lunes, 31 de julio de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 11






Pau lo seguía por el pasillo y el corazón le latía a un kilómetro por minuto. Ya no sabía qué pensar acerca de ella. 


Era un rompecabezas. Herida y emocional un momento, bromista al siguiente. No podía olvidar la expresión en su rostro en cuanto le habló del aborto. Todo encajaba. La expresión peculiar que ensombrecía su rostro, el modo en que se ocupó de Daniela la primera vez, como si tuviera miedo. Quería su ayuda y que se sintiera como en casa.


Pero dentro del dormitorio volvió a padecer otro ataque de vergüenza. La habitación era, en el mejor de los casos, sencilla. Una cama y una cómoda, nada en las paredes, nada acogedor como esperaría que fuera el dormitorio de una mujer. Jamás había pensado mucho en la decoración ni sentido la necesidad de atestar las cosas con objetos que carecían de significado. Supuso que esa filosofía hacía que su casa pareciera un poco austera.


—Lamento que no sea muy sofisticada —se disculpó, viendo la habitación a través de los ojos de ella.


—Está bien —respondió Pau—. Esperaba que centraras tu energía en el rancho y no en la decoración.


Mientras ella dejaba su bolsa en el suelo, Pedro quitó las sábanas blancas de la cama y las tiró a la cesta grande que había junto a la pared.


—Eso lo resume —convino. Se preguntó en qué estaría pensando Pau. Sabía el aspecto que ofrecía la casa. El poco efectivo que guardaba en la cocina probablemente tampoco ayudara. No era que no dispusiera del dinero para arreglar las cosas. Simplemente, había situado sus prioridades en otra parte—. Traeré unas sábanas limpias —murmuró mientras iba al armario del pasillo.


El sofá no iba a ser cómodo, pero Daniela era su sobrina, no de Pau, y ésta era su invitada. Sin embargo, pensar que iba a dormir en su cama con la pequeña en el corralito, le provocaba sensaciones raras en el estómago.


Después de años de soledad, le resultaba extraño que otros ocuparan su espacio. En particular Pau, con esas sonrisas tímidas y ojos suaves. Pero en ese momento era diferente. 


Tenía una familia, aunque no se pareciera a la que había esperado que fuera. Y Pau formaba parte de ella, tuviera eso o no sentido. Lo sorprendía querer que lo hiciera.


Alisó la sábana sobre el colchón y retiró un costado del edredón.


—¿Seguro que estarás abrigada? —le encantó ver que se ruborizaba—. Hay mantas en el armario del pasillo.


—Así es suficiente —murmuró—. Además, tú vas a necesitar las mantas.


Ella volvió a mirar la cama y Pedro sintió que se le tensaba el estómago, tal como había sucedido en la cocina antes de empezar a besarse. La tentación estaba ahí. Se preguntó cómo sería estar echado a su lado en la cama.


Sentir ese cuerpo cerca, besarla en la oscuridad, oírla susurrar su nombre.


Recogió una almohada. Después de todo lo sucedido ese día, su libido debía mantenerse al margen.


—El cuarto de baño está en el pasillo. Traeré la mesita para cambiarla y me despediré.


Al volver con la mesa, la vio sentada en la cama con las piernas cruzadas, un libro y un pequeño ordenador portátil abiertos ante ella. También Daniela se hallaba encima del edredón jugando con un anillo con llaves de plástico. 


Mientras pasaba distraída una página, Pau acarició distraída un pie de Daniela con la mano libre.


Pedro tragó saliva.


¿Por qué tenerla allí parecía tan correcto? ¿Por qué se había sentido tan avaro al contar los billetes para dárselos?


No era rico, pero tenía ese lugar y, desde luego, podía permitirse llevar comida a la mesa y comprar todo lo que necesitaran. Quizá era hora de desviar algo de esfuerzo al interior y adecentar la casa.


¿Por qué no era capaz de quitarse a Pau de la cabeza?


Dejó la mesa apoyada contra la pared más apartada y volvió a mirarlas, tan cómodas y relajadas. Resultaba extraño que hubiera dedicado tantos años a buscar la oportunidad adecuada cuando la tenía ahí, depositada sobre su regazo. 


La llegada de Daniela había cambiado muchas cosas.


No tenía nada que ver con el rancho o el ganado.


Era sobre la familia. Y sobre Pau.


Su madre, incluso en los peores momentos, le había advertido de no dejarse dominar por la amargura. Le había suplicado que no juzgara el mundo basándose en el matrimonio de sus padres. Pero durante mucho tiempo había hecho exactamente eso.


Pero cuando miraba a Pau, esos pensamientos cansados parecían lejanos. Era evidente que ella había pasado por muchas cosas y seguía sonriendo. Tal vez pudiera mejorar las cosas para Pau de un modo en que no había sido capaz de lograrlo para su madre.


—¿Te vas a quedar despierta un rato, entonces?


Paula alzó la vista del libro y sonrió.


—Daniela aún no está preparada para dormir. Si termino esta clase, podré enviarla mañana.


El asintió.


—Pau, acerca del dinero… sabes dónde está la lata. Lo que quiero decir es que saques más si lo necesitas.


