martes, 27 de junio de 2017

EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 6




Domingo, 18:00 horas


Pedro estaba sentado detrás del ordenador de Picture This e introducía un número de orden tras otro, eliminando lentamente el montón de facturas que se habían acumulado en el escritorio de Nico. A juzgar por el número de facturas y pedidos, el negocio de Nico florecía. Bodas, fiestas de aniversario, bautizos, mayorías de edad, graduaciones, sesiones particulares… cada día se hacían más reservas.


Acababa de terminar otra factura cuando una llamada ligera hizo que alzara la cabeza y se quedara quieto… a excepción de su corazón, que pareció darle un vuelco.


Paula se hallaba del otro lado de la puerta de cristal, que él había cerrado cuando Nico se marchó horas antes. Se puso de pie y cruzó con rapidez la sala.


—Hola —saludó al tirar de la puerta hacia dentro—. Pasa —la sonrisa se desvaneció de sus labios al ver el rostro pálido y los ojos enrojecidos—. ¿Estás bien?


—Sí —lo tuvo que rozar para entrar.


El cuerpo de Pedro se tensó ante ese breve contacto y fingió no haberlo sentido, ni haber captado una vaharada de su perfume ligero y floral. Apretó los dientes, le dio la espalda y dedicó unos segundos extra a cerrar la puerta. Se reprendió, diciéndose que no podía ponerse así solo porque pasara por el local. Probablemente, quería encargar unas impresiones de las fotos. Para ese tipo del que no recordaba cómo se llamaba.


Pero al darse la vuelta, Paula lo descolocó otra vez. Se hallaba a menos de medio metro y lo miraba con una expresión inescrutable, pero que le encendió la sangre. Y entonces lo terminó de fulminar al dar un paso adelante, pegarse contra él y acariciarle el pelo. Luego se puso de puntillas, le acercó la cabeza y lo besó. Como si lo sintiera.


Si la sangre no hubiera abandonado su cerebro para asentarse entre sus piernas, seguro que se habría preguntado qué había provocado esa reacción. Pero cualquier cosa que requiriera pensar tendría que esperar. La rodeó con los brazos, la pegó más a él y profundizó el beso iniciado por ella.


Sabía exactamente como la recordaba. Deliciosa. Cálida, dulce y seductora. Como chocolate derretido. Y causaba la misma sensación tenerla en brazos. Curvilínea, suave y femenina. La sensación erótica de su lengua le evaporó todo contenido de la mente excepto una única palabra que martilleaba con creciente urgencia.


«Más».


Pero antes de poder actuar en consonancia, Paula volvió a modificar la situación quebrando el beso. Apoyó las manos en su pecho y se echó para atrás en el círculo de sus brazos. Con cierta satisfacción notó que la respiración de ella era tan trabajosa como la suya.


Sin duda hacían falta algunas palabras, pero con el cerebro licuado metido aún en la bruma de la lujuria, las palabras estaban más allá de su alcance.


Ella deslizó las manos por su torso, abriendo un sendero de fuego descendente.


—Me lo imaginaba —dijo ella con una voz que sonaba a terciopelo áspero.


No había duda acerca de lo que quería decir… que el calor que acababa de generar no la sorprendía. Pedro quedó impresionado de que pudiera formar una frase coherente. Él aún no había llegado a eso, de modo que solo asintió. Al menos eso le pareció.


—Temía que ya te hubieras marchado. Me alegro de que sigas aquí.


Tragó saliva dos veces y logró encontrar la voz.


—Sí. Yo también.


Pero entonces le estudió la cara y confirmó lo que había visto antes de que se le fundiera el cerebro. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados y la coherencia retornó de golpe.


—Has estado llorando.


—¿Cómo lo sabes?


Alzó una mano y con gentileza la acarició debajo de un ojo.


—A través de un proceso maravilloso llamado «vista» —y dado el modo en que lo había saludado, no tuvo duda de que fuera lo que fuese que estaba mal, tenía que ver con el tipo con el que salía—. ¿Qué ha sucedido?


Ella lo empujó con gentileza y él la dejó ir, observando en silencio mientras establecía cierta distancia entre ambos y respiraba hondo. Luego le dedicó una sonrisa que no llegó a sus ojos.


—Me dijiste que si las cosas no salían bien con Gaston, te llamara. Como andaba por aquí, se me ocurrió que lo mejor era pasar.


Tal como había pensado, había roto con su novio. Así como no podía negar que una parte de él se alegraba, odiaba ver la prueba de que había llorado. El sentido común le advirtió de ir con cuidado, ya que así como lo hacía feliz poder ofrecerle amistad, no lo entusiasmaba verse atrapado en medio del fuego cruzado.


