lunes, 5 de junio de 2017

LA BUSQUEDA DEL MILLONARIO: CAPITULO 9





Por fin llegó la noche. Pedro pidió comida que ni siquiera probaron. Empezaron frases que quedaron sin terminar. 


Prepararon un baño que se quedó frío, olvidado. Se limitaron a estar abrazados, gozando insaciablemente de sus cuerpos. Durmieron en algún momento. La noche se convirtió en día.


Pedro se despertó con una sonrisa en los labios y la completa seguridad de que su vida había dado un giro y que ya no había vuelta atrás.


Miró a Paula, que seguía profundamente dormida, acurrucada contra él como si los dos compartieran la misma piel. Ella tenía apoyada la cabeza contra su hombro. El rubio cabello se le extendía como un remolino de seda por el pecho, sobre el que también tenía una mano.


¿Qué iba a ocurrir a continuación? ¿Cómo iba a convencerla de que se convirtiera en su ayudante-esposa? Porque ya no tenía intención alguna de dejarla marchar.


Con mucho cuidado, se levantó y se apoyó sobre un codo. 


Entonces, trazó la aterciopelada piel desde el hombro al pecho, de la cintura a la cadera pasando por la respingona curva del trasero. Entonces lo vio, descansando sobre la parte trasera de la cadera izquierda. Un tatuaje que parecía mirarlo. Un par de ojos dorados observándolo desde detrás de unas hojas verdes.


El recuerdo le explotó en la cabeza, tan doloroso como si hubiera ocurrido tan solo instantes atrás. Su casa de acogida. Lo que debería haber sido su último hogar. Por primera vez desde que se quedó huérfano, aquella había sido una casa de verdad, no las incontables residencias en las que él había sido tan solo uno más. El no deseado. El olvidado. El rechazado.


Aquella era una casa de verdad, con padres cariñosos. Tenía su propio dormitorio… y a Paula. Aquel nombre le abrasaba el pensamiento como si se tratara de lenguas de fuego y se abría paso entre las brumas del pasado. De repente, lo recordó todo. La residencia Chaves había sido un lugar transitorio en el verano entre su último año en el instituto y el primer semestre en Harvard. Él no era el único muchacho de acogida, pero los Chaves habían conseguido de alguna manera equilibrar los intereses familiares con el trabajo y las necesidades de los muchachos que acogían. Había sido perfecto si no hubiera sido por…


Paula.


En el momento en el que entró en su nueva casa y la vio, se sintió inmediatamente atraído por ella. No debería haber sido así, teniendo en cuenta que, por aquel entonces, ella llevaba cabello negro y de punta al estilo gótico, se pintaba los ojos de negro y las uñas de manos y pies de morado. Había estado tan acostumbrado a que la gente lo juzgara sin conocerlo que trataba de no cometer el mismo error. Solo le hizo falta una mirada para comprender la dulzura que había bajo toda aquella locura.


Sin embargo, ella le había mentido de principio a fin.


Pedro se levantó de la cama con un rápido y fluido movimiento y cruzó la habitación. Abrió el armario y sacó el primer par de pantalones que encontró. Se los puso y trató de recuperar el control. Maldita sea. No podía. Siempre le pasaba lo mismo con ella. Paula poseía la extraña habilidad de apretarle los botones adecuados para estropear sus planes y ponerlo todo patas arriba.


—¿Pedro? —susurró ella desde la cama, con voz dulce y satisfecha.


Él respiró profundamente y consiguió contenerse por fin. Se volvió a mirarla.


—Buenos días.


Ella parpadeó para despejarse.


—¿Qué ocurre?


—Nada. Me gustaría que te marcharas ahora mismo.


Paula se sentó en la cama. La sábana se le deslizó por el cuerpo, dejando al descubierto los deliciosos senos que él había encontrado tan insoportablemente dulces a lo largo de la noche.


No tenía sentido. Ella era mala. Una víbora dispuesta a atacar. Sin embargo, no le parecía que pudiera contemplar nunca una imagen más hermosa. ¿Cómo era posible?


Ella parpadeó.


—¿Acabas de pedirme que me vaya?


—Sí.


—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó ella mientras se levantaba de la cama. Verla a la luz del sol, contemplar cada centímetro de su piel, cautivaba a Pedro.


—Ya recuerdo quién eres.


—¿Sí? —replicó ella sonriendo—. Es genial. ¿Cómo lo has conseguido?


—Por el tatuaje.


—¿Solo por el tatuaje? Me sorprende que el tuyo no lo haya conseguido antes.


—Yo no tengo ningún tatuaje.