—No quiero dejarte sin un hogar y una casa —respondió, aunque sin mirarlo.


De modo que era eso. ¿Lo consideraba tan pobre que creía que unas pocas cosas iban a desbaratarle el presupuesto?


—No es más que calderilla, Pau —explicó, sonriendo—. No vas a dejarme en la bancarrota. Además, confío en ti.


Eso captó su atención y alzó la vista del libro.


—¿Sí?


—¿Hay algún motivo por el que no deba hacerlo?


Las mejillas se le encendieron y una vez más él pensó en lo bonita que estaba.


—Se me pasó por la cabeza comprar algunas cosas para arreglar un poco la casa, pero no sabía muy bien cómo sacar el tema.


—Por supuesto. Yo soy un inútil en lo referente a la decoración. Me encantará que compres algunas cosas. Ayudará a que todo se vea más acogedor cuando se presenten los de servicios sociales para la evaluación —fue a la puerta y apoyó la mano en el marco, sin querer marcharse pero sintiéndose bobo quedándose.


—¿Pedro?


—¿Mmm? —giró y luchó contra el súbito impulso de darle un beso de buenas noches. Se dijo que lo mejor sería largarse de allí de inmediato.


—No me llevaré todo, no te preocupes.


—¿Parezco preocupado?


Ella esbozó una sonrisa angelical.


—De hecho, sí.


—No es por eso —respondió, y antes de que pudiera cambiar de parecer, cerró la puerta y fue a prepararse el sofá.


Aunque tampoco importaba mucho. Esa noche no iba a poder dormir.








BUENOS VECINOS: CAPITULO 10





Cuando Paula regresó de la casa de los Cameron con una bolsa, Pedro se hallaba en el centro del salón montando un corralito que ella había llevado de la casa de su madre. 


Contuvo el aliento, ya que ese mismo corralito había estado destinado para Guillermo, y no logró ahogar por completo la furia y el dolor de saber que jamás lo usaría.


Pero lo mejor era que lo disfrutara Daniela y que sirviera para algo.


Arrinconó sus pensamientos atribulados y sonrió ante los gruñidos de él.


—¿Te diviertes?


Ceñudo, él alzó la vista.


—Las cosas de bebés tienen demasiados botones y palancas —se irguió, tiró del costado del corralito y la estructura encajó en su sitio—. Ya está. Puede que no sea una cuna, pero al menos por esta noche la pequeña no tendrá que dormir en el asiento para el coche.


Pau dejó la bolsa en el suelo y fue a su lado. Una colchoneta mullida cubría el fondo del corralito; estaba decorada con  animales de granja. Daniela se hallaba junto a Pedro en el suelo encima de una manta de juegos, con la atención clavada en una cebra negra y blanca.


—Te estás esforzando mucho —se arrodilló junto a él y apoyó la mano en el borde del corralito. En el breve tiempo que había estado ausente, pudo ver que había tratado de ordenar el salón.


Una lámpara brillaba con calidez en un rincón y había extendido una manta suave sobre los cojines del sofá con el fin de cubrir la tapicería gastada. La habitación resultaba más acogedora de lo que había pensado. Era una buena casa, sólo… algo descuidada. No haría falta mucho esfuerzo adecentarla.


—La verdad es que nunca antes había tenido un motivo para hacerlo —musitó, poniéndose de pie—. He estado solo mucho tiempo —el fantasma de una sonrisa se asomó a sus labios—. Y por si no lo has notado, requiero poco mantenimiento.


—Y los bebés no.


—Desde luego que no —fue a otra caja que apenas habían podido meter en el maletero del coche de Paula—. Esto sería lo siguiente que debería montar —levantó la tapa y prosiguió—: No hay gracias suficientes por este préstamo. ¡Estas cosas son nuevas! ¿Dónde las conseguiste?


No le había mencionado que la casa ante la que se habían detenido era de sus padres y de antemano había decidido que, si llegaba a preguntárselo, le respondería que pertenecían a alguien que había perdido a un bebé. Cuantos menos detalles le diera, mejor.


Lo último que deseaba era contarle lo que había sucedido realmente con Guillermo. Pero después de la revelación que le había hecho durante la cena, se sentía impulsada a ser sincera con él. Quizá si le ofreciera una parte pequeña de la verdad, bastaría para detener sus preguntas. Algún día tendría que hablar de ello.


—Eran mías, para cuando tuviera un bebé —expuso, decidida a mantener la voz firme. No quería ver la misma compasión en su cara que había visto ese día en sus antiguos compañeros—. Las guardé en la casa de mi madre, eso es todo. Ya conoces a las madres. Les mencionas la palabra nieto…


Sacó un tablero de la caja y lo depositó en el suelo.


—¿No te adelantaste un poco? —dijo con tono de broma.


Pero Pau descubrió que le empezaba a costar mantener la mentira. Al no contestar, Pedro alzó la vista. La sonrisa se desvaneció de su cara y esos condenados ojos negros indagaron en los suyos.


—He dicho algo que no debía.