La tomó de la mano y la llevó hacia la zona de espera en un rincón, donde había un sofá, dos sillones y una mesilla.


—Sentémonos unos minutos —la dejó en el sofá y se sentó en el sillón que había enfrente—. Muy bien, cuéntame qué ha pasado.


Ella clavó la vista en sus manos, cerradas sobre el asa del bolso.


—¿Conoces las tres palabras que menos quieres oír mientras estás haciendo el amor? —Pedro negó con la cabeza y ella alzó la vista y dijo—: «Cariño, he llegado».


Sintió que lo recorría un torrente de furia. El maldito canalla la había engañado. No solo lo enfurecía, sino que le hizo mover la cabeza en aturdida incredulidad. ¿Cómo podía ser tan estúpido? Tener a una mujer como Paula y luego perderla…


«Eh, hace nueve años tú fuiste el estúpido», le recordó la voz interior.


Pero su estupidez había estado motivada por el miedo.


Jamás la había engañado. ¿Cómo alguien que tenía a Paula en su cama podía buscar otra cosa?


Le tomó las manos y se las apretó.


—Lamento que te haya pasado algo tan doloroso, cariño.


—Gracias —suspiró—. Fue una visión chocante y en absoluto atractiva, te lo aseguro. Y la mujer con la que estaba… —emitió un sonido de disgusto—. Una aspirante a abogada de veinte años con el pelo teñido y unos implantes en los pechos que parecían sujetos con velero. Están enaaaaamorados —hizo una mueca.


Le acarició el dorso suave de las manos.


De pronto ella emitió un gruñido y se levantó con brusquedad. Se puso a caminar delante de él.


—No te aburriré con los detalles, pero baste decir que en estos últimos meses las cosas no iban tan bien entre Gaston y yo. Yo lo achaqué a nuestras agendas frenéticas, aunque empezaba a darme cuenta de que no teníamos tanto en común como en un principio había creído. Y que esas diferencias eran realmente… irritantes. Por supuesto, no era consciente de que la ecuación la formábamos tres. Desde luego, me alegro de haberlo averiguado.


—¿Lo… lo amabas?


Se detuvo y lo miró.


—Antes no estaba segura exactamente de cuáles eran mis sentimientos, pero ahora sí, y la respuesta es un «no» rotundo. Pero me importaba. Lo bastante como para darle a nuestra relación algo más de tiempo y esfuerzo. No obstante, siempre faltó algo entre nosotros. Desde luego, cualquier afecto que pude haber sentido por él se ha extinguido por completo. Solo desearía no tener la imagen de Melones y él juntos.


Reanudó el ir de un lado a otro. Luego continuó:


—No es que tenga el corazón roto. Ni mucho menos. En realidad, me siento aliviada. Pero, maldita sea, estoy enfadada. Con él por ser un hipócrita, pero esencialmente conmigo por aguantar demasiado tiempo. Por creer que era el hombre estable y fiable que buscaba. Por ser tan estúpida.


La tomó de las manos cuando pasó a su lado, luego se puso de pie, conteniendo su propia furia con ese canalla que la había impulsado a sentirse de esa manera.


La sujetó por los hombros y la miró a los ojos.


—No eres estúpida, Paula. No has hecho nada malo.


—Fui tan confiada…


—Te mintieron. Eso no es ningún reflejo de tu carácter. El hecho de que estuvieras dispuesta a recorrer el kilómetro extra por una relación muestra la clase de persona que eres. Eres leal. Tienes integridad. Y no abandonas.


Le tembló el mentón y le sonrió insegura.


—Haces que me sienta mucho mejor.


—Me alegro. Pero deberías sentirte bien. Aunque las circunstancias han sido una porquería, míralo de esta manera… acabas de liberarte de una relación en la que, basándonos en los hechos de que te sientes aliviada y no lo amabas, es evidente que ya no querías estar involucrada.


—Tienes razón. Lo sé. Es que desanima tanto que te dejen por alguien que parece salida de las páginas de Playboy.


—No hay motivo alguno para que te sientas desanimada. Es obvio que ese tipo es idiota. E increíblemente ciego.


En los ojos de ella brilló una gratitud inconfundible.


—Bueno, gracias. Cielos, ese hombre tiene treinta y cuatro años y estudió en una universidad importante. Creía que tendría el sentido común y el gusto de dejarme por alguien lo bastante mayor como para poder comprarse su propia cerveza y con algo más que unos enormes pechos falsos —suspiró—. Pero quizá sea muy agradable.


