jueves, 1 de junio de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 25




Pedro estaba a punto de ahogarse dentro de la corbata de Matias mientras la asistenta de mejillas coloradas lo guiaba hasta el comedor de los Chaves. La primera persona sobre la que posó su mirada fue una jovencita, Catalina, por supuesto, a la que dedicó una sonrisa ante el respingo que dio la niña al contemplar su rostro.


A continuación, él también dio un pequeño respingo, porque sonreír le dolía un montón.


—¡Alfonso! —Rafael Chaves se puso en pie y extendió una mano—. ¿Has cenado ya?


—Estoy bien, señor, no quiero cenar —Pedro no había visto a ese hombre desde hacía muchos años, pero aunque no lo hubiera reconocido, habría sabido quién era por sus ojos, del mismo azul que los de Paula—. Siento molestarlos, pero he venido para intentar hablar con su hija mayor.


Él la miró de reojo, pero Paula tenía la mirada fija en el plato, como si estuviera hechizada por los espárragos.


—¿Paula? —apremió su madre—. ¿Por qué no os vais Matias y tú a la biblioteca y charláis tranquilamente allí?


Tras unos instantes, ella asintió resignada y se puso en pie. Mientras salían de la habitación, se escuchó la voz de Catalina.


—No te olvides del vestido azul, Paula, es verdaderamente bonito.


Ya en la biblioteca, ella cerró la puerta y le habló sin mirarlo.


—Dejé el anillo de compromiso sobre la cómoda del dormitorio principal —dijo ella—. Tendría que habértelo dicho antes de marcharme. Y, ahora, si no deseas nada más…


Pedro la miró mientras ella empezaba a girar el picaporte de la puerta. ¿Se marchaba? ¿Salía de su vida?


—Espera… espera…


—¿Qué? —ella se volvió y lo miró—. ¿Qué quieres, Matias?


Él se sentía estúpido. Había tenido horas para ensayar su discurso, pero no había pensado en nada más salvo en lograr volver a estar a solas con ella.


—Sobre mi hermano…


—Menudo ojo te ha puesto.


—Sí.


Matias no se había mostrado tan comedido como Pedro hubiera deseado al propinarle un puñetazo, a semejanza del que le había propinado él. Pero era consciente de que se lo merecía después de lo que había hecho. Y sobre todo, estaba convencido de que Paula no habría accedido a hablar con él si se presentaba como Pedro.


De modo que habían vuelto a jugar al cambiazo entre gemelos. A lo mejor debería sentirse culpable por ello, pero en esos momentos lo único que sentía era desesperación.


—Escucha —empezó, mientras esperaba la visita de la inspiración—. Mi hermano… siente de veras…


—¿Ser tan estúpido como yo al acceder a casarse, prácticamente, con una extraña?


—Él también está obsesionado con el trabajo, y pensó… —Pedro se interrumpió al asimilar las palabras de ella. Al darse cuenta de que Paula había notado lo del cambiazo—. De modo que lo sabes.


—Engañada una vez, vergüenza para ti —dijo ella sin expresión alguna en el rostro—. Engañada dos veces, vergüenza para mí. ¿Qué buscas ahora, Pedro? ¿Más venganza?


—Quería volver a intentar explicarte lo sucedido.


—Tu hermano te robó algo —ella se cruzó de brazos—, y tú quieres robarle algo a él. Eso lo he pillado.


—Ese problema con Matias… —Pedro negó con la cabeza—, no sabemos lo que ocurrió exactamente, sólo que ahí pasó algo raro, pero sé que no fue él quien me engañó.


—Oh, Pedro —durante un instante, la expresión de ella se suavizó—. Has recuperado a tu gemelo.


—Sí. A lo mejor. Soy optimista —la mano de él se posó en el bulto que tenía en la nuca—. Aunque ha mejorado su derechazo en estos años. Cuando me golpeó, caí hacia atrás y me golpeé la cabeza contra la mesa. He estado viendo doble con el ojo bueno hasta este mediodía, y por eso he tardado un día más en venir aquí.


Se había equivocado si pensaba que ella reaccionaría con simpatía. Su rostro era de nuevo gélido y así se sentía él, helado por culpa de… por culpa de… ¡demonios!


Tuvo que admitirlo. Estaba helado de miedo.


¿Y si no lograba llegar hasta ella?


—Pero es cierto que alguien me robó algo —balbuceó él.


—Ya te he dicho dónde está el anillo.


—Eso es de Matias, y sabes que no me interesa una maldita pieza de joyería —el frío en su interior era tan helado como los ojos de ella, y eso provocaba que su respiración se ralentizara hasta niveles de peligro mortal.


¿Cómo iba a vivir sin ella a su lado? ¿Con quién vería esas estúpidas películas?


¿Quién le propinaría un pellizco cada vez que se mostrara excesivamente competitivo?


Tras la muerte de Anibal, nadie le había mostrado el amplio y brillante mundo, hasta la llegada de Paula. Aunque Matias hubiera vuelto, ¿quién estaría a su lado?


Tenía que ser Paula. Él sólo deseaba a Paula.


Estaba enamorado de Paula.


La idea lo devoró como una llama sobre la nieve. Hasta ese momento, él ni siquiera se había permitido pronunciar esas palabras en silencio, pero se sentía consumido por ellas. 


Estaba enamorado de su Ricitos de Oro, con su humor y su
dulzura. Con su habilidad para relajarse y el modo en que el aire se calentaba cada vez que se encontraban en la misma habitación.


Estaba enamorado de sus rubios cabellos y su cuerpo curvilíneo, desde la punta de la nariz hasta los dedos de los pies, y de cada centímetro de cremosa piel entre ambos puntos. Amaba sus rotundos pechos y los rosados pezones. 


Amaba el color casi transparente de los rizos que no hacían gran cosa por proteger el sexo de su mirada. Amaba los pequeños sonidos que hacía cuando él la tocaba en ese punto, encontrándola ya húmeda y…


Pedro.


Por la expresión de irritación y las mejillas sonrojadas, él supuso que Paula acababa de leer su mente.


Pedro, ¿para qué has venido?


Pedro se olvidó del pánico ante el tono frío y airado de la voz de ella. Paula no había caído en sus brazos, tal y como él habría esperado, pero eso no significaba que fuera a rendirse. Los Alfonso nunca se rendían y Pedro envió una silenciosa plegaria de agradecimiento a su padre por ello. Resultaba increíble que su amor hacia Paula pudiera llevarlo a apreciar a Samuel Sullivan Alfonso.


Pedro


—Sí que te llevaste algo mío —las palabras salieron a borbotones.


—¿El qué? —ella frunció el ceño.


Ahí estaba su oportunidad. Había llegado el momento de la cesión del mando.


En cuestiones de negocios, él había aprendido a guardarse siempre alguna carta, pero en ese momento, si la quería de verdad, tendría que mostrar todas sus cartas. Nunca había tenido demasiada fe en la lealtad, pero iba a tener que arriesgarse y confiar en que esa mujer le concediera la suya.


—Aunque no quiero que me devuelvas lo que te llevaste —dijo él, dando un nuevo rodeo—. Puedes quedártelo. Es tuyo para siempre.


—¿Y bien? ¿De qué se trata?


«Allá voy».


—De mi corazón.







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