Se levantó del suelo y fue hacia ella, sin tocarla, pero Pau pudo ver el muro de ese torso y parpadeó. No iba a llorar, no otra vez. Pedro no tenía ninguna idea preconcebida sobre ella ni sobre su matrimonio con Eduardo.


Además, en cuanto se marchara de la casa de los Cameron, lo más factible era que jamás volvieran a cruzarse.


—No pasa nada —musitó—. No podías saberlo.


—¿Qué sucedió?


—Estaba embarazada, pero… —no quería entrar en demasiados detalles. Una cosa era la preocupación, y otra la compasión y la simpatía que provocarían una confesión completa. Había decidido revelárselo, pero ¿por qué le costaba tanto pronunciar las palabras—. Pero perdí al bebé —concluyó con un murmullo, reacia a explayarse—. Todo lo que habíamos comprado lo guardamos en la casa de mi madre, pensando que estaría allí para el futuro.


—Pero no hubo ningún futuro —conjeturó Pedro.


—No, no lo hubo —respondió con suavidad—. Nuestro matrimonio se acabó.


«Junto con el sueño», pensó, pero la idea no resultaba tan triste como podría haber sido. Eduardo se había casado con ella por todos los motivos equivocados. Había querido tener una buena esposa, una casa en un barrio de prestigio y la fotografía familiar perfecta para acompañarla. En eso habían sido parecidos.


Ella había creído estar enamorada de él cuando la verdad era que había estado enamorada de sus propios sueños. No era un error que pensara repetir. En ese momento era más fuerte. Si alguna vez volvía a casarse, sólo lo haría por la razón verdadera.


—Lo siento —la tomó en brazos.


Era tan agradable estar ahí, casi tanto como el beso que le había dado antes. Su torso era cálido y sólido, sus brazos gentiles al rodearla. Esperó que fuera el fin de las preguntas.


Que creyera que había sufrido un aborto natural. No necesitaba saber lo cerca que había estado del parto como para probar la dulzura de la maternidad y que se la arrebataran con crueldad.


Le acarició el cabello y ella experimentó un escalofrío por la columna, una sensación de puro placer. De la manta llegó un gorgoteo en el momento en que Daniela descubría una textura nueva.


—En estos dos últimos días no has dicho nada. Unas pocas veces vi tu expresión al ocuparte de la pequeña y supe que algo pasaba, pero… —la apartó para poder mirarla a la cara—. Si lo hubiera sabido… qué insensible por mi parte —concluyó, apretándole las manos.


—Podría haberte dicho que no —sonrió un poco, devolviéndole el apretón—. Daniela y tú necesitabais ayuda. No podías haberlo imaginado.


La pequeña se cansó de que no le prestaran atención y chilló. Pedro soltó las manos de Paula y fue a recogerla, acomodándola en el hueco de su brazo.


—Ayer me daba pánico tocarla y ya da la impresión de calmarse cuando la tengo en brazos.


—Es algo innato en ti —le sonrió.


—Lo dudo. Pero quiero hacerlo bien con ella. Y si esto te resulta excesivo, lo entiendo. No te lo habría pedido de saber el dolor que te causaría —la manita regordeta de Daniela tiró de su labio inferior. Le retiró los dedos con cuidado y los besó con suavidad.


Pau estuvo segura de que ni se había percatado de que lo había hecho, pero había una ternura en él que resultaba completamente inesperada.


—No, es bueno para mí. Hace siglos que debería haber dejado de esconderme. Descarté seguir adelante y cuidar de Daniela me está ayudando. Duele, pero tú no eres el único en beneficiarse de este acuerdo.


—Mientras lo tengas claro…


—Estoy segura.


La atmósfera pareció aligerarse.


—Muy bien, entonces. ¿Podrías tomarla en brazos mientras yo monto esto?


Sonrió, y Pau le agradeció que dejara los temas serios y se ocupara de cosas más pragmáticas. Cada día descubrían cosas nuevas el uno del otro y, para sorpresa de ella, estaban haciéndose amigos.


Se sentó mientras Pedro montaba la mesa para cambiar a Daniela. El silencio fue agradable. Él podría pensar que su hogar no era lo bastante bueno, pero contenía algo de lo que otros muchos hogares mejor equipados carecían. Era confortable.


Le extrañó comprobar que se sentía más como en casa allí que en el apartamento que había compartido con Eduardo. El pensamiento la inquietó. ¿Cómo podía haber estado tan equivocada? ¿Cómo había podido engañarse tan bien? ¿Por qué se había asentado cuando en realidad había querido algo mucho más sencillo?


Cuando Pedro terminó, la madera de color arce brillaba a la luz de la lámpara. Ya no habría que cambiar a Daniela en el sofá. Tenía un sitio donde dormir y una mesa donde podrían organizar los pañales y demás artículos infantiles.


Resultaba idóneo, lo que la aterraba. Todo iría bien mientras no bajara la guardia. Luego encontraría un trabajo nuevo y un apartamento en alguna parte.


Daniela se había quedado dormida y la dejó en el sofá.


—Se ve fantástica —comentó, acercándose a la mesa para pasar los dedos por la madera barnizada—. ¿Dónde crees que deberíamos ponerla?