Él le apartó un mechón de pelo sedoso.


—No tanto como tú.


—Y realmente inteligente.


—No tanto como tú.


—Lo más probable es que sea más bonita que lo que pensaba… no me concentré precisamente en su cara.


—Jamás podría ser más bonita que tú.


Sonrió.


—¿Sabes?, estás haciendo un trabajo sobresaliente en sanar mi ego herido.


—Bien —la miró a los ojos—. Ésa fue la causa del beso. Un ataque de ego.


Paula se ruborizó.


—Supongo que necesitaba una pequeña reafirmación que me indicara que no era un trasgo —en sus ojos titiló la duda—. No estás enfadado conmigo, ¿verdad?


—¿Enfadado? ¿Porque me bese una mujer sexy y bonita? ¿Por un beso que me hizo sentir que me habías metido en el horno y encendido el grill? Diablos, no. Seguro que fue evidente que mi reacción no fue el enfado —le tomó la cara entre las manos y le acarició las mejillas—. Considera que estoy más que dispuesto a ofrecerte toda la reafirmación que necesites.


«Eh, aguanta ahí, tío», le gritó su voz interior. «¿Qué estás diciendo? ¿Has olvidado que Paula no es apropiada para ti?».


No lo había olvidado. Solo acababa de realizar una… reevaluación. El hecho de que fuera una mujer de «para siempre», no significaba que fuera su mujer de «para siempre». Si quería una aventura que le reafirmara el ego, diablos, ¿quién mejor para la misión que el Soltero Número Uno?


Además, de eso no podía salir nada. Él estaba ahí para ayudarla en su despecho. Todo el mundo sabía que esa clase de hombres jamás terminaban siendo permanentes. Lo cual, dado el hecho de que se marchaba a Europa dos días después, hacía que la sincronización fuera perfecta… algo novedoso para los dos.


—Mmm. Reafirmarme… —repitió—. Puede que acepte tu ofrecimiento.


—¿Puede? Creo que voy a tener que encargarme de cambiar ese «puede» por algo definitivo —ella volvió a ruborizarse—. Aquí hay algo que debería ayudarte a reafirmarte. ¿Te acuerdas de nuestro almuerzo hoy? Fue una tortura. No tienes idea de la enorme cantidad de autocontrol que necesité para no tocarte. Besarte.


—Me tocaste. Me besaste.


—No como quería.


En los labios de ella danzó el fantasma de una sonrisa.


—He de reconocer que vine a verte con la esperanza de que tal vez estuvieras dispuesto a darle un empujón a mi abatida autoestima.


—Cariño, no sabes lo dispuesto que estoy —en sus ojos aún había sombras… sombras que él quería desterrar. La necesidad de besarla se tornó insoportable. Sin embargo, quería hacer mucho más que besarla. Pero por el momento…


«Solo un beso más», se prometió. «Para reafirmarla y hacerle ver lo increíblemente deseable que es».


Bajó las manos lentamente hasta sus brazos. El corazón le palpitaba como si hubiera recorrido toda la isla de Manhattan a la carrera. Inclinó la cabeza y le rozó los labios con suavidad. Y al instante comprendió su error. Un solo beso no sería posible.


Volvió a besarla suavemente, un gesto que suplicaba más. 


Ella respondió entreabriendo la boca y pasándole la lengua por el labio inferior. Y Pedro supo que ni cien besos bastarían.


Con un gemido, la acercó más e introdujo la lengua en esa boca sedosa. En un abrir y cerrar de ojos estuvo perdido, todo sentido del tiempo y del espacio abrumados por la necesidad de tocarla. Y probarla. Deslizó una mano a su espalda para meterla entre su cabello, mientras la otra bajaba para coronar la suculenta curva de sus glúteos. Y de pronto los años se desvanecieron y se vio invadido por esa misma sensación audaz y descabellada que en una ocasión Paula le había inspirado. Cuando no podían estar sin tocarse. Cuando jamás se saciaban.


Ella le rodeó el cuello con los brazos y se movió contra él. Su erección se sacudió. Hizo que en su mente sonaran campanillas.


Interrumpiendo el beso, Paula jadeó:
—Teléfono.


¿Teléfono? Un sonido agudo atravesó la bruma de excitación que lo envolvía.


—¿Tienes que contestar? —preguntó ella, mordisqueándole la mandíbula.


Quiso decir que no, pero podía ser Nico.


—Sí, debería —repuso, reacio a dejarla. Estaba tan duro que no pudo caminar sin hacer una mueca. Al llegar al escritorio, alzó de mala gana el auricular—. Picture This —respondió con voz ronca.


