restos de la comida.
—Sí. Algunas de las operaciones fueron dolorosas. Y me di cuenta de lo mucho que me gustaban esos clásicos que la señorita Kieffer nos dijo que teníamos que leer.
—No puede ser. Si algunos eran muy buenos. No me puedo creer que no los leyeses entonces.
Paula se ruborizó.
—No. Tenía una amiga que los leía y me hacía un resumen del argumento.
Pedro sacudió la cabeza y Paula se sintió como si la hubiesen sorprendido haciendo algo malo. Por aquel entonces, había sido una princesa y todo el mundo había querido ayudarla, así que se había aprovechado de ello.
—¿Qué pasa? —añadió—. A todo el mundo no le gusta leer. Y yo estaba muy ocupada haciendo de animadora y buscando excusas para verte a escondidas.
—Y yo me alegro de que lo hicieras. Dime, ¿qué libro de entonces te ha gustado más?
—Orgullo y prejuicio, que me ha hecho descubrir toda la obra de Jane Austen. Hasta he visto todas las películas.
Él sacudió la cabeza.
—No está mal, aunque yo prefería Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo.
—Esos no los he intentado leer, pero ya imagino por qué te gustaron. ¿Has leído Orgullo y prejuicio?
—No, pero mi secretaria tiene la versión en la que salen zombis encima de su mesa —le contó Pedro.
—No es lo mismo, aunque yo también la he leído. Te lo voy a prestar.
—Si insistes, pero entonces tú tendrás que leerte El conde de Montecristo.
—Trato hecho. Intercambiaremos opiniones la semana que viene.
Paula leía con rapidez, dado que, durante mucho tiempo, lo único que había tenido que hacer había sido estar tumbada en la cama. Aunque tal vez en esos momentos no le diese tiempo a terminar un libro, dado que tenía que trabajar también.
—¿La semana que viene? No me va a dar tiempo —protestó Pedro—. Casi no tengo tiempo ni de ver un partido en la televisión, así que de leer un libro entero, mucho menos.
—Yo antes lo hacía, pero es cierto que ahora tampoco tengo tiempo. Bueno, ya me dirás cuándo lo has terminado.
Paula se dio cuenta de que se sentía normal. Montar a caballo formaba parte de su rutina y Pedro, lo quisiera admitir o no, también era parte de su nueva rutina. Era como un puente entre el pasado y el presente.
—Gracias por el desayuno —añadió—. Por favor, dáselas también a tu madre.
—Lo haré. Ah, sí vamos a cenar esta noche en tu casa, vas a tener que darme la dirección —comentó.
Ella asintió y se la dio. Luego volvieron a los establos a que recuperar su coche y se despidió de él a regañadientes. Pedro no intentó besarla y ella esperó que no hubiese decidido que solo quería que fuesen amigos.
Porque ella quería mucho más, aunque no hubiese sido consciente hasta ese momento.
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