Pedro alternó su peso sobre cada pie, incómodo de repente.


—Supongo que donde vaya a dormir. Aún hay que limpiar el segundo dormitorio y pintarlo. Lo primero que intenté fue dejar habitables las habitaciones que usaba.


—Y no parece lo mejor instalarla aquí.


—Bueno…


—Todavía me resulta raro ocupar tu dormitorio, Pedro. Yo puedo dormir en el sofá.


—No, no me sentiría bien. Quédate con la cama. Yo me levanto a las seis de la mañana y te despertaría.


—Entonces, puedo dejar a Daniela conmigo.


—¿Estás segura?


—Sí, lo estoy. ¿No querías mi ayuda para eso? ¿Para que tú pudieras ocuparte del ganado mientras yo velaba por la pequeña?


—Sí, pero…


—Te sientes culpable.


Él esbozó una leve sonrisa.


—Algo así.


—Puedo cuidar de mí misma, Pedro.


—¿Me comunicarás si necesitas algo?


—¿Siempre intentas cuidar de todo el mundo?


La miró y recordó cómo la había tomado en brazos, cómo los labios de ella se habían abierto bajo los suyos.


—¿Es un defecto?


No pudo evitar sonreír al tiempo que el corazón le latía más deprisa que de costumbre.


—Es la típica técnica de responder a una pregunta con otra pregunta. Pero esta vez dejaré que te libres. Tenemos cosas más importantes de qué ocuparnos, entre ellas artículos para bebé —indicó, apartándose un paso. Estar cerca de él empezaba a tornarse en una costumbre que debía eliminar—. Casi nos hemos quedado sin ropa y sin pañales. La lata de leche en polvo para bebés que compré tampoco nos va a durar mucho. Si preparas una lista, puedo ir a la ciudad por la mañana y comprar lo necesario.


—Es verdad —fue a la cocina seguido de Pau. Abrió una lata de café y sacó un fajo de billetes que empezó a contar—. ¿Cuánto crees que vas a necesitar?


Ella se quedó boquiabierta.



—¿Guardas tu dinero en una lata de café?


—Es mi fondo de emergencia. Es más fácil darte el efectivo que elegir entre las tarjetas del banco o de crédito —extendió varios billetes—. Mañana compra lo que necesites. No me atrevo a tomarme otro día libre lejos del ganado y tienes razón, será de una gran ayuda.


Ella aceptó el dinero.


—De acuerdo, entonces.


Pedro volvió a tapar la lata y a guardarla en un armario bajo. 


Paula frunció el ceño. Parecía tan… tan anticuado recurrir a una lata. Justo cuando empezaba a creer que lo descifraba, surgía algo que volvía a convertirlo en un misterio. Se dijo que quizá debería dejar de intentarlo.


—Vamos —dijo, girando para quedar otra vez frente a ella—. Es hora de acomodaros.








BUENOS VECINOS: CAPITULO 9





Había oscurecido cuando regresaron y durante el trayecto Pedro había dispuesto de tiempo para calmarse. En ese momento miró la casa con ojos nuevos. En el transcurso de un solo día, su vida había cambiado. Ese bungalow y granja destartalados habían sido suficientes para él. Los había comprado porque les había visto potencial y había dispuesto de mucho tiempo para arreglarlos tal como quería.


O eso había pensado.


Pero se trataba de una casa de soltero, con poca decoración y funcional. Tenía que convertirla en un hogar, cómoda y confortable. En ese momento había más cosas en juego. Necesitaba transformarse en un lugar para la familia. Sin importar lo que pasara a partir de ese instante, ya tenía una familia.


Pau estaba en la cocina preparando un plato con un ingrediente principal de pollo para la cena. Ya podía ver pequeños cambios en la casa y eso lo descolocaba. Su escritorio estaba ordenado… ella se había tomado la molestia de acomodar todo el caos que había tenido allí. No debería sentir como si tomara el mando… lo sabía. Le estaba ofreciendo una ayuda muy generosa. Pero, de algún modo, sentía como si la casa ya no fuera suya.


Daniela observaba desde su asiento y sus ojos oscuros seguían cada movimiento de Pau. Pedro permaneció en la puerta, bebiendo una cerveza, luchando contra la falsa sensación de vida doméstica. Todo era temporal, en absoluto real. Daniela no era su hija y Pau no era su esposa. Era una situación a corto plazo. En breve las cosas volverían a la normalidad.


No podía negar que había tenido destellos de atracción en el último día y medio, pero en realidad no estaba interesado en Pau. Sabía que ella tampoco en él. Cualquier cosa que hubiera pasado hasta ese momento, se debía a la situación extraordinaria en la que se hallaban. Cuando todo se asentara, cada uno volvería a su vida anterior.


Pero la realidad era que hasta que Barbara estuviera lo bastante bien como para cuidar de su hija, tenía trabajo que hacer para convertir ése en un hogar familiar. Se lo había prometido a la asistente social en el hospital.


Había estado muy nervioso por temor a que se llevaran a la pequeña a un hogar de acogida. Y le había gruñido a Pau por no estar presente en el acto. Ella no había hecho nada malo. 