Pedro, ¿eres tú? —quiso saber Nico.


—Soy yo. ¿Qué pasa? —bajó la vista al bulto en la bragueta y esperó que Nico no le hiciera la misma pregunta.


—Suenas raro. ¿Estás bien?


—Sí —«salvo por el estrangulamiento que siento en el pantalón»—. ¿Qué me dices de ti?


—Bien. Escucha, me acaba de llamar mi vecina para comprobar si tenía algún hueco libre la semana próxima, y como la agenda está en mi escritorio, pensé en comprobar si seguías allí. ¿Puedes mirarlo por mí?


—Claro —abrió el cuaderno de citas y pasó las páginas. Después de encontrar tres huecos, Nico eligió uno y le pidió que escribiera el nombre de su vecina, Audrey Shay—. Ya está —comentó al terminar, cerrando el cuaderno.


—Gracias, amigo. Nos vemos mañana por la tarde.


—Adiós.


Colgó y luego se pasó las manos por el pelo.


Miró a Paula, que seguía en el sitio exacto donde la había dejado delante del sofá. El corazón le latió con fuerza al ver la excitación que aún acechaba en sus ojos.


Hasta él llegó el sonido de risas apagadas y miró hacia la puerta. Vio pasar a dos parejas y se dio cuenta de que por ese escaparate pasaba mucha gente. Algo de privacidad iba a ser necesaria.


Regresó junto a Paula y le tomó las manos.


—¿Estás bien?


—Sí —sonrió con picardía—. Solo sufro de un grave caso de «besus interruptus».


No pudo evitar reír.


—Yo también. No obstante, nos ha salvado literalmente la campana. Si ese beso hubiera continuado… —le besó las manos—. Bueno, dada nuestra visibilidad, mejor que nos haya interrumpido el teléfono y no un agente de policía —la acercó más. Cuando sus cuerpos se tocaron de pechos a rodillas, cuando la dura erección quedó entre ambos, dijo—: ¿Sigues albergando alguna duda de que eres increíblemente sexy?


—Decididamente, cada vez me siento menos trasgo.


—Bien… aunque espero que todavía necesites algo más de reafirmación.


—Una chica nunca tiene demasiada.


—No entiendo cómo puedes llegar a verte de otra forma que no sea deseable y hermosa. ¿Quieres que le dé una paliza a Como-se-llame?


Sonrió.


—¿Lo harías?


—Encantado.


—¿Y si te dijera que mide uno noventa y pesa ciento veinte kilos?


—Respondería que eso haría más difícil las cosas, pero al final, me encargaría de que quedara peor y más dañado que yo.


—A pesar de lo mucho que agradezco la oferta, no vale ni tu tiempo ni tu esfuerzo.


—De acuerdo. Pero la oferta sigue en pie —se inclinó y le dio un beso justo debajo de la oreja—. Tú, por otro lado —le susurró al cuello—, sí que vales mi tiempo y mi esfuerzo.


—De hecho, venía a invitarte a cenar. Si no recuerdo mal, te gustaba el marisco, y yo preparo una pasta con gambas que te mueres.


—¿Te estás ofreciendo a cocinar para mí?


—Sí. ¿Interesado?


—Desde luego que sí —se irguió y la miró a los ojos—. Pero a mí me interesa mucho más que la pasta. ¿Interesada?


Ella no titubeó.


—Desde luego que sí.


Esas simples palabras abrieron un surco de lujuria desbocada por su interior.


—¿Para cuándo lo tenías pensado?


—¿Por qué no esta noche? ¿O tienes otros planes?


Él sonrió.


—Parece que los tengo… con una mujer hermosa y pasta con gambas.


También ella sonrió.


—Estupendo —miró el montón de papeles sobre el escritorio—. ¿Has terminado por aquí?


—No me tomará más de una hora.


—Eso es perfecto, porque tengo que pasar por el supermercado —miró la hora—. Ahora son las seis y media. ¿Por qué no quedamos a las ocho? Si puedes llegar antes, estupendo.


—Suena muy bien. Llevaré el vino —la soltó a regañadientes, pero se consoló con el hecho de que los esperaba toda la noche.


Ella sacó una tarjeta de su bolso y se la entregó.


—Ésta es mi dirección. Está a unos diez kilómetros de aquí —le indicó cómo ir y añadió—: En la tarjeta figuran los números de mi móvil y de casa. Llama si te pierdes.


—No te preocupes, Paula. Créeme, te encontraré.




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