—Claro que sí. La garra de una pantera para complementar mis ojos de gata. Lo tienes en la cadera…


Se interrumpió inmediatamente. Entonces, se mordió el labio entre los dientes. Recordó que aquel tatuaje había sido reemplazado por otra cosa.


—Ay, Pedro. Allí ahora tienes una cicatriz. Lo siento mucho.


—Basta ya, Paula. No solo recuerdo perfectamente quién eres sino también lo que hiciste.


—¿Y qué fue lo que hice?


Pedro frunció el ceño y la miró con desaprobación.


—Aquel verano me mentiste sobre tu edad. Me dijiste que tenías diecisiete años. Me dijiste que ibas a empezar el último año del instituto y yo el primero de universidad. Que solo estabas un año detrás de mí. En vez de eso, eras una niña de quince años.


—Casi tenía dieciséis. Te mentí porque sabía que no me besarías si te decía la verdad.


—¿Besarte? —le espetó él. Se acercó a ella y le agarró los hombros, levantándola hasta que la puso de puntillas—. Te hice el amor. Eras virgen. Eras… intocable y yo te toqué. La única casa de verdad que yo había tenido desde que mis padres murieron y tú me lo estropeaste todo. Me lo quitaste. Perdí mi beca por tu culpa porque ya no era una «buena persona». Por tu culpa, no me aceptaron en Harvard.


—¿Cómo dices? —replicó ella escandalizada—. Oh, Pedro. Lo siento mucho. Me dijeron que te habías marchado a la universidad antes de la cuenta. Yo no supe que…


Pedro la soltó y dio un paso atrás.


—Vístete.


Aquella única palabra hizo que Paula se sonrojara. Sin decir ni una palabra, recogió todas sus prendas y se vistió. Pedro se dio la vuelta incapaz de observarla sin… volver a desearla.


Pedro


No se había dado cuenta de que ella se había acercado hasta que PAULA le tocó en el brazo. Se dio la vuelta. 


Deseaba que ella comprendiera el precio tan alto que había tenido que pagar por ella. El por qué jamás perdonaría sus mentiras.


—El último hogar de acogida… ese lugar en el que me pusieron los últimos meses, fue el peor de todos. Sabían lo que había hecho y me trataron…


Se interrumpió y sacudió la cabeza para tratar de controlar sus sentimientos antes de poder seguir hablando.


—Cuando cumplí los dieciocho, me echaron a patadas a la calle. No tenía ningún lugar al que ir ni nadie que me ayudara. Ni trabajo ni dinero ni posibilidad alguna de conseguir alguna de las dos cosas.


—No lo sabía —susurró ella, con dolor e incredulidad—. Te juro que no lo sabía.


Entonces, comenzó a llorar. Los ojos se le enrojecieron y se le llenaron de lágrimas. Pedro trató de no prestar atención alguna a aquellas lágrimas.


—¿Eres al menos ingeniera? —le preguntó.


—No. Por supuesto que no.


—¿Cómo que por supuesto que no? Estabas en una conferencia sobre ingeniería. Solo se permitía el acceso a la misma de personas relacionadas con la ingeniería. No había invitados ni medios de comunicación. Ni… bueno, lo que seas tú.


—Escribo e ilustro libros para niños.


Aquella afirmación fue tan inesperada que Pedro tardó un segundo más de lo esperado en reaccionar.


—Entonces, ¿qué diablos estabas haciendo en mi discurso?


—Vi tu nombre y tu fotografía en una de los tablones del hotel y te reconocí. Me colé siguiendo un impulso.


—Me dijiste que eras ingeniera.


—De eso nada. De hecho, te dije que no lo era.


—Eso no es cierto.


—Te lo dije cuando nos tomamos el té. O mejor, cuando no nos lo tomamos. Me preguntaste si nos habíamos conocido en una conferencia sobre ingeniería y yo te dije que no era ingeniera. Bueno, para ser sincera… —añadió, sonrojándose.


—Sí, por favor. Estaría bien viniendo de ti.


—Yo jamás te he mentido —le espetó ella muy enfadada—. Te dije que nos habíamos conocido antes. Jamás afirmé ser ingeniera. De hecho, había empezado a explicarte lo que hacía para ganarme la vida cuando llegó la camarera.


—Tal vez deberías haberme dicho desde el principio que tú eras la mujer que me estropeó la oportunidad de ser alumno de Harvard. Eso habría sido lo mejor.


—Lo siento. No tenía ni idea —dijo ella. Aquella disculpa parecía sincera.


—Podrían haber presentado cargos contra mí. Tus padres amenazaron con hacerlo.