Y se había mantenido serena mientras llevaba el peso de la reunión. Se había mostrado ecuánime, elocuente y tranquilizadora cuando él había tenido un susto de muerte. 


No permitiría que eso se repitiera.


—¿Te gusta la calabaza?


La voz de Pau interrumpió sus pensamientos y se irguió.


—Sí, supongo.


—¿Supones? —terminó de secar una cuchara y la dejó en la encimera mientras lo cuestionaba con la mirada.


Tuvo que reconocer que era una mujer hermosa, pero no de un modo llamativo. Al principio su aspecto parecía corriente, pero crecía en un hombre… la piel resplandeciente, las vetas doradas en el cabello. El modo en que la ropa parecía ceñirle las curvas y cómo esas curvas atrapaban la vista. Y, por encima de todo, esos ojos que siempre lo cautivaban.


Esa caricia en urgencias había sido un error provocado por la comprensión que ella había mostrado y por el hecho de que se hallaba allí sólo por él. Lo había vuelto a sentir cuando había tratado de explicarle a la asistente social por qué era tan importante que se quedara con Daniela. Se había atascado buscando las palabras adecuadas, pero Pau había apoyado una mano en su brazo y le había sonreído.


—Mi madre solía hacerla al horno —explicó, entrando y dejando la botella de cerveza vacía junto al fregadero.


Pau sonrió, su rostro un mar de paz y satisfacción. Parecía tan en casa, tan… feliz. Pedro se preguntó cómo podía ser después de que la hubiera arrastrado a esa situación, poniéndole la vida del revés.


—Puedo hacerlo —indicó ella—. En cuanto encuentre una fuente para el horno.


Él sacó una y la dejó sobre la encimera.


—Te gusta cocinar —afirmó, comenzando a relajarse. Su versión de cocinar consistía en asar patatas y freír un filete.


—Sí —respondió sin dejar de sonreír. Tomó una calabaza pequeña y la cortó en cuatro partes, le limpió el corazón y untó la superficie anaranjada con una mezcla de azúcar moreno y mantequilla. En unos segundos la metió en el horno junto al pollo—. Mi madre me enseñó a cocinar siendo yo joven. Fue una de las pocas cosas que hicimos juntas. Aunque jamás dominé la técnica de sus bolitas de pasta rellenas. Es lo mejor que he comido nunca.


Pedro se apoyó en la encimera y tocó la manita de Daniela con su dedo. El bebé lo agarró y lo movió arriba y abajo mientras él sonreía. Le gustaba la pequeña… cuando no estaba llorando. Las necesidades de un bebé eran sencillas y eso le agradaba. Suponía que eran tener comida, el trasero seco y amor.


En ese momento echó de menos a su madre con una intensidad que lo conmocionó. Habían pasado cinco años, pero de vez en cuando el dolor parecía surgir de la nada. Su dedo dejó de moverse con Daniela y tragó saliva.


—¿Pedro? —Elli lo miró con curiosidad—. ¿Estás bien? De repente tienes una expresión rara.


Desterró su tristeza. No supo qué le había pasado, ya que nunca dejaba que lo dominara el sentimentalismo. Quizá fuera Paula. Supuso que le había recordado a su madre. Ésta había sido quien de niño había convertido su casa en un hogar y comprendió que Pau en ese momento hacía lo mismo con Daniela y con él.


—Pensaba en mi madre —contestó con cautela—. ¿Sabes?, me la has recordado. Siempre estaba cocinando y sonriendo. No me había dado cuenta de cuánto echaba eso de menos.


La sonrisa de ella se desvaneció y se mostró levemente ceñuda.


—¿Te recuerdo a tu madre?


Al parecer, no era eso lo que había esperado oír. 


Tardíamente, comprendió que la mayoría de las mujeres no la consideraría una comparación atractiva, intentó encontrar las palabras adecuadas.


—Sólo en lo mejor, Pau. Ella fue quien convirtió nuestra casa en un hogar. Tú haces lo mismo para Daniela y para mí sin siquiera darte cuenta —al ver el dolor en su cara, se maldijo, sin saber qué había dicho que pudiera ponerla así cuando sólo intentaba ofrecerle un cumplido—. Lamento si he dicho algo que te perturbara.


—No lo has hecho —murmuró, aunque sin mirarlo a los ojos.


—¿Quieres hablar de ello?


No pudo creer que se lo estuviera preguntando. Pero ese día había captado fragmentos de conversación que mostraban que había más cosas en la historia de Pau y sentía curiosidad por descubrirla.


—No hay nada de qué hablar —insistió ella, removiendo algo que había al fuego.


Pero sabía que no era verdad. Él mismo había dicho eso mil veces.


—¿Qué te ha parecido Barbara? No lo has mencionado —inquirió, aún de espaldas y con un ligero temblor en la voz.


Una parte de él quiso insistir y otra le dijo que lo dejara. Si ella hubiera querido hablar, no habría cambiado de tema.


Pero no sabía cómo proseguir. El tema de Barbara también era duro. En cuanto entró en la habitación, su hermanastra había empezado a llorar y a disculparse. El doctor que la trataba había ido con él y Pedro había dejado que llevara la reunión. Sereno pero compasivo. Aunque el problema radicaba en que él jamás se había visto como un hombre compasivo.


De modo que Barbara había llorado y él la había abrazado incómodo. Ella se había disculpado y él había tratado de decir las palabras apropiadas… que lo más importante en ese momento era que se pusiera bien. Había insistido en que Daniela estaba muy bien cuidada.


—Fue extraño verla. Era como la Barbara que recordaba, pero no lo era, irradiaba una energía que no terminaba de encajar.


Pau asintió.


—Ahora tiene la perspectiva distorsionada y está asustada. Cuando trabajaba en urgencias…


Calló, pero Pedro quería saber. Había trabajado en la misma recepción en la que él había preguntado ese día por su hermana. Había sido una jornada tan ajetreada que no había podido preguntar cómo le había afectado.


—Cuando trabajabas en urgencias —instó.


—Sólo iba a comentar que veíamos muchos pacientes mentalmente enfermos. Gente que, por un motivo u otro, no era capaz de hacerle frente a la vida. Que Barbara pudiera reconocerlo en sí misma, que ingresara por voluntad propia… —lo miró—. Fue un acto valeroso. Desde luego, nada por lo que juzgarla.


—¿Yo la he juzgado? —se irguió sorprendido. Se preguntó si la había juzgado o simplemente si se había mostrado preocupado.


—No, pero yo sí. En cuanto leí su nota y vi a Daniela. Es algo que lamento.


Volvió a centrarse en el fuego. Pedro observó su espalda unos momentos antes de avanzar y posar una mano en su hombro.


—Yo también. Me pregunté cómo una madre podía hacerle eso a un bebé. Hoy entendí el valor que necesitó para llevar a cabo lo que hizo.


—Gracias —murmuró Pau.


Él retiró la mano y en el acto echó de menos el calor que había recibido a través de la palma. La metió en el bolsillo.


—Tres veces preguntó dónde estaba Daniela. Al final se agitó tanto, que la doctora sugirió que fuera a verla más tarde. La tranquilizó diciéndole que Daniela recibía el mejor de los cuidados. Sentí mucha presión cuando dijo eso.


—Haces todo lo que puedes. Y ella tiene un historial de buena salud. No seas duro contigo mismo.


Era imposible no serlo. Como mínimo, resaltaba su fracaso como hermano. Quizá si hubiera hecho un esfuerzo años atrás, eso jamás habría sucedido.


—Se va a poner bien… eso es lo principal. Fue más fácil hablar con su doctora. Pareció complacida de que preguntara tanto por Daniela. De que hubiera tomado pasos para asegurarse de que el bebé recibía cuidados.


Recordó las palabras de su madre en la graduación del instituto, cuando a su padre no se lo veía por ninguna parte: «No pienses en tu padre —le había dicho, tomándole la mano—. Recuerda esto. La familia es importante. No permitas que tu padre te enseñe otra cosa. La familia lo es todo».


Entonces los ojos se le habían anegado de lágrimas. «Tú lo eres todo, Pedro».


En ese instante comprendió que en todo momento debió de saber de la existencia de Barbara. Y aun así, permaneció con su padre. Ya jamás conocería la razón.


—Debí estar allí —confesó, quitándose un peso de los hombros—. En el fondo sabía que era mi hermana. Sabía lo que le había pasado a su madre y yo fingí que ella no existía. Si sólo…


—No —lo interrumpió Pau con firmeza—. No te culpes. Eras un adolescente. No existe un antes. Únicamente el ahora —parpadeó con rapidez—. Únicamente existe el ahora.


—¿Seguimos hablando de Barbara o lo hacemos de ti? —el corazón le latió con fuerza cuando ella lo volvió a mirar. No podía resistirse a Pau cuando hacía eso. Años de elegir estar solo no lo habían vuelto inmune a una mujer hermosa. 


Podía racionalizar todo lo que quería, pero la verdad era que no quería a cualquier mujer… la quería a ella.


Quería una conexión con otro ser humano, algo que lo anclara con el fin de no sentir que giraba fuera de control. 


Pau parecía llegar hasta él sin siquiera intentarlo.


Avanzó, le tomó el rostro entre las manos y la besó. Todas las recriminaciones se evaporaron: todas las dudas se esparcieron como una voluta de humo. Nada importó durante unos segundos felices. Sólo estaba Pau, su piel suave, el sabor húmedo de sus labios, el cuerpo próximo. 


Dios, había necesitado eso. Y cuando ella emitió un gemido suave, ahondó el beso.


La sorpresa fue el primer sentimiento de Pau, eliminada con celeridad ante la sensación de los labios de Pedro en los suyos y las manos que le sostenían el rostro como un cáliz. 


Todo el día sus emociones habían estado casi a flor de piel, pero había mantenido la serenidad durante todas las horas en el hospital e incluso al sacar todas las cosas de Guillermo en la casa de su madre. Esa noche, a solas con él, había estado a punto de dejar escapar las palabras. Sin embargo, no había podido. Pero, de algún modo, él parecía saberlo de todas maneras.


Sus labios eran suaves y la barba incipiente en su mentón hacían que la combinación fuera electrizante.


Cuando profundizó el beso, le correspondió y la excitación le recorrió el cuerpo en oleadas en el momento en que le rodeó la cintura con los brazos y la pegó más a él.


Los puntos en los que sus cuerpos se tocaban estaban vivos y se sintió jubilosa, sabiendo que habían pasado varios meses largos y solitarios desde que sintiera una conexión tan intensa con alguien. Elemental, descarnada, femenina.


Suavizó el beso, pasando las manos por sus hombros antes de bajarlas por sus brazos mientras separaba los labios de los de Pau. Mantuvo la boca a simples centímetros de ella mientras jadeaban en la silenciosa cocina.


—¿Por qué has hecho eso? —susurró ella, pero las sílabas sonaron con claridad. El beso había hecho que volviera a sentirse una mujer. Aunque quería oírselo decir a él. 


Necesitaba que reconociera la química. Había desesperado de volver a inspirársela a un hombre.


—No sé qué me ha pasado.


Por una vez, Pau se negó a dejar que hablara su voz interior.


Sabía lo que diría… que no la encontraba atractiva, inventaría excusas. Pero no las quería. Quería creer en el poder de la misma acción. Quería creer en la atracción que había sentido vibrar entre ellos.


Desesperadamente necesitaba creer que había valido la pena. Mientras Pedro no se disculpara. Eso no podría soportarlo.


—Así que fue porque… —apoyó las manos en sus brazos y ella mantuvo las suyas en la cintura de él—. No dejas de mirarme y yo… —calló, retrocedió y bajó las manos.


—¿Tú? —instó ella. Quería que pronunciara las palabras. 


Todo su cuerpo se lo suplicaba.


—Yo no puedo evitarlo.


La dulzura de la declaración la llenó. Eso era lo que había estado echando de menos. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se había sentido una mujer deseable? Tenía el cabello demasiado lacio, el trasero demasiado ancho. Aún llevaba peso adicional alrededor del estómago debido al embarazo. Pero al atractivo Pedro Alfonso nada de eso parecía importarle.


—Pero probablemente fue un error —la miró—. No podemos dejar que esto complique las cosas, Pau. Hemos de anteponer a Daniela.


Y con esa facilidad la burbuja estalló, llevándose la efervescencia del momento. Claro que debían anteponer a Daniela. Ya había recalcado cómo el bebé era el centro para ellos dos en ese momento y cómo que tuviera a dos personas era infinitamente mejor que tener a una sola. La niña era la máxima prioridad y ella estaba dejando que su vanidad se interpusiera en el camino.


Pero dolía. Y no sabía por qué. No debería importar. 


¿Adonde conduciría? A ninguna parte. Él tenía toda la razón.


—Por supuesto —se recobró, recogió las manoplas y fue al horno para sacar el pollo, importaba y sabía por qué. Estaba viendo un lado nuevo de Pedro y le gustaba. Y él empezaba a importarle.


—Pau… no sé cómo darte las gracias por todo esto —miró a Daniela con una ternura nueva.


Era ella quien debería darle las gracias por sacarla de su media existencia y volver a darle un objetivo. Por sentirse otra vez, después de tantos meses, una mujer. Y también se preguntó si sabría que él mismo había caído rendido ante su sobrina.


—De nada.


Con Daniela durmiendo, llevó los platos a la mesa y se sentaron.


La luz estaba tenue y sus voces bajas mientras comentaban lo sucedido en el hospital. No fue hasta que Pedro sugirió que se quedara cuando guardó un silencio prolongado.


—¿Qué quieres decir con que me quede?


Él dejó su tenedor en el plato.


—Le contamos a la asistente social que me estabas ayudando, ¿no?


—Sí, lo sé, pero…


—Pero yo también tengo ganado del que ocuparme, Pau. Sé que Daniela es mi responsabilidad, pero no veo cómo puedo quedarme despierto con ella toda la noche y trabajar todo el día —hizo una pausa—. Deberíamos hablar de tu salario. No espero que lo hagas por nada. Ya has hecho más que suficiente estos dos últimos días.


El rostro de ella se encendió. No deseaba que esa discusión se centrara en el dinero.


—Podremos hablar de ello luego.


—Pero, Pau…


—No hay prisa, Pedro. Ayudarte con Daniela no me está apartando de nada más importante, te lo prometo.


—Entonces, ¿te quedarás?


La idea resultaba tan seductora. No se lo reconocería, pero la casa de los Cameron era grande, hermosa e increíblemente solitaria. Pero sabía que estar en la casa de Pedro las veinticuatro horas del día, toda la semana, era un camino seguro para el dolor.


—Estaré al lado si me necesitas.


La miró fijamente unos segundos antes de ponerse a comer otra vez. Dio dos bocados y volvió a dejar los cubiertos demasiado sonoros en el incómodo silencio.


—¿Tiene algo que ver con que te haya besado hace un rato, Pau?


La miraba con intensidad, como si intentara entenderlo. 


Pero, desde luego, no podía.


—No, Pedro, de verdad —sólo era una mentira parcial.