—Si hubieran presentado cargos, yo les habría contado a las autoridades la verdad. Que te había mentido sobre mi edad y que lo que había ocurrido entre nosotros había sido consentido. Completamente consentido. Te lo juro, Pedro… Yo no sabía que ellos se enterarían. Jamás me lo dijeron. 
Simplemente me desperté un día y ya no estabas.


—¿Y crees que así se habría solucionado todo? Maldita sea, Paula. Te llevé a un salón de tatuajes. Madre mía. Te dejé que fueras conduciendo hasta el salón de tatuajes.


Paula se enrojeció.


—Yo era… algo precoz por aquel entonces.


—¿Precoz? Eras un montón de hormonas andantes y parlantes que solo querían meterse en tantos líos como fuera posible, y que, de paso, me metió a mí en más líos de los que yo pudiera desear.


—Tienes razón, pero fue muy divertido mientras duró, ¿verdad?


—Fuera —rugió Pedro. No podía aguantar más sin perder completamente el control—. Quiero que te marches. Ahora mismo.


—Por el amor de Dios, Pedro. Lo siento mucho. Yo jamás me di cuenta de que habías pagado un precio tan algo por algo tan maravilloso.


—Para mí no lo fue.


—No… supongo que no. Igual que anoche tampoco lo fue.


—Fue sexo.


Ella cerró los ojos. Pedro comprendió que le había hecho daño. Daño de verdad. Paula se humedeció los labios y asintió brevemente.


—Por supuesto. Bueno, pues gracias por un sexo maravilloso, Pedro.


Sin decir una palabra más, Paula se dio la vuelta y se marchó del dormitorio. Oyó que ella rebuscaba en su bolsa algo. Entonces, silencio. ¿Qué diablos estaba haciendo?


Pedro sabía perfectamente bien que ella no se había marchado de la suite. Aún sentía su presencia. Este hecho bastaba para volverlo loco. Por fin, por fin, por fin… La puerta de la suite se abrió y se volvió a cerrar.


Pedro soltó el aliento que había estado conteniendo. Ya se había marchado. Aquella vez, para siempre. Se dirigió al salón y tomó el teléfono, con la intención de alertar a recepción de que pensaba marcharse antes de lo esperado. 


Entonces, vio un libro que no había estado allí antes. Un libro infantil. Lo tomó y lo observó.


La cubierta estaba llena de color, rebosante de plantas y flores. Entonces, Pedro vio los intensos ojos dorados que se asomaban entre el follaje de la selva. Su aspecto era casi idéntico al tatuaje que ella llevaba.


Aquellos ojos resultaban extrañamente familiares. Tal vez porque Pedro los veía todos los días en el espejo.


Tocó la portada y descubrió el trozo de una pantera negra que ella había ocultado en la escena. Incapaz de contenerse, abrió el libro. Ella lo había firmado con su nombre de pila y el breve boceto de una flor.  


«Para Pedro. Me equivoqué. Tú no eres Cat».


Las palabras no tenían ningún sentido para él. Solo las entendió cuando empezó a hojear el libro y descubrió que Paula había llamado Cat a la pantera. Junto al enorme felino iba siempre un gatito doméstico que se llamaba Kit. El gatito tenía unos enormes ojos verdes y rayas amarillas, idéntico en nombre y en aspecto al gatito que él le había regalado a Paula el día en el que hicieron el amor. Había elegido aquella pequeña criatura porque le recordaba a ella. Incluso le había puesto un enorme lazo verde alrededor del cuello.


Incapaz de resistirse, volvió al principio del libro y empezó a leer más cuidadosamente. Muy pronto, comprendió que aquel era el primero de una serie de libros sobre las aventuras de Kit y Cat. Contaba la historia del gatito perdido en la selva y que se encuentra con una pantera. Los dos se hacen muy amigos. Kit no causa más que problemas. Pedro sonrió al encontrar las similitudes con la clase de cosas que Paula solía hacer. Sin embargo, Cat siempre estaba a su lado para rescatarlo y para protegerlo de los peligros de la selva, aunque eso significara elegir entre el gatito y su manada.


Cerró el libro y miró su Rumi. De algún modo, en algún momento de su discusión con Paula, lo había tomado y lo había transformado. Allí estaba, en el escritorio, brillando a la luz del sol. Los símbolos matemáticos fluían simétricamente por los pétalos de la flor que él había creado.



Apretó los puños y dio un paso atrás rechazando la flor y el libro. Él no era Cat ni Paula Kit. Además, ella había cometido un error en sus libros. ¿Acaso no se había dado cuenta? 


¿No había investigado los datos para su libro? Las panteras no vivían en manadas. Las panteras eran animales solitarios.









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