—Puedes quedarte con la cama —indicó con voz ronca y baja—. No me importa dormir en el sofá.


Pedro… —lo hacía tan difícil. ¿Cómo iba a poder dormir en la cama, sabiendo que estaba pasillo abajo, encogido en el sofá pequeño? Sólo pensar en ello le desbocaba el pulso—. Puedo ayudarte, pero debes entender… Tengo compromisos. Estoy tomando cursos de contabilidad —era una excusa pobre, más después de decirle que no había nada acuciante. Podía completar los cursos en su ordenador portátil y enviarlos por correo electrónico.


Él guardó silencio unos momentos y el estómago de Pau se llenó de mariposas.


—Pau, lo único que no puedo permitir es que el bebé vaya a un hogar de acogida. Lo prometí. Y no puedo hacerlo solo. Anoche apenas conseguí dormir unas horas. Te necesito. Te necesito.


Hacía poco que lo conocía, pero lo había considerado demasiado orgulloso y obstinado para admitir algo así.


No la necesitaba a ella… necesitaba su ayuda, pero no a ella. Sus compromisos eran una excusa y había estado esperando la oportunidad de hacer algo importante; entonces, ¿qué la retenía? ¿Es que no confiaba en sí misma lo suficiente como para ser inteligente?


¿Es que Daniela no lo merecía? Si se tratara de Guillermo, ¿no querría que alguien hiciera lo mismo?


Desde luego. Se hallaba en una posición única para ayudar a un bebé. Negarse por razones personales iba más allá de lo egoísta.


—¿Qué te hace pensar que podrían llevársela? —bebió un sorbo de agua. Se dijo que podría ser una buena oportunidad de averiguar más cosas sobre él.


—Mira este lugar —apartó el plato—. No es el retrato de un hogar familiar. No estoy organizado para una recién nacida. Soy un hombre soltero sin experiencia con bebés. Todo eso juega en mi contra. No puedo ofrecerles más munición. Necesito convertir este lugar en un hogar familiar.


—Sabes que su objetivo es mantener a los niños con la familia.


Pero Pedro lo descartó con un encogimiento de hombros.


—Puede, pero no hay garantías. No sabes lo que significa para un bebé que se lo lleven lejos de su hogar.


Notó el dolor en su voz.


—Daniela sólo tiene unos meses. No lo recordaría, Pedro.


—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes si otra persona sería amable? ¿Qué pasa con Barbara? ¿Sabes lo que dijo la doctora? Que Barbara había dado pasos para asegurarse de que Daniela se hallara a salvo. Se retiró de la situación. Dejó a Daniela al cuidado de alguien en quien confiaba. A pesar de encontrarse enferma, tomó decisiones de buena madre. No traicionaré la fe que depositó en mí.


Pedro —trató de contener la agitación ante sus palabras vehementes. Alargó la mano y la apoyó en su muñeca—. ¿Cuándo sucedió? —preguntó con gentileza.


Él giró la cabeza a la izquierda y miró por la ventana a la incipiente oscuridad.


—¿De qué hablas?


Le apretó la muñeca.


—¿Cuántos años tenías cuando te apartaron de tu hogar? —él quiso retirarse, pero ella mantuvo con firmeza aferrada su muñeca.


—Nueve años —replicó con tono de desafío.


—Oh, Pedro.


—Estuve fuera una semana entera. Eso es todo. Fue demasiado larga. Me fugué dos veces tratando de regresar a casa. Me dejaron hacerlo cuando él les dio su palabra.


—¿Sobre qué? —casi temió cuál podría ser la respuesta.


—No golpearme más.


—¿Te golpeó? —su boca le supo a bilis.


—No. Al menos no con los puños. Pero ya había hecho suficiente. Siempre supe de qué era capaz.


—¿No te daba miedo volver a casa?


Pedro le giró la mano y estudió los dedos entrelazados con los suyos. Apretó la mandíbula.


—No podía dejar allí a mi madre —respondió con sencillez—. Tenía que estar con ella. Sólo nos teníamos el uno al otro, ¿sabes? ¿A quién tiene Barbara si no es a mí? ¿A quién tiene Daniela?


En ese momento encajaron tantas cosas, incluida su necesidad de hacer las cosas bien. ¿Es que creía que era como su padre?


Pedro, tú nunca podrías ser como él, ¿lo sabes, verdad?


Su mirada fue torturada al estudiarle la cara.


—¿Cómo lo sé? Cuando Daniela llora y yo no sé cómo hacer que pare…


—Te pones a caminar con ella en brazos. Acudiste a mí en busca de ayuda. ¿No lo ves? Lo estás haciendo bien. Eres paciente y cariñoso. Eres el hombre que él jamás fue, Pedro, lo sé —la mirada de él se iluminó antes de apartarla—. De acuerdo. Traeré algunas cosas. No tendrás que preocuparte de que te quiten a Daniela.


El alivio le suavizó las facciones.


—Bien. Porque aún tendremos que demostrárselo a los servicios sociales cuando vengan aquí —se levantó y llevó el plato al fregadero antes de tomar a Daniela y acunarla en sus